La cruz y el condón
S I ALGUIEN hubiera escrito que un papa de la tan noble Iglesia católica y un gran maestre de la tan católica Orden de Malta iban a terminar peleándose por unos condones lo hubieran tildado de anticlerical y, sobre todo, de tontito calentón. Hasta ahora, cuando un papa de la tan noble Iglesia católica echó al gran maestre de la tan católica Orden de Malta por unos condones.
Parecen modernos, son antiguos: los preservativos masculinos ya se usaban en China hace 2.000 años, pero sólo se impusieron en Europa durante la época del Renacimiento, cuando el doctor Falloppio, el de las trompas, los propuso como antídoto a una epidemia nueva y terrible: la sífilis –o morbo gálico.
Entonces los hacían de tela o intestinos de cordero: sólo cubrían el glande, se ataban con una cuerdita y se usaban tantas veces como fuera posible –no eran baratos. Tampoco eran cómodos, pero a cambio eran bastante ineficaces. La Iglesia vaticana, sin embargo, se apresuró a condenarlos. Un best seller teológico con más de 20 ediciones hacia 1600, De Iustitia et iure, del jesuita belga Leonardus Lessius, los tildaba de inmorales.
(Por alguna razón nunca demasiado clara, esa Iglesia siempre condenó el sexo a menos que, ganadero, buscara la reproducción; el uso de un preservativo indicaba que otro fin se cruzaba en el medio, así que los aborreció desde el principio).
Pese a la condena –o quizá gracias a ella– los condones se difundieron. En el siglo XVIII la variedad crecía –telas tratadas con químicos, tripas de bestias varias– y se vendían en tabernas, barberías, mercados y teatros. Pero el impulso definitivo llegó hacia 1840, cuando el joven Charles Goodyear descubrió una forma de elastizar el caucho: el preservativo de goma –desechable– fue un éxito que todavía dura.
A mediados de los años sesenta, sin embargo, con la llegada de la píldora, parecían derrotados. Resucitaron en los ochenta con el sida y sus temores paralelos: una nueva epidemia, como en el siglo XVI, los devolvía al centro de la escena. La Iglesia vaticana no perdió la ocasión de reafirmar su postura misional: los volvió a condenar y usó todo su poder para impedir que las organizaciones humanitarias salvaran vidas distribuyéndolos entre los más vulnerables.
Y lo justificaba. En 2010 el papa Ratzinger dijo que el preservativo “no sólo no resuelve el problema del sida sino que lo agrava y lo aumenta” –sin explicar, claro, ni cómo ni por qué. En cambio en 2015, desde las alturas de un avión, el papa callejero Bergoglio dijo que era un método posible para evitar el sida pero que no valía la pena discutirlo mientras hubiera hambre en el mundo. Los medios se sorprendieron por su aceptación, la subrayaron. No contaban con el sistema tradicional del peronismo: decir tal, hacer cual.
El Papa actuó cuando se supo que la Orden de Malta distribuía condones como parte de sus programas médicos en poblaciones pobres. Su gobierno exigió primero la renuncia del Gran Canciller, un dizque noble alemán llamado Albrecht Freiherr von Boeselager y, al fin, la del propio Gran Maestre, un dizque noble inglés llamado Matthew Festing –para que quede claro que las órdenes de Roma se cumplen aunque maten.
Matan: es imposible calcular con precisión a cuántos. Sí se sabe que los preservativos podrían haber salvado a muchos de los 35 millones de personas que murieron de sida en África en estos 30 años y que su oposición a que se repartieran mató a tantas. Alguna vez, como suele hacer, la Iglesia vaticana pedirá perdón; entonces, como suele pasar, ya será tarde.
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