A los payasos les duele la garganta
L A CALLE Illampu de La Paz (Bolivia) es una fábrica de diversiones. Un conglomerado de caserones con paredes gruesas, pasillos estrechos y ventanales pequeños lleno de locales que ofrecen globos, disfraces y piñatas para amenizar fiestas y cumpleaños. En la mayoría de ellos, hay afiches con los teléfonos de algunos payasos itinerantes que publicitan sus servicios a domicilio con sonrisas interminables. Los carteles, además de grandes, son alegres y coloridos, y a menudo hacen gala de un humor negro exquisito. Silpanchito, por ejemplo, dice en el suyo que atiende divorcios, matrimonios y velorios “las 24 horas”. Aparece rodeado de sus títeres y tiene la expresión edulcorada de un encantador de serpientes.
En ocasiones, tras los simpáticos nombres de estos fanáticos del diminutivo hay historias enmarañadas y tristes: payasos que envejecen atenazados por los dolores de garganta y de espalda, payasos que siguen trabajando para mantener a sus familias a pesar de que ya deberían estar jubilados, payasos que a veces apenas ganan 50 o 60 euros por espectáculo y otros que se ven obligados a compaginar su socarronería con profesiones más monótonas y aburridas (algunos, de lunes a viernes, trabajan como policías; y otros como abogados, técnicos en electrónica o profesores).
ENTRE LOS MIEMBROS DE LA FEDERACIÓN DE ARTISTAS HAY ENFERMOS QUE NO PUEDEN PAGARSE LOS CUIDADOS MÉDICOS QUE NECESITAN.
Son las doce de la mañana de un miércoles y José Córdova, secretario ejecutivo de la Federación de Artistas en Recreación y Artes Escénicas –una organización de más de 500 payasos, magos, titiriteros y pintacaritas–, lleva unos minutos preocupado porque el payaso Perchitas acaba de romperse un brazo durante una actuación. Se mueve con ansiedad de un lado a otro mientras contesta a las preguntas de sus colegas, mientras trata de concretar una pequeña ayuda para cubrir parte de los gastos médicos del accidentado.
Córdova, que hoy se ve como un oficinista cualquiera –salvo por un único detalle: una mochila con la nariz roja y un par de ojos con forma de estrella–, encabezó en noviembre una marcha de protesta inédita junto a un ruidoso grupo de payasos. Aquel día, los histriónicos manifestantes recorrieron plazas y avenidas solicitándole una mayor cobertura sanitaria al Gobierno. Recordaron que la realidad –su realidad– no siempre es un chiste y recitaron consignas muy diferentes a las que suelen entonar sobre el escenario. “¿Qué queremos? ¡Seguro universal de salud! ¿Cuándo? ¡Ahora! ¿Cuándo? ¡Ahora!”, gritaban.
Según la payasa y maga Lucero, entre los miembros de la federación de artistas hay enfermos que no pueden pagarse los cuidados médicos que necesitan. “Algunos, como el payaso Pinturitas, tienen diabetes”, derivada, especula, de la cantidad de dulces y bebidas carbonatadas que consumen cada fin de semana.
Cuando mueren los mayores, algunos de sus compañeros se visten con pantalones holgados, gorros de fantasía y chalecos chillones y cargan el cajón de madera durante el entierro. “La función debe continuar”, dice una regla no escrita que casi todos repiten cuando los entrevistan. Incluso cuando la vida no tiene ni pizca de gracia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.