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Coordinado por Lola Hierro

Diario de un cubano (XII): Del fracaso y otras soluciones - Parte II

Nick Karvounis (Unsplash)
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O nos hacemos miserables, o nos hacemos fuertes.

La cantidad de esfuerzo es la misma.

Carlos Castañeda

El reloj retumbaba a la misma hora, cuando aún era oscuro. Tiraba la mano para apagarlo y a duras penas llegaba a ponerme la ropa, y desde ese instante sabía que no regresaría hasta que el horizonte apurara el último sorbo del sol.

Era como estar en un estado de suspensión sensorial donde la mente se refugia en las turbias aguas de las ensoñaciones. Solía refugiarme en las imágenes que guardaba en las calles de mi pueblo, en la esquina que tantas noches me vio trasnochar o la imagen de mi padre en su sillón viendo una película en la televisión y comentándome las últimas noticias del noticiero.

Solo un sonido estridente me arrastraba de vuelta al polvo, las máquinas y las cortantes piedras calientes que seguía escogiendo con las manos. Así iba alternando entre la virtualidad de mi interior y la realidad apremiante, como si se tratara de un dueto que aceleraba el reloj.

Pasaron las primeras semanas, las heridas de mis manos empezaron a sanar y a tornarse en duro cuero, pero lo que nunca cambio era la ceremonia en la que don Arquipo redimía sus constantes maltratos. Después de cada agotadora jornada se regodeaba en su aparente superioridad y se ofrecía a llevarnos de vuelta a casa, con la única condición de compartir sus historias de jovenzuelo.

En su rudo y sucio coche conducía entre las colinas de escombros hasta el bar más próximo, donde nos pagaba comida y cervezas. Tal vez era su forma más común de quedar en paz consigo mismo después de pasar diez horas gritando y maldiciendo nuestra pasividad y falta de tino.

Los temas eran recurrentes, no importa por donde empezara la conversación, siempre se terminaba hablando de los emigrantes. Según su teoría estrella los emigrantes no teníamos alternativa alguna al sacrificio y a la entrega, oportunidad donde se ponía de ejemplo a sí mismo cuando tuvo que irse hace muchos años a Venezuela.

Para entonces tenía claro que emigrar es un acto quijotesco donde es necesario preñarse de abnegación, constancia y astucia, es un salto de fe, una escapada en plena noche, una búsqueda dentro y fuera de uno mismo, el reinicio de un viaje cargado de frustraciones y pretendida libertad, es el hecho explícito de aceptar un cambio en todo orden, es reinventarse alejado de tu propia concepción material.

Al término de cada reunión casi obligatoria ya las fuerzas mermaban, la cerveza me sabia avinagrada, dejé de reconocer el día de la semana, la hora en la que estaba. No había mucha diferencia con la esclavitud salvo porque no había otro látigo diferente al que podía significar el dinero y la obsesiva evasión del desamparo.

Para entonces tenía claro que emigrar es un acto quijotesco donde es necesario preñarse de abnegación, constancia y astucia

Cada segundo debajo de los inmensos toldos de la fábrica era un recordatorio del precio que se paga por un sueño, la casi inmortal lucha entre hacernos miserables o hacernos fuerte, entre claudicar o seguir adelante. Pero el destino acecha, te sacude abriendo otras exclusas de realidad.

Así quiso el azar que yo estuviera justo debajo de aquella plancha que cayó sobre mi mano. Pudo haber sido peor sino me hubiera escabullido entre los pilares que sostenían la maquinaria. Un fuerte impacto me paralizó todo el cuerpo, la sangre corrió profusa entre los hierros oxidados, un grito sórdido escapó de mi garganta. Todos corrieron hacia allí, por suerte las maquinas estaban detenidas.

Con mucho esfuerzo levantaron las pesadas planchas y allí estaba mi dedo magullado, lleno de una mezcla de glóbulos rojos y hollín. Me llevaron hasta el lavabo de la improvisada morada cercana a la fábrica y me lavaron con agua oxigenada. La piel pendía de hilachas al hueso y allí estaba el señor Arquipo con sus ojos fuera de las órbitas, gritando y maldiciendo como todos los días, echándole la culpa a todos

Esa tarde no hubo cervezas ni charlas. Me llevo hasta la esquina de la casa y me dijo con voz temblorosa: "¡no vayas más a trabajar!". En ese momento no respondí, el dolor no dejaba cabida a que actuara la lógica. Tampoco tenía noción del porqué de sus temores, solo sabía del dolor insoportable y el cansancio extremo.

La mañana siguiente, mi primer instinto matutino fue mirar mis manos. El grosor de mi dedo doblaba el original y el color se tornó negruzco. Mis compañeros de piso estaban consternados, una vez más no sabían que podrían hacer conmigo si aquello llegaba a un punto de no tener solución. No tenía asignado médico ni dinero para pagarme un hospital privado. Fue así que decidí llamar al patrón, como sumisamente le llamaba uno de mis compañeros, al cual le gustaba ensalzar la figura del señor Arquipo, quizás con el motivo de hacerle experimentar la falsa idea de la grandeza.

Después del segundo timbre, una voz seca me respondió con un saludo breve. Buscaba en aquella persona un poco de compasión, un consejo para ir a un médico pero, en cambio y sin mediar explicaciones, me dijo que me enviaba el dinero de mis días trabajados y que para él yo nunca había estado allí.

Bajé lentamente el móvil, no sentí dolor articular. Cayeron un par de lágrimas secas que eran la esencia de la rabia, el extracto que el corazón exprime cuando se está haciendo más fuerte. Callé, me tire lentamente de bruces en el colchón y volví a dormir a soñar, no recuerdo con quienes ni con qué, pero seguramente en un mundo diferente.

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