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Migrados
Coordinado por Lola Hierro
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Diario de un cubano (XI): Del fracaso y otras soluciones - Parte I

Imagen: (CC) Felix Rusell-Saw via Unsplash

“La gente buena es buena porque ha llegado

a la sabiduría a través del fracaso”

William Saroyan

“Tripulación, armen rampas y cross check. Pasajeros, preparados para el despegue…”. Así empezó este camino. Recuerdo ahora aquel cosquilleo en el estómago, la presión en los oídos y una desorientación mezclada con la falsa emoción de haber encontrado un agujero en la gruesa cortina de la obstinación.

Mientras paso por el aeropuerto, podía ver a través del cristal del coche el ajetreo de aeronaves despegando. Inevitablemente afloraron las sensaciones del primer y eterno minuto, el silencio era interrumpido por la grotesca voz del hombre que me había recogido en la gasolinera un rato antes. El coche se perdió entre caminos polvorientos, justo detrás de las pistas de despegue. Tal vez yo podría estar ahora mismo en uno de esos aviones si hubiera decidido renunciar, si el destino no me hubiera abocado a encontrar al jimagua aquel mediodía, si no hubieran cumplido la promesa de tender su mano.

El pesado utilitario se detuvo justo en medio de sendas montañas de gravilla. El señor me miró y me dijo: hemos llegado; y con pesado júbilo añadió que esa era su fábrica de arena. Yo no podía divisar nada, allí no había nada más que escombros y piedras de colores diversos y una casa abandonada de donde creí reconocer, a los lejos, a mi amigo.

"¿Habías trabajado alguna vez en algún lugar como este?", me pregunto el jimagua mientras me sostenía las dos manos y miraba mis palmas. "Bueno, la pasarás mal al principio pero te adaptaras". Lo dijo en el tono de quien habla con la seguridad de lo que yo ignoro. Me puso su mano en mi hombro mientras caminamos hacia la casa. Para esto vinimos aquí, este es la parte real del sueño, ¿no?. Hizo una parada, trato de sonreír y remató con un brillo extraño en su mirada… Duro despertar, ¿verdad?

Todo era viejo, hosco, desvencijado, una suerte de lavadero servía de base para una cocina improvisada, la mesa se tambaleaba, pero según el Jimagua no se caía. Me hizo reír por un momento, me resultaba familiar. Lo mejor, sin duda, era la vista del mar, que servía de contraste al polvo, al ruido infernal de las maquinas que ya arrancaban y que aún no alcanzaba a ver.

Las siete era la hora señalada. De espaldas al amanecer caminamos junto a tres hombres más por una vereda hasta llegar al molino de piedras. Potentes maquinas movían los martillos, rugían como bestias, ya las cintas empezaban a humedecerse. "Tu trabajo es muy sencillo", me dijo el señor Arquipo con tono autoritario. A continuación, señaló un atril pequeño forrado con restos de zinc y goma: "Te paras aquí, la piedra empezará a pasar y tú separas la piedra blanca de la piedra negra y botas los hierros y basuras que se transporten junto a ella". Se quedó mirándome y sentenció solo eso…

Y así fue, la piedra caliente empezó a llegar. En unos segundos el aire se hizo irrespirable, el sonido de los motores ensordecedor, el calor abrasaba, los pies se acalambraban con los movimientos monótonos, las horas pasaban... Alguien me dijo que no podía usar más los guantes, que se escapaban las piedras blancas de las negras.

Tiempo después comparé la vida con aquella estera agitada, incesante, caliente, aguda, donde seleccionar se convertía en algo más que una encrucijada, donde soportar no era una elección. Era parte de ese camino incierto, sin importar los dolores de la carga. Allí estaba, luchando con cada roca, con cada gota de sudor mezclada con polvo en suspensión sin oír, sin hablar…

De pronto, se hizo el silencio. Lentamente fue llegando menos piedra, el sonido se fue amortiguando, aunque el zumbido permaneció unos segundos más en mi cabeza. Miré mis manos por primera vez: hilos de sangre se podían ver por sus pliegues. Una voz me saco del estado de estupor: ¡hay que desatascar! Y allí fui con unas palas por dentro de los rodillos, dejando limpia la estructura y con cada vez más ampollas. De nuevo arrancaron las maquinas, de nuevo la piedra blanca era diferente a la negra y de nuevo la dañina masa de polvo me abrazaba.

Se hacían continuados los movimientos monótonos, la vista se cansaba, la ansiedad hacia que los minutos se alargaran. Mi mente echó a volar, me entregué a la imagen de mi hijo en aquella camita de hospital. Sus ojos grandes, fijos, mirándome, y yo murmurándole su nombre de todas las formas ridículas que lo hicieran reír. Entonces su mano se extendió lentamente hasta posarse en mi cara. Un suave toque, apenas perceptible, apenas glorificado…

Mis lágrimas cayeron, se juntaron con el ambiente enrarecido de los toldos que vagamente cubrían mi cabeza, el olor a lubricante paralizó mi instinto de sentir hambre o sed. Ese mediodía no comí nada, no podía tragar, todo me sabía a arena, mi cuerpo temblaba, el mar de antes ahora era gris. Tomé un par de sorbos de jugo con leche, el jimagua pudo instruir mi pesar, nuevamente me dio ánimos y el martirio siguió hasta el atardecer.

Ya no me quedaban fuerzas para soñar, los motivos se habían esfumado y se inevitable entonces recordar las palabras de un gran amigo, cuando en aquella aciaga tarde antes de partir me dijo que una vez lejos de los míos pasara lo que pasara tenía que aprender a lidiar con el fracaso.

Ya era de noche, entré en casa y apenas podía hablar. Me tiré sobre el colchón que había en el suelo, medio cansado, medio derrotado. Y así amanecí.

Continuará…

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