Gay Talese y su noche con el ‘voyeur’
Gerald Foos espió durante años la intimidad de los huéspedes de su motel en Colorado (EE UU) y registró la experiencia en un diario. En 1980 contactó con el célebre reportero Gay Talese, que, fascinado, acompañó al mirón a su escondite con vistas. Una vez prescritos los posibles delitos, el periodista decidió publicar la andanzas de Foos en ‘El motel del voyeur’, que sale ahora en España.
EN EL ASADOR Black Angus, después de pedir una margarita y un solomillo, Foos me prometió que me mandaría una fotocopia de su manuscrito, aunque insistió en que yo debía ser paciente. Para preservar su intimidad, tendría que fotocopiar él solo sus centenares de páginas fuera del motel, quizá en la biblioteca pública; y puesto que tal vez se encontrara con limitaciones de tiempo e intimidad allí donde fuera, prefería hacerlo en pequeñas tandas, cada una de ellas de no más de 15 o 20 páginas
–Intentaré enviarle la primera parte en una semana –dijo–, pero a lo mejor tardo seis meses o más en poder mandarle todo el manuscrito. Y además, confío en que lo mantendrá dentro de la más estricta confidencialidad. En estas páginas hay cientos de historias secretas, y en cada una aparece el nombre y la dirección de los huéspedes, extraídos de los impresos de registro. Donna y yo llegamos a tener un trato más personal con algunos de esos huéspedes, los que se quedaban aquí durante varios días, y hablaban mucho con nosotros en recepción. A veces oíamos lo que decían de nosotros, los oíamos hablar en su dormitorio mientras espiábamos en el desván. No todo era halagador.
Le pregunté a Gerald Foos si alguna vez se había sentido culpable por espiar a sus huéspedes. Aunque admitió que constantemente tenía miedo de que lo descubrieran, no estaba dispuesto a aceptar que sus actividades en el desván del motel perjudicaran a nadie. En primer lugar, señaló, se satisfacía su curiosidad dentro de los límites de su propiedad, y puesto que sus huéspedes no estaban al corriente de su voyeurismo, no les afectaba.
–Visite cualquiera de estas antiguas mansiones coloniales y probablemente encontrará lugares donde escuchar y agujeros para observar a los demás. Contemplar a la gente es algo muy antiguo, pero si nadie se queja, no hay invasión de la intimidad –y repitió lo que me había dicho antes–: Desde que soy propietario de este motel he observado a centenares de huéspedes, y ninguno de ellos se ha enterado.
Dijo que le había llevado varios meses practicar esos conductos de observación para que resultaran “perfectos e indetectables”. Había utilizado la habitación 6 como laboratorio y a Donna como ayudante. Al principio se le ocurrió colocar espejos opacos en el techo, pero desechó la idea porque le pareció demasiado obvia y demasiado fácil de detectar. “Debo desarrollar un método cuya existencia no pueda ser detectada nunca por los huéspedes –escribió–. Un huésped tiene derecho a su intimidad, y jamás ha de saber que ha sido invadida”. Entonces se le ocurrió instalar falsos conductos de ventilación para satisfacer su apetito, pero primero tendría que contactar con un operario que le fabricara un modelo de lo que Foos tenía en mente –una rejilla de celosía de 15 por 35 centímetros con una docena de listones–, y luego fabricar 11 réplicas más de este modelo, sin que el operario se enterara del verdadero propósito de su trabajo ni participara en la instalación en el motel. Cuando se hubieran completado las rejillas, el propio Foos tendría que colocarlas, aunque Donna se ofreció a ayudarlo.
–No podía permitir que nadie más lo hiciera –dijo durante la cena.
Aunque a menudo se excitaba, había ocasiones en que lo que veía era tan trivial que se quedaba dormido.
Una de las tareas de Donna consistía en permanecer de pie sobre una silla o escalera en cada una de las 12 habitaciones designadas, y sostener sobre la cabeza una rejilla de celosía mientras intentaba encajarla en la abertura rectangular de 15 por 35 del techo que Foos había perforado utilizando una sierra eléctrica.
Al mismo tiempo, mientras él permanecía tendido boca abajo en el suelo del desván, extendía los brazos por la abertura y ayudaba a Donna a colocar la rejilla en su sitio, y a continuación la fijaba con unos largos tornillos que perforaban el contrachapado de dos centímetros del suelo del desván. Dijo que todos los tornillos eran de cabeza plana, y que los extremos puntiagudos estaban bien clavados en el desván para que ningún huésped pudiera manipularlos desde abajo. Tres capas de moqueta mullida cubrían el suelo del desván, y los clavos que sujetaban la moqueta estaban cubiertos con unos remates de goma para amortiguar los crujidos que pudieran provocar las pisadas.
Las aberturas estaban colocadas cerca del pie de la cama.
“La ventajosa ubicación del conducto –escribió– ofrecerá una excelente oportunidad de observar y también escuchar las discusiones de los sujetos. El conducto distará aproximadamente entre metro ochenta y dos metros y medio de los sujetos”.
Después de instalar las 12 rejillas de celosía en las habitaciones, Foos le pidió a Donna que visitara cada una de ellas, se echara en la cama y levantara la vista hacia el conducto mientras él la observaba.
“¿Puedes verme?”, gritaba él por el conducto de ventilación.
Si la respuesta era “Sí”, él bajaba a la habitación y, subido en la escalera, utilizaba los alicates para intentar doblar los listones en un ángulo que ocultara su presencia en el desván y le permitiera ver con claridad el cuarto.
“Ese proceso de ensayo y error duró semanas –continuaba Foos–. Y resultó agotador. Yo tenía que subir y bajar constantemente de las habitaciones al desván, y me dolían las manos de tantos ajustes como tuve que hacer con los alicates, y Donna, que me ayudaba en el tiempo libre que le dejaba el hospital, estaba tan exhausta como yo. Pero nunca se quejaba. En esa época demostró un gran amor por mí. ¿Por qué iba a ayudarme una mujer a hacer algo así si no era por amor?”.
Observé lo que hacía foos y lo imité: me puse de rodillas y comencé a arrastrarme hacia la zona iluminada más cercana.
Foos dijo que comenzó a espiar a sus huéspedes en el invierno de 1966, y que, aunque a menudo se excitaba, había ocasiones en que lo que veía era tan trivial que se quedaba dormido, y se pasaba horas sumido en un sueño apacible sobre la gruesa moqueta del desván hasta que Donna lo despertaba durante una de sus visitas periódicas, por lo general antes de marcharse al turno de noche en el hospital. A veces le llevaba algo para picar, fruta, o un refresco y un sándwich –“en este motel soy el único que dispone de servicio de habitaciones”, me dijo con una sonrisa–; mientras que otras veces, aunque de manera breve e infrecuente, Donna aceptaba su invitación de tumbarse a su lado sobre la moqueta y observar, siempre que tuviera lugar algún interludio erótico especialmente interesante.
–Donna no era ninguna voyeur –dijo–, sino más bien la devota esposa de un voyeur. Y a diferencia de mí, ella se educó con una actitud libre y saludable con relación al sexo, lo que incluía que durante sus días libres tuviésemos sexo oral o coitos esporádicos en el desván. Era una extensión de nuestro dormitorio –añadió–. Un lugar donde podíamos estar solos cuando los niños vivían con nosotros. La puerta del desván estaba siempre cerrada, y solo teníamos llave nosotros. Algunas parejas instalaban en sus casas espejos en el techo, o veían porno duro en la cama, pero nuestra ventaja mientras hacíamos el amor tranquilamente en nuestro desván era la posibilidad de echar un vistazo a un espectáculo de sexo en vivo que tenía lugar unos dos metros más abajo.
Me contó que cuando Donna no estaba con él, si se excitaba mientras observaba a una pareja que mantenía relaciones sexuales, o bien se masturbaba (siempre tenía una toalla de mano cerca) o grababa en la memoria lo que veía y recordaba esas estimulantes imágenes al hacer el amor con Donna.
–Incluso a un matrimonio que mantiene unas relaciones sexuales satisfactorias no le viene mal un poco de picante –dijo.
Una vez salimos del restaurante Black Angus, a eso de las once de la noche, Foos siguió hablando mientras conducía de vuelta al motel. Mencionó que aquellos días se alojaba en el motel una pareja joven muy atractiva, y que a lo mejor aquella noche les podíamos echar un vistazo. Eran de Chicago, y habían ido a Colorado a esquiar y a visitar a unos amigos de la zona de Denver. Había sido Donna quien los había recibido a su llegada, y los había registrado en la habitación 6. Foos dijo que siempre que Donna ocupaba el lugar de Viola en la recepción, cosa que solía hacer a primera hora de la tarde, antes de ir a trabajar, asignaba a los huéspedes más jóvenes y atractivos una de las “habitaciones con vistas” en deferencia hacia él. La número 6 era una de esas, mientras que las otras nueve, que no disponían de accesorios que le permitieran observarlas, se reservaban para familias o parejas mayores o de menor atractivo físico.
Foos también mencionó que él y Donna en la actualidad estaban construyendo un rancho de dos plantas con un garaje para cuatro coches dentro de los terrenos del club de campo de Aurora, en la avenida East Cedar. Se definió como un apasionado golfista, casi siempre por debajo de los 80 golpes, mientras que su hijo adolescente, Mark, era mucho mejor y tenía potencial para ser uno de los mejores jugadores universitarios.
Mientras nos acercábamos al motel, comencé a sentirme un tanto incómodo. Me fijé en que el cartel grande situado junto a la entrada de la avenida Colfax mostraba un cartel de “Completo”.
–Eso es bueno para nosotros –Foos enfiló el coche hacia el camino de entrada al motel–. Significa que esta noche podemos cerrar con llave y nadie nos molestará de madrugada pidiendo habitación…, y en cuanto a los huéspedes, hay una campanilla y también un timbre en recepción que pueden utilizar si necesitan algo.
El timbre poseía un mecanismo para emitir un sonido amortiguado en el desván, dijo, y así, a su propio criterio, podía regresar a la oficina de inmediato si era necesario. Bajaba por la escalera del cuarto de lavado, cruzaba el aparcamiento y llegaba a la recepción del edificio más pequeño en menos de tres minutos.
Tras haber aparcado el coche junto a la oficina, Viola, que se había encargado del turno de tarde, nos saludó en la puerta. Le entregó a Foos un fajo de cartas, recibos de tarjetas de crédito y unos cuantos mensajes telefónicos, y comenzó a informarle de asuntos rutinarios, entre ellos el horario de las camareras para el resto de la semana. Estuvieron hablando delante del mostrador durante varios minutos mientras yo permanecía sentado en un sofá del rincón. Detrás de mí había una pared cubierta de pósteres enmarcados de las Montañas Rocosas y del centro de Denver, mapas de la ciudad y el Estado, y un par de placas de la Asociación Automovilística Estadounidense que daban fe de la limpieza y comodidad del motel Manor House.
Finalmente, después de darle las buenas noches a su suegra, Foos apagó una de las luces de la recepción y, tras hacerme un gesto para que lo siguiera, cerró con llave la puerta principal. Cruzamos el patio de cemento. Nos deslizamos entre algunos coches aparcados y nos dirigimos a la lavandería, ubicada en el centro del edificio principal del motel.
Detrás de los ventanales de las 21 habitaciones de huéspedes, que quedaban a nivel de calle, las cortinas estaban corridas, y solo se veía luz tras cuatro o cinco de ellas. Me llegaba el sonido de la televisión de algunos cuartos; conociendo las preferencias del anfitrión, supuse que no era muy bien recibido.
Con la ayuda de su llave maestra, abrió suavemente la puerta del lavadero, cuyas cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías donde se apilaban mantas, toallas y ropa blanca, todo bien doblado; mientras en el suelo, junto a la lavadora y la secadora, se veían cajas que contenían pastillas de jabón, botes de detergente y limpiamuebles. Al fondo del cuarto, remachada en una pared, había una escalera de madera pintada de azul con 10 peldaños paralelos redondeados.
Siguiendo sus instrucciones, y tras asentir a su advertencia de que nos mantuviéramos en silencio –cosa que me indicó llevándose el dedo a los labios–, subí la escalera detrás de él y me detuve un instante en el descansillo mientras él trepaba unos cuantos palmos más para abrir la puerta cerrada con llave que conducía al desván. Después de seguirle al interior, y de que hubiera cerrado la puerta a mi espalda, vi en la penumbra, a izquierda y derecha, unas vigas de madera inclinadas que sostenían ambos lados del tejado a dos aguas del motel; y en mitad del estrecho suelo del desván, flanqueado por vigas horizontales, había una pasarela enmoquetada de más o menos un metro de ancho que recorría el edificio de punta a punta y pasaba por encima de los techos de las 21 habitaciones de los huéspedes.
Caminé por la pasarela, unos cuantos pasos por detrás de Foos, agachado para no golpearme la cabeza contra una de las vigas transversales, y me detuve cuando Foos señaló hacia abajo, en dirección a uno de los conductos de observación alojados en el suelo, a pocos palmos de nosotros, a la derecha de la pasarela. También se veía la luz de otros conductos que quedaban un poco más lejos, aunque en estos solo se podía oír el ruido de la televisión, mientras que el conducto que estaba más cerca de nosotros se hallaba casi en silencio, y solo se escuchaba el suave murmullo de voces humanas entre el vibrato de los muelles de la cama.
Observé lo que hacía Foos y lo imité: me puse de rodillas y comencé a arrastrarme hacia la zona iluminada cercana, y acto seguido estiré el cuello al máximo para poder ver tanto como fuera posible a través del conducto (al hacerlo nuestras cabezas casi chocaron). Al final, lo que vi fue a una atractiva pareja desnuda tumbada en la cama y practicando sexo oral.
Observé durante unos minutos, y entonces Foos levantó la cabeza del conducto y me sonrió al tiempo que alzaba los pulgares. Se me acercó un poco más y me susurró que esa era la pareja de Chicago de la que me había hablado en el coche mientras volvíamos del restaurante.
A pesar de que una insistente voz dentro de mí me decía que apartara la mirada, seguí observando cómo aquella mujer esbelta le practicaba una felación a su pareja, y me aproximé para mirar más de cerca. No me fijé en que con este gesto mi corbata de seda de rayas rojas se había deslizado a través de los listones de la rejilla, y ahora colgaba en lo alto del dormitorio, a menos de dos metros de la cabeza de la mujer.
Solo advertí mi descuido cuando Gerald Foos se colocó detrás de mí y me agarró por el cuello para separarme del conducto, y a continuación, con la mano libre, apartó mi corbata de la rejilla de una manera tan veloz y silenciosa que la pareja que había abajo no vio nada, en parte porque la mujer nos daba la espalda y el hombre permanecía con los ojos cerrados, absorto en el placer.
Los ojos como platos que aparecieron en la cara de Gerald Foos reflejaron una considerable ansiedad e irritación, y, aunque no dijo nada, me sentí reprendido y avergonzado. Si mi díscola corbata hubiera delatado su escondite, podrían haberle demandado y encarcelado, y la culpa habría sido totalmente mía. Lo que pensé acto seguido fue: ¿por qué me preocupa proteger a Gerald Foos? ¿Y qué estaba yo haciendo allí arriba, de todos modos? ¿Me había convertido en cómplice de su extraño y desagradable proyecto? Cuando me hizo una seña de que saliéramos del desván, obedecí de inmediato, siguiéndole escaleras abajo hacia el cuarto de lavado, y después hacia el aparcamiento.
–Tiene que quitarse esa corbata –dijo por fin, mientras me acompañaba a mi habitación.
Asentí y le di las buenas noches.
El mirón deshonesto
En enero de 1980, Gay Talese recibió una carta en su casa de Nueva York. Apenas dos semanas después, el periodista (Nueva Jersey, 1932) se subía a un avión rumbo a Denver, Colorado, para seguir la pista o más bien la impúdica confesión que aquella epístola contenía: el propietario de un motel decía llevar más de una década espiando a los huéspedes y tomando notas sobre sus hábitos sexuales.
El celebrado autor del perfil Frank Sinatra tiene un catarro había abandonado las redacciones en 1965 para volcarse en el minucioso trabajo de investigación que sustenta su estilo. Con sus libros de no ficción El reino y el poder, sobre la historia de The New York Times, y Honrarás a tu padre, sobre los mafiosos Bonanno, amplió el aliento del llamado nuevo periodismo, esa apropiación de herramientas literarias para contar historias reales que abanderó desde primera hora.
Cuando recibió la carta del anónimo mirón, el atildado Talese llevaba un par de años llenando titulares a propósito de su investigación sobre la revolución sexual en Estados Unidos. En total pasó nueve años con La mujer del prójimo, y no de forma figurada. El trabajo de campo de aquel libro le llevó a trabajar como mánager en saunas de masaje, a visitar comunas nudistas y a hablar públicamente de sus infidelidades. Aunque en enero de 1980 La mujer del prójimo aún no había sido publicado, habían aparecido extractos y la picante polémica ya perseguía a Talese. En el último capítulo de ese libro trata de explicarse en tercera persona: “[Talese] Quería presentarse ante su público, simplemente y sin pretensiones, como un investigador concienzudo y un escritor que, aparte de su vida personal y de sus vicios, estaba trabajando en una de las historias más importantes de su vida; era una historia que describía íntimamente a mucha de la gente y de los hechos que en las últimas décadas habían influido en la redefinición de la moralidad en América”. El propietario del motel de Denver pensaba que hacía lo mismo.
Talese ha tardado 35 años en obtener el consentimiento de Gerald Foos para contar su historia con nombre y apellido. Y la edición estadounidense de El motel del voyeur en julio pasado también ha sido polémica. Esta vez no se trataba de mojigatas objeciones a su desfachatez sexual, sino de un ataque al nervio mismo de la historia y a su verdad factual. Primero surgieron dudas éticas sobre uno de los episodios descritos en el libro, en el que el voyeur presencia el estrangulamiento de una joven, sin hacer nada al respecto. Luego una investigación de The Washington Post puso en duda que aquel asesinato hubiera tenido lugar. El reportero del Post descubrió también que el voyeur había vendido el motel pocos meses después de la visita del escritor en 1980, y volvió a comprarlo ocho años más tarde. A pesar de que la mayor parte de los extractos del diario de Foos citados en el libro están fechados en los sesenta y setenta, también cubre los ochenta. ¿Fantasía presentada como verdad?
Indignado por el engaño, el viejo periodista dijo que la credibilidad del libro se había ido por el retrete. “Lo hice lo mejor que pude, pero quizá no fue suficiente”, declaró. Días después se retractaba y defendía su trabajo. Autor y editor corregirían cualquier discrepancia. A pesar del escándalo, atrapado por la historia, Steven Spielberg compró los derechos del libro para llevarlo al cine.
El mirón resultó ser poco de fiar. En su extraña e insaciable pasión por la observación, Talese creyó encontrar un distorsionado reflejo de su empeño periodístico. Un espejismo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.