Buscando al niño, a la niña, que fui
A través de la evocación de la infancia, los escritores nos invitan a reencontrarnos con la niñez
Contemplar las fotografías de la infancia de diversos escritores, de los cuales hemos leído sus narraciones sobre sus primeros años escritas en la madurez, produce un insólito resultado. Vemos al niño o niña que el escritor fue y nos sorprendemos al comprobar lo mucho que ha cambiado a lo largo del tiempo. Lo más habitual es que la imagen que guardamos de nuestros autores favoritos se circunscriba a la juventud o madurez; es más inusual asociarlos con instantáneas de sus primeros años por la vida.
Sin embargo, la evocación de la infancia ha sido, y sigue siendo, un tema recurrente en la literatura. Todos hemos sido niños o niñas, pero muchos lo hemos olvidado. Ellos decidieron no hacerlo. Un día optaron por no dejar de lado el reto de poner por escrito sus recuerdos lejanos. Así, han aparecido los años de su niñez en forma de memorias o de novelas. En general afirman que narran sus años de infancia, pero en el acto de mirar hacia atrás y plasmar lo vivido, ¿cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en sus libros?, ¿cuánto hay del niño que en verdad fueron en esos retratos escritos?.
Mohamed Chukri quien afirmó que “El ser humano no siempre es como ha empezado ni como acaba“, sabía de la dificultad de llegar a conocer la primera etapa de nuestras vidas porque “al niño ‘niño’ no lo entiende más que otro niño”. Sin embargo, volcó gran parte de su esfuerzo narrativo en contar su infancia, sin adornos ni evasivas, desde las vivencias de un niño de la calle abofeteado sin una sonrisa para él, con los recuerdos del adulto. Sus fotografías muestran a un niño guapo, de mirada franca pero algo teñida de tristeza. En la edad adulta supo ajustar cuentas con aquellos años: “Y si hoy me siento orgulloso de haber sido testigo de mi niñez, y de la de otros niños como yo, es porque intento en la mayoría de mis escritos aclarar cuánto hay de oscuro en ella”, escribió en Rostros, amores, maldiciones.
Partícipe de esa misma dificultad a la hora de plasmar la infancia, Alain Mabanckou confiesa que Mañana cumpliré veinte años ha sido el texto en el que ha logrado hacerlo de la manera más próxima. Su evocación está llena de momentos mágicos, desde la mirada del niño que descubre la hipocresía del mundo en el que vive y que llama a las cosas por su nombre sin prever los resultados que sus comentarios provocan. Pero también aprovecha este repaso para puntualizar algunas cuestiones que solo pueden importar a los adultos.
Si se navega por Internet se pude llegar a encontrar dos fotografías de la infancia del escritor, muy diferentes.
En la primera aparece un Mabanckou que posa serio a pesar de tener muy pocos años (¿cuatro, cinco?), pero es la segunda la que más llama la atención. En un bar, el joven escritor aparece flanqueado por sus padres. Los tres posan con un vaso de cerveza en la mano, los adultos con gesto de estar bebiendo, mientras un jovencísimo Mabanckou emerge en el centro con la boca abierta, la camisa desabotonada y dejando al descubierto su pecho. Es una fotografía extraña por la pose de los tres y porque parece que el niño, un tanto descarado, estaba en un bar bebiendo con sus padres.
Sin embargo, el escritor habla de esta última fotografía en su libro, aclarando que todo fue un montaje orquestado sin otra finalidad que sacarse una instantánea en un bar, y deja claro que él no bebió ni un sorbo de cerveza, a pesar de que el vaso que tiene enfrente esté comenzado.
Se trata de un ejemplo de lo fácil que se puede interpretar a partir de una fotografía, o lo lejos que se puede llegar a fabular a partir de algo que no fue real. Pero también demuestra lo que en realidad puede llegar a preocupar al adulto (recordar que la explicación la da un Mabanckou maduro que es el que escribe) frente a lo que supuso la fotografía para el Mabanckou niño, que afirma: “a veces la miro durante unos minutos y me siento contento de estar entre mis padres.”
Wole Soyinka sabía, cuando escribió Aké, que habían desaparecido las sensaciones de antes y que el retrato de su infancia sería un intento último de volver a revivirlas. Se trata de recomponer todo un entramado de recuerdos y mostrar un retablo vívido de lo acontecido, a la vez que se entra en el día a día cotidiano de una infancia que se enseña con sus preguntas constantes y su sentido del humor, descubriendo situaciones que el niño intenta comprender y del que el adulto ya tiene las respuestas. Así, nos proporcionaba la oportunidad de adentrarnos en su cultura, la yoruba, a través de su libro Aké, en el que además nos acercaba la semblanza de su madre, activista en el seno de la “Unión de Mujeres Egba”, colectivo que protestó contra el colonialismo y reclamó el derecho al voto.
Lo mismo hace Ngugi wa Thiong´o en sus Memorias de infancia, en las que, junto al despiece del difícil mundo de su infancia enfrentado al brutal colonialismo y mostrando sus variadas formas de resistencia y lucha, recompone la figura de su madre, “una mujer que pensaba y que sabía escuchar” y que además les contaba historias en torno al fuego que él escuchaba admirado. Ngugi va descubriendo su deseo interior de llegar a poder transmitir lo que comienza a vivir.
Con frecuencia, el ejercicio memorístico suele ir acompañado de algún momento (día, acontecimiento) concreto que ha supuesto una catarsis. Y en él suelen jugar un papel muy importante los primogénitos. Es, a veces, a través de ellos (aunque no solo) la manera en la que encuentran (algunos) el camino definitivo que les lleva a la escritura. Tal fue el caso de Mohamed (seudónimo bajo el cual se oculta en El escritor, Yasmina Khadra). Éste era un niño feliz y despreocupado hasta el día en el que su padre, un ex-oficial del ejército argelino, decidió ingresarlo en la Escuela de Cadetes. Se trató de una ruptura terrible en su vida, de la que ya nunca más se recuperó. La relación con su padre, un hombre al que en un principio tenía idolatrado, se resintió para siempre de esta decisión, haciendo que no volviera nunca a ser la misma. Su carácter cambió y bajo la disciplina militar, la escritura constituyó su vía de escape.
También marcó la infancia de Aminatta Forna el día en el que, con solo 10 años, abrió la puerta de su casa a unos desconocidos que se llevaron a su padre (un político sierraleonés) a quien no volvió a ver de nuevo con vida. Su primer libro, The Devil that Danced on the Water, fue el resultado de la búsqueda de su padre, mientras recordaba sus años de infancia, abruptamente detenidos.
Se trata de bucear en los días y encontrar un pedazo de lo que se fue para girar y desmenuzar los inicios de una vida. A veces, las narraciones son recuerdos sueltos pero en otras ocasiones, la memoria se estira hasta lograr sorprender. Este es el caso de uno de los escritores africanos que con más detalle (para nuestro asombro y maravilla) han escrito sobre los primeros años de su vida. Estamos hablando de Ahmadou Hampaté Bâ, de un hombre que quiso ser, ante todo, “un eterno investigador, un eterno alumno”. Pero más allá de la imagen de recto sabio que nos ha llegado, los retratos de este ser que vivió casi 100 años, nos devuelven una intensa mirada azul tras la que se ocultaba la memoria prodigiosa y la clarividencia de un ser atemporal.
Las memorias del niño fulbé que fue, nos devuelven la imagen de un mundo único, el que pobló su infancia, que el escritor nos da la oportunidad de conocer y escuchar. Sus travesuras, su círculo familiar, sus costumbres, todo se va plasmando en el libro. A veces pensamos que idealiza, que se pierde en su pasado y lo cincela a su antojo. ¿Quién sabe?. ¿Qué sabemos en realidad de unos seres que desde la infancia eran entrenados “para observar, para mirar, para escuchar” de modo que todo acontecimiento se inscribía en sus memorias “como cera virgen”?.
Los libros que nacen de la necesidad de contar la infancia tienen la capacidad de alumbrarnos, en la mayoría de los casos, sobre mundos y culturas desconocidas, sobre relaciones familiares, sobre la importancia de la niñez y sobre puntos de vista descontaminados. Al mismo tiempo, nos hacen descubrir realidades con los ojos del niño, el cual se inicia al igual que nosotros en ese universo, pero también en el irracional mundo adulto dinamitando nuestra mirada oxidada. Son una oportunidad, además, de recordar al niño o niña que fuimos y traer de nuevo su manera de contemplar lo que nos rodea como si fuera una aventura, y de seguir soñando, como escribe Ngugi wa Thiong´o, “incluso en tiempos de guerra”.
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