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'Phono sapiens', enganchados al móvil

ilustración de sr. garcía
Javier Salas

DE PRONTO, la pequeña mano de mi hija, que aún no había cumplido dos años, golpeó con rabia mi teléfono. No recuerdo si tecleaba un e-mail de trabajo o un tuit irrelevante, pero no noté que se acercaba con sus pasos inseguros hasta que le dio un manotazo al móvil, mirándolo con furia. Había hecho una torre con piezas de madera y ese cacharro se interponía entre su creación y el aplauso de su padre. En ese instante, me atravesó un sentimiento de culpa, de bochorno. ¿Cómo he sido capaz? ¿En qué momento he perdido el norte? Desde entonces, me propuse hacer dieta de smartphone estando en familia, una dieta que he observado con el rigor que imaginan. Seguramente, casi cualquiera de los 2.000 millones de usuarios de móviles que hay en el planeta puede contar una anécdota similar, donde la víctima de la falta de atención sea uno mismo o su pareja, un padre, los colegas de clase o hasta el jefe.

Hace poco, la revista médica ‘The lancet’ definió la ‘whatsappitis’: una dolencia en muñecas y pulgares.

Nos llegan noticias de países que instalan señales luminosas en el suelo para evitar los atropellos y las caídas a los andenes de los usuarios de móviles que andan mirando hacia la pantallita. Problemas de cuello por doblarlo hacia el aparato e incluso una nueva dolencia en muñecas y pulgares, reseñada en la revista médica The Lancet como whatsappitis. Otros trabajos muestran que cada vez ejercitamos menos la memoria, que los jóvenes están perdiendo atención, que ya no sabemos orientarnos porque nos dejamos en manos de Google Maps. Que nos llevamos el aparato a la cama y, con sus luces, torturamos al cerebro perjudicando el ciclo natural del sueño. Pero, más allá de las noticias, ¿estamos enganchados al móvil? ¿Son solo problemas personales puntuales o nos está afectando como sociedad?

Hablar de un adicto al móvil es un asunto muy controvertido. En la última versión del reconocido DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, no se ha admitido como trastorno la adicción a Internet, menos aún la del teléfono inteligente, a pesar de que existen profesionales que lo diagnostican y lo tratan.

2. 000 millones de usuarios en el mundo están conectados a Internet a través del teléfono móvil.

“Todavía no podemos hablar de adicción, que se limita a las sustancias químicas, con la única excepción del juego con apuestas”, puntualiza Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Algunos especialistas sortean este problema terminológico hablando de uso abusivo, que se definiría por la pérdida del control sobre la conducta, con consecuencias indeseadas graves. “Para mí, esa es la prueba del algodón de un problema de carácter psicopatológico”, resume Echeburúa, que es de quienes creen que es “indudable” que hay un uso inadecuado que a veces reclama que intervengan los especialistas. Reconoce que no hay suficiente investigación en este campo como para hablar de porcentajes de población afectada, ya que los estudios hasta ahora no abarcan grandes muestras ni cuentan con definiciones consensuadas del problema. “Empezamos a ver abuso tanto en adultos como en jóvenes, pero nos centramos más en estos porque preocupa que no tienen un desarrollo cerebral, emocional y vital completo”. “Con una vida inestable, en formación, hay más riesgo”, señala el catedrático.

Los estudios que tratan de identificar la gravedad y el tamaño del problema hablan de cuadros de ansiedad en estudiantes que pasan horas y horas atrapados por la atención del cacharro. De adolescentes con síntomas depresivos cuando se les veta el acceso a su mundo digital. De jóvenes que abandonan sus estudios y cuya dependencia psicológica hacia el aparato provoca deterioro familiar. De problemas de agresión, fobia, trastornos del sueño, soledad y aislamiento social. En la revista pediátrica JAMA, de la Asociación Médica de EE UU, se publicó hace poco un estudio que alertaba de los trastornos de sueño que provoca el hábito de casi todos los adolescentes de dormir junto al móvil sin desconectar: insomnio, trastornos alimenticios, bajas defensas. Muchos de estos estudios se hacen en Asia, donde la tecnología tiene una presencia más intensa. Como en España, que está a la cabeza en cuota de penetración de smartphones en el mundo: gracias a la predisposición de la gente y a una política comercial muy favorable, casi 9 de cada 10 móviles españoles son inteligentes. Y en España se ha realizado alguno de los estudios sobre este problema, como el publicado este verano y centrado en alumnos de la ESO de Barcelona, que atribuía uso problemático de Internet al 13,6% de la muestra y al 2,4% respecto del smartphone. En este trabajo participó Xavier Carbonell, de la Universitat Ramon Llull, especialista en este asunto, pero muy escéptico sobre la prisa que tenemos por señalar adicciones. “Es imposible ser adicto a un aparato, solo a una conducta, como el juego patológico: lo que pasa con los smartphones es que la conducta es más accesible y así el refuerzo se produce antes”, asegura Carbonell. Y desarrolla una metáfora para explicarse: “Puedes consumir heroína por la nariz o en vena. Si te la pinchas, el refuerzo es más intenso, pero el problema no está en la jeringa”. Muchos de los casos graves que se están encontrando en las consultas tienen que ver con jóvenes que se pinchan apuestas online con el móvil. Carbonell es crítico con el papel desempeñado por los medios en la difusión de supuestas adicciones. Pero sí reconoce que hay que tomar “medidas higiénicas y de psicoeducación” para aprender a usar bien los móviles dentro de unas pautas saludables. Y señala una paradoja importante: la misma sociedad que reprocha el exceso de pantallas es la que nos empuja a usarlas. Y cita una vivencia que le contó un alumno: “Cuando estoy con mi madre, me echa en cara que pase todo el rato atendiendo el móvil. Cuando estoy fuera de casa, enseguida se alarma si tardo en responder a sus mensajes”.

El grado de empatía entre universitarios ha caído por la pérdida del contacto cara a cara.

Conviene recurrir a la psicología social para dar contexto. Cada nueva tecnología, desde la imprenta hasta la televisión, ha generado un rechazo previo que tiende a considerar un trastorno el cambio de hábitos que genera. Es gracioso observar ahora que ya se empezaba a agitar el miedo de la adicción a los móviles (incluso en estudios científicos) hace una década, cuando los rocosos Nokia solo servían para mandar SMS. ¿Quién se cree que aquellos ladrillos pudieran crear adicción? Hasta Sócrates consideraba la escritura un hábito malsano porque debilitaba la memoria y el pensamiento. El Quijote se reía de los trastornos que podía provocar el exceso de lectura, del mismo modo que la serie británica Black Mirror nos advierte de las distopías que podrían estar descargándose desde nuestros dispositivos. Pero también es cierto que, a lo largo de la historia, muy pocas veces hemos estado tan apegados a un objeto. Concentra innumerables fuentes de ocio, de placer, de obligaciones laborales y sociales. Es una versión reducida de nosotros, de nuestras relaciones y aspiraciones. Proyectamos tal atención sobre el aparato que llegamos a sentir que vibra en nuestro bolsillo. Varios estudios han analizado cómo respondemos a la privación del móvil: cuando se nos encomienda una tarea y el móvil está recibiendo notificaciones sin que podamos consultarlas, somos incapaces de concentrarnos en condiciones por culpa de la ansiedad que nos provoca, e incluso se han descrito síntomas de hiperactividad. Es normal, dado que el 90% no nos separamos del dispositivo más de un metro en todo el día. El tic de nuestra era es desbloquear el móvil sin motivo: lo hacemos entre 80 y 150 veces al día, cada muy pocos minutos. En los semáforos, ya nadie se hurga la nariz: miramos el móvil para ver si hay alguna novedad desde la anterior parada. No hace falta que nos implanten un chip, como en las pelis futuristas, porque somos cíborgs baratos: ya nos encargamos nosotros de no separarnos del chip sin necesidad de intervención para clavarlo bajo la piel.

El tic de nuestra era es desbloquear el móvil: lo hacemos de 80 a 150 veces al día.

Poco después del manotazo de mi hija, The New York Times publicó un revelador artículo de Sherry Turkle, investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT): era un alivio saber que hay especialistas dedicados a analizar cómo está afectando el abuso de móviles en aspectos menos tangibles que un episodio de ansiedad, pero quizá más permanentes. El artículo de Turkle era un resumen de su último libro, En defensa de la conversación, que acaba de publicarse (disponible en España en febrero de 2017, editado por Ático de los Libros) y que es una llamada de atención tras tres décadas empleadas en conocer cómo nos afecta la tecnología, reseñando investigaciones propias y ajenas: “El más inquietante para mí es el estudio que mostraba una caída del 40% en la empatía entre los estudiantes universitarios en los últimos 20 años, medida con pruebas psicológicas estándar; una disminución que sus autores atribuían a que tienen menos contacto directo cara a cara los unos con los otros”, escribe Turkle. En el libro se plantea la importancia de ese contacto entre los humanos para desarrollarnos en plenitud, algo esencial en el crecimiento de los menores. En sus trabajos, la investigadora del MIT descubre que los chavales que más tiempo dedican a sus móviles han perdido capacidad de empatizar porque no reconocen los matices en la cara de una persona: los sentimientos nos hacen mostrar en el rostro una riqueza de expresiones que algunos adolescentes ya no saben descifrar. La buena noticia es que estos mismos jóvenes recuperan esa capacidad innata después de un campamento sin móviles. Ya sabemos lo malo que es para el desarrollo de los niños crecer sin que se les hable a la cara, sin escuchar permanentemente voces que les apelan, que les llenan el cerebro de expresiones faciales y orales. Y también relata cómo está perjudicando a las relaciones personales, acostumbrados a mantener conversaciones de baja intensidad mientras toqueteamos el smartphone, por culpa del multitasking. El silencio incómodo que obligaba a pensar qué decir a un desconocido está a punto de desaparecer para siempre de nuestras vidas: basta con sacar el móvil. Según Turkle, vivimos en un tiempo paradójico: “Tratamos a las máquinas casi como si fueran humanas y desarrollamos hábitos que nos hacen tratar a los seres humanos casi como máquinas. Regularmente ponemos a las personas en pausa en medio de una conversación con el fin de revisar nuestros teléfonos. Y cuando charlamos con individuos que no nos prestan atención, es una especie de preparación para hablar con máquinas que no comprenden. Como la gente nos da menos, hablar con las máquinas no parece tanta pérdida”.

Según el CIS, el 90% de los españoles usan este dispositivo que ha cambiado la vida cotidiana del país para el 46% de los encuestados. El año pasado se convirtió por fin en el principal modo de acceso a Internet en España. Y generalmente lo hacemos por medio de las 30 aplicaciones que tenemos de media en nuestros smart­phones, según el último informe de la Fundación Telefónica.

¿Qué hacen estas apps por nosotros y qué nos obligan a hacer? Al margen del beneficio que obtienen de nuestros datos, la economía de la atención diseña estas herramientas para reclamar nuestro tiempo con trucos de tragaperras. Cada vez que miramos el móvil se está produciendo un fenómeno muy conocido en psicología denominado refuerzo intermitente. “Hay experimentos en ratas que nos muestran cómo funciona. Si cada vez que aprietan una palanquita reciben comida, se produce el refuerzo de ese comportamiento. Así, cada vez que se encuentren una palanca, se sentirán impelidas a presionarla de manera automática, sin capacidad para modificar el comportamiento”, explica Helena Matute, catedrática de Psicología Experimental de la Universidad de Deusto. “Si se introduce el azar y no sabemos exactamente qué sorpresa vamos a recibir, el refuerzo es mucho mayor. Eso engancha todavía más. Es lo que sucede con las tragaperras”. Y es exactamente el principio en el que se basa el vicio del móvil: cada vez que lo miramos hay algo. Puede ser bueno (un me gusta) o mejor (que te haya pedido amistad alguien que te interesa). Cada vez que entramos en una app estamos tirando de la palanca para ver qué nos toca: un e-mail de trabajo, un chiste simpático en Twitter, una foto de la persona que nos atrae en Snapchat. Como dicen los especialistas, ya no se trata de ganar, sino de seguir en la “zona de la máquina”, una especie de vórtice que nos atrapa en un bucle hipnótico sin fin. Así es como nos enganchamos al móvil, con el mismo truco que activa la ludopatía: incluso con el sonido de las notificaciones, como antaño las máquinas de juego, que son un condicionamiento digno del perro de Pávlov.

“El ‘smartphone’ ha desdibujado la frontera entre ocio y trabajo”.

“Es comida basura tecnológica”, resume Tristan Harris, un extrabajador de Google embarcado en la misión de romper el círculo vicioso de la economía de la atención. Harris ha lanzado la iniciativa Tiempo Bien Empleado (Time Well Spent) para que los desarrolladores de aplicaciones dejen de “aprovechar las vulnerabilidades psicológicas de la gente”. ¿Cuántas veces cogemos el móvil para hacer una cosa útil y cuando lo soltamos ha pasado media hora y no hemos hecho lo que íbamos a realizar? Cada vez que tiramos de la palanca en Facebook perdemos 20 minutos, pero las monedas caen en la bandeja de Mark Zuckerberg. Esa es precisamente la función primordial de todas las aplicaciones, retenernos en contra de nuestra voluntad para ganar dinero, y Harris niega que se trate de una responsabilidad personal, cuando “hay mil personas al otro lado dedicadas a quebrarnos la voluntad”. Su objetivo: que los programadores firmen una especie de juramento hipocrático que les obligue a dejar de usar trucos de psicología para manipular a la gente.

“Hacemos muchas cosas con el móvil, pero este también nos obliga a realizar muchas más. La tecnología nunca es neutra”, resume Amparo Lasén, socióloga de la Universidad Complutense que trabaja en cómo las nuevas tecnologías influyen en los afectos y las relaciones. “Se ha generado un apego porque lo necesitamos. Si nos genera ansiedad dejarlo en casa es porque nuestra madre nos puede llamar o porque es fundamental para nuestro trabajo”, añade. Hay un reproche social por estar todo el día conectados, pero es bastante común recibir un e-mail de trabajo a las diez de la noche de un domingo. Y lo que es peor: un 25% de los españoles reconocen usar WhatsApp para cuestiones laborales, según un CIS reciente. Con la doble confirmación azul de esta aplicación es más difícil ignorar una ocurrencia extemporánea del jefe. “Mucho del estrés extremo, del que provoca incluso muertes por trabajo, está causado por los móviles”, advierte Carbonell. La oleada de suicidios provocados por la presión empresarial ha obligado a plantear el “derecho a la desconexión digital” en la contestada reforma laboral francesa. Además, en muchas empresas es fundamental que los trabajadores sean habilidosos en redes sociales o que cuenten con una legión de seguidores para vampirizarla. Según Lasén, “se ha desdibujado por completo la frontera entre ocio y trabajo”. Y el móvil es el pasapurés en el que se prepara esa papilla.

Nueve de cada diez españoles con 'smartphone' no se alejan de sus teléfonos más de un metro en todo el día.

Eric Schmidt, de Google, expresó su propia preocupación al señalar que ya ni en los aviones podía leer tranquilo porque ahora tienen wifi. “­Schmidt hizo este comentario al mismo tiempo que promocionaba su libro, que celebra, incluso en su subtítulo, cómo la tecnología va a remodelar a la gente”, critica Turkle. Las ideas de Harris de respetar el tiempo y la atención de los usuarios no cuajaron en las plantas nobles del buscador cuando se las planteó a sus jefes. Por eso, Turkle insiste en su libro: “Ten presente el poder de tu teléfono. No es un accesorio. Es un dispositivo psicológicamente poderoso que cambia no solo lo que haces, sino quién eres”. Hace una década, Steve Jobs aseguró que ese aparato que blandía, el iPhone, iba a cambiarnos para siempre. Pienso en que tenía mucha razón mientras consulto la app de la guardería para saber si mi hija ha dormido siesta. Cuando no la duerme es más probable que se ponga como una fiera. Es importante que lo mire.

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Sobre la firma

Javier Salas
Jefe de sección de Ciencia, Tecnología y Salud y Bienestar. Cofundador de MATERIA, sección de ciencia de EL PAÍS, ejerce como periodista desde 2006. Antes, trabajó en Informativos Telecinco y el diario Público. En 2021 recibió el Premio Ortega y Gasset.

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