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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Carne

Crecí en una Europa en la que las vacas vivían cuerdas y teníamos la carne argentina instalada en el deseo

Una vaca pasta en una granja de Chascomus, provincia de Buenos Aires.
Una vaca pasta en una granja de Chascomus, provincia de Buenos Aires. REUTERS

Crecí en una Europa en la que las vacas vivían cuerdas y teníamos la carne argentina instalada en el deseo. Era nuestro mito, real pero casi inalcanzable. También eran otros tiempos. Apenas sabíamos nada de las reses de la pampa —muchos hablaban de ellas pero nadie las vendía— y en nuestro micro universo culinario madrileño muy pocos sabían de los angus premium de Oregón y, menos aún, de un animal llamado wagyu. Apenas empezábamos a descubrir las razas que nos daban identidad: la pirenaica, la rubia gallega, la tudanca, el retinto... En nuestro antiguo Madrid la carne se administraba a golpe de chuletones servidos en los asadores vascos. Muchos eran de jugadores de pelota vasca que llegaron a la capital al calor del Jai Alai o el Frontón Madrid y acabaron quedándose. Entre ellos, los hermanos Ansorena; Miguel en el Frontón y su hermano Rafael poco después en el Ansorena.

Miguel fue el primero que me habló de la maduración de la carne, recién abierto el nuevo Asador Frontón (debe andar por las bodas de plata). Me llevó a las cámaras frigoríficas para explicarme el proceso. Eran cámaras de aire, para evitar la humedad, reguladas en torno a cero grados centígrados, donde dejaban los lomos alrededor de 30 días, hasta que perdía el rigor mortis y se eliminaban los ácidos lácticos que invaden los músculos tras la muerte. La carne era mucho más tierna y jugosa, aunque el proceso provocaba una pérdida de agua que implicaba una mengua nada desdeñable en el peso final. El proceso era más empírico que otra cosa y el estado de maduración de los lomos se calibraba a dedo: se presionaba el centro del corte con el pulgar y si entraba con facilidad y no salía mojado, el lomo estaba listo para el servicio. Era antes de que llegaran las vacas locas y en el Frontón trabajaban con reses de ocho, 10 y hasta 12 años.

La encefalopatía espongiforme lo cambió todo. Solo en Gran Bretaña se sacrificaron dos millones de cabezas de ganado y la industria cárnica, empujada por las leyes comunitarias, recondujo el consumo hacia reses con menos de cuatro años. España empezó a comer mayoritariamente vaca danesa y alemana y se consolidaron las importaciones de Argentina, Brasil y Uruguay. La pampa se instaló entre nosotros con ganado de menor edad pero en ocasiones más sabroso: se movía libremente por la pampa y se alimentaba con pasto. Sucedió antes de que el campo argentino se transformara en sembrío de soja.

En eso llegaron José Gordon y El Capricho a Jiménez de Jamuz, un minúsculo pueblo de León, para volver la vista al pasado y devolver al mundo la cruzada de la carne a la antigua. Rastreó y recuperó bueyes y vacas descomunales que aun trabajaban en campos y playas casi olvidados de Galicia y el norte de Portugal, los agrupó en una finca y empezó a servir los lomos, chuleta a chuleta, en sus parrillas. Curaba las patas durante dos años, consiguiendo cecinas increíbles, y se arreglaba como podía con el resto del animal. La cecina es una chacina tradicional en León y viene a ser como un jamón de vaca largamente curado, aunque también puede ser de caballo, burro o cabra. La de El Capricho, cruzada por los hilos de grasa que entreveran la musculatura de las reses de trabajo, es una joya chacinera.

Las maduraciones se hicieron más largas en El Capricho, para domesticar músculos más formados y en ocasiones llegaban a los 80 días. Superados los tres meses se notaba la textura pastosa de las carnes pasadas. 10 años después la nueva ola culinaria ha elevado las maduraciones a la categoría de concurso sin límites. No importa que se aplique en animales jóvenes que apenas precisan de tres o cuatro semanas para mostrar lo que realmente ofrecen. Hay quien llega al año de maduración apoyado en alardes técnicos y quien consigue alargarlo hasta tres. Cuanto más tiempo pasa más agua pierde la carne y más seca llega a la mesa, acercándose progresivamente a la cecina que prepara José Gordón en El Capricho. Sacrifican la textura natural, la ternura y el sabor a favor de la desmesura, un récord bizarro y unos precios sin sentido.

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