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MIRADOR
Columna
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La parca

No logramos evitar rodear a la muerte de valores simbólicos, lecturas trascendentes y conclusiones tremebundas

Javier Sampedro
"Las edades y la muerte" del pintor alemán Hans Baldung "Grien".
"Las edades y la muerte" del pintor alemán Hans Baldung "Grien".

Eso de que la muerte nos iguala a todos puede ser un buen recurso para cantautores, pero no aguanta ni un soplo de escrutinio crítico. Las muertes de Sócrates o Alejandro Magno llevan milenios sin perder interés. Hay muertes que merecen una esquela, otras que dan para un obituario; hay muertes como la de Barberá que abren un día el periódico, y otras como la de Castro que mesmerizan la atención pública durante semanas y quinquenios. Las hay con legítimas interpretaciones políticas y las hay con un grotesco simulacro de ellas. La inmensa mayoría de nosotros moriremos de una forma tan anónima, trivial y ordinaria como la hoja de un roble bajo el viento de noviembre.

Lejos de igualarnos, la muerte no hace más que acabar de rematar el delito de inequidad que ya sufrimos en vida.

Los psicólogos suelen decir que nuestras sociedades no han aprendido a convivir con la muerte, y tienen mucha razón. La muerte es tan consustancial a la vida como lo pueda ser un fenómeno biológico, pero no logramos evitar rodearla de valores simbólicos, lecturas trascendentes, conclusiones tremebundas. No creo que hayamos divergido mucho de los neandertales en ese aspecto. Y es perfectamente posible que los neandertales también soñaran con la inmortalidad. Al fin y al cabo cuidaban a sus enfermos y enterraban a sus muertos, contra toda lógica económica, al menos hasta donde podamos imaginar en qué consistiría la economía neandertal.

El sueño de la inmortalidad, sin embargo, tiene en nuestros días un ángulo científico y tecnológico, y ahí sí que hemos progresado desde nuestros antepasados homínidos. Supongamos, por ejemplo, que se cumpla el gran objetivo de la medicina regenerativa, que es fabricar células, tejidos y órganos de repuesto para sustituir a los que se han dañado por enfermedad, accidente o mera y simple vejez. De ser así, no habría forma de morirse, ¿no es cierto? Se te fastidia el hígado y te ponen uno nuevo. Se te enrancia el cerebro, y te inyectan poco a poco neuronas nuevas que vayan reemplazando a las rancias respetando los circuitos sinápticos a los que tú llamas yo. Algún día las cremas antiarrugas estarán hechas de verdad de células madre con tu propio genoma que rejuvenezcan tu piel sin necesidad de hacerse una boca de pez a lo Nicole Kidman, que cuesta una pasta y queda horrible. Algún día.

Entre tanto hay una versión mortal de la inmortalidad que merece la pena estudiar a fondo: la ciencia de retrasar el envejecimiento, de forma que vivamos una vida larga y saludable y luego nos muramos de una maldita vez. A esa me apunto.

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