Magna Marilú
Me quedo mucho tiempo aferrada a ese sitio al que no tengo cómo retornar, huyendo minuciosamente del ruido de la vida


Cómo se cuenta esto (y sobre todo: para qué): una mujer sale al escenario, da un paso, dos, tres, apoya la mano izquierda sobre una mesa, respira. Yo, fila 10, butaca 21, la oigo respirar. Y siento que los pulmones me queman. Yo, que nunca lloro, siento que voy a llorar. Es domingo, son las siete de la tarde. Estoy en Buenos Aires, en un teatro donde la actriz argentina Marilú Marini interpreta Todas las canciones de amor. La obra cuenta un día en la vida de una mujer que espera a su hijo al que no ve desde hace tres años. El hijo regresa desde Nueva York, donde vive. Y, sin decir todavía una palabra, esa mujer acaba de empujarme con la brutalidad de un zarpazo al otro lado del espejo. De ahí en más, ella: el poder de destrucción de una guadaña, la convicción de una hoz, la severidad de un clavo, la levedad del agua. No una actriz sino algo llegado del espacio exterior que produce reverencia y miedo y necesidad de redención. No una mujer sino un vehículo que oficia una misa bestial, mutando de señora pícara a esposa astuta a madre aterradora y aterrada. No sé quién soy mientras eso sucede. No sé quién soy cuando ella y el actor que interpreta a su hijo cantan una canción, Te quiero, de José Luis Perales, que suena enrarecida, despojada de todo su sentido, y produce un horrible error de paralaje que se derrama sobre los restos de amor y oscuridad y deseo y congoja que laten entre estertores sobre el escenario. Salgo muda. Aturdida. Como si me hubieran expulsado del paraíso a golpes. ¿Qué fue eso? ¿Un despertar, una forma de la desesperación? Me quedo mucho tiempo aferrada a ese sitio al que no tengo cómo retornar, huyendo minuciosamente del ruido de la vida. Después el lunes. El martes. El miércoles. El regreso al mundo como un animal que vuelve de una muerte exquisita. Y aquí estoy. Contando sin saber por qué. Ni cómo.
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