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Tribuna
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Libertad de movimientos

El Tratado de Maastricht convirtió en 1993 a los ciudadanos de los países miembros en ciudadanos de la Unión

Edgar Schuler
El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, junto a la primera ministra británica, Theresa May.
El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, junto a la primera ministra británica, Theresa May.YVES HERMAN (REUTERS)

Visto desde la perspectiva actual resulta increíble: en el siglo XVIII, la rebelde y minúscula ciudad de Zúrich no permitía que se estableciera dentro de sus muros ni siquiera un campesino de un pueblo cercano. Las ciudades vigilaban celosamente los privilegios de sus vecinos… y, en consonancia con ello, nunca dejaban de ser pequeñas e insignificantes. Hicieron falta los soldados de Napoleón y, más adelante, políticos ilustrados para imponer la libre circulación de personas dentro de las fronteras suizas. Ese proceso, que sufrió frecuentes reveses, duró en total dos siglos. Hizo falta incluso una guerra civil, además de la intervención militar francesa. La recompensa fue, y sigue siendo, un florecimiento económico que no se debe solo a la libertad de movimientos dentro de sus fronteras de que disfruta Suiza, pero desde luego también a ella.

En otros países fue igualmente preciso luchar para conquistar el derecho a buscar en libertad la propia felicidad allí donde las oportunidades sean mejores dentro del Estado-nación. Luchas que fueron largas, duras y con frecuencia sangrientas. Hoy, la Unión Europea pugna por lograr que los ciudadanos de los países que la componen sean libres de establecerse libremente dentro de sus fronteras, incomparablemente más amplias. Para una mayoría de británicos ese fue el argumento decisivo para votar contra la UE y a favor del Brexit. Boris Johnson, Marine Le Pen, Geert Wilders, Frauke Petry y el resto de los populistas de Europa equiparan la UE a la migración incontrolada y a la pérdida de privilegios de la población nativa de sus respectivos países. También la izquierda tiene sus problemas con el concepto, que considera equivalente al de capitalismo sin fronteras.

Quienes toman las decisiones en la UE, sin embargo, sostienen contra viento y marea el principio de la libertad de circulación. Quien quiera estar entre nosotros, y beneficiarse de ello, afirman una y otra vez Jean-Claude Juncker y Angela Merkel, tiene que salvaguardar el acceso sin trabas a su mercado de trabajo de todos los ciudadanos de la UE. Ni hablar de libre mercado si no se acompaña de la libertad de las personas para establecerse allí donde deseen. Y esto también rige para los países no miembros que quieran participar de su mercado común, trátese de Suiza o, pronto, de Reino Unido.

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Los arquitectos de la UE subestimaron las enormes distancias en el bienestar económico de los países miembros

La UE corre el riesgo de romperse por estas contradicciones. Los críticos más ásperos de la Unión están convencidos de que el Brexit fue el principio del fin. Muchos se han sorprendido de la virulencia con la que la polémica sobre la libertad de movimiento divide hoy a la Unión. Pero lo que de verdad sorprende es que esa reacción se produzca ahora.

Junto con el euro y la libre circulación de bienes, servicios y capitales, la libertad de circulación de las personas es el fruto de la dinámica que desencadenó la caída del muro de Berlín en 1989. Los entonces presidente de Francia y canciller de Alemania, François Mitterrand y Helmut Kohl, bosquejaron en aquel momento la hoja de ruta para alcanzar una unión cada vez más estrecha en Europa. El Tratado de Maastricht convirtió en 1993 a los ciudadanos de los países miembros en ciudadanos de la Unión, unos ciudadanos que tenían derecho a establecerse en cualquier lugar de la UE.

Sin embargo, los arquitectos de la Unión subestimaron problemas que en realidad eran bien evidentes desde el primer momento: las enormes distancias en el bienestar económico de los países miembros, las diferencias en la construcción de sus respectivos Estados de bienestar y los recelos —tan fáciles de explotar— ante la pérdida de privilegios.

A diferencia de lo que ocurrió en la Suiza del siglo XIX, hoy no cabe contar con que en Europa se llegue a las manos en nombre de la libre circulación de personas. Pero la larga y dolorosa historia del concepto en Suiza enseña una cosa: introducirlo requiere algo más que la solemne firma de un tratado. La libertad de los ciudadanos para establecerse donde deseen dentro de una construcción tan compleja como la UE requiere tiempo. También requiere reglas para que los sistemas económicos y sociales de cada país sean capaces de manejar de forma razonable la inmigración y la emigración. Pero invertir en esto merece la pena. Porque las libertades de mercado y de circulación de las personas tienen el potencial de superar el estancamiento económico.

Edgar Schuler es jefe de la sección de Contexto y Debate en el Tages-Anzeiger de Zúrich.

Traducción de Jesús Alborés Rey.

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