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Tribuna
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El carro de heno

Ante la inminente clausura de la exposición sobre El Bosco en el museo del Prado, el autor se coloca en la piel del pintor y reflexiona sobre el significado de lo misterioso, lo deforme y lo maldito en su obra

Gustavo Martín Garzo
RAQUEL MARIN

Se dice que no he amado a los hombres, que mi obra nace del disgusto que me provocan sus apetitos, sus ansias de poder, su insaciable egoísmo. Se dice que en mis cuadros sólo hay fealdad y locura, que fui un pintor excéntrico y visionario, obsesionado con ese infierno que a casi todos aguarda a causa de los pecados. Mas se olvida que en aquel tiempo solo se pensaba en la muerte. Era normal casarse a los catorce años, tener hijos inmediatamente y morir antes de cumplir los treinta. Una vida corta y no muy feliz así era la vida de casi todos. Y con la muerte llegaba el juicio, y te esperaban el infierno o el purgatorio o, con un poco de suerte, el cielo. Se vivía en mundo lleno de demonios y ángeles, y mis cuadros debían servir para hacer ver a hombres y mujeres los peligros que corrían si abandonaban la senda de la doctrina cristiana.

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Se dice que pocos han pintado infiernos más temibles que los míos. Dragones, culebras, peces y escuerzos, se mezclan en ellos con guerreros y soldados torturadores, con flechas, ollas y trompetas, con fogatas y ruinas. Animales y hombres se confunden entre sus llamas dando lugar a criaturas repugnantes que simbolizan las abyecciones humanas y los desvíos de la sexualidad. En mi Tríptico del Juicio Final, algunos cuerpos son mordidos por serpientes, otros se abrasan en hornos. Un demonio femenino con patas de ave cocina a un desdichado a fuego lento junto a dos huevos blancos. Pero esa criatura con un embudo en la cabeza, el enano con sombrero rojo y cola de lagarto, la cabeza con piernas que lleva un naipe en la boca, los hombres ruedas, la monja que cocina cuerpos humanos, ¿acaso no son como las criaturas que en las ferias nos consuelan con sus risas de las miserias de la vida? Aún más, ¿no hay en esas obscenidades y locuras algo que nos obliga a prestarles atención?

No me hice famoso por defender ante los hombres la doctrina cristiana, sino porque me transformé en su bufón. Así fue como mi nombre no tardó en ser conocido en las cortes de Europa. Los príncipes pagaban grandes sumas por mis cuadros, y se formaban colas interminables para contemplarlos. Querían que les mostrara ese carro de heno que nunca se agota, que les hablara del cuerpo que lo roba, que lo esconde entre las ropas, de esa belleza inexplicable que hay en todo lo condenado: el sexo, las pasiones, los sueños.

¿Habéis visto cómo en las catástrofes los niños siempre encuentran la manera de entregarse a sus juegos y así unos dan en bañarse en las calles que el agua inunda, otros en deslizarse por los tejados hundidos por el peso de la nieve, y otros más en levantar sus moradas entre las vigas de la ciudad destruida por las guerras? ¿Les habéis visto jugar con los objetos que flotan en el agua, buscar en los campos de batalla las armas de los soldados muertos, jugar en las ramas del árbol en el que ayer mismo alguien se ahorcó? Yo era como ellos, mi reino eran las ruinas del corazón humano. El árbol del ahorcado donde juegan los niños, eso es toda mi obra.

No era un rebelde, nunca lo fui. Creía que la pintura debía transmitir un mensaje moral

No era un rebelde, nunca lo fui. Creía que la pintura debía transmitir un mensaje moral, advertir de los peligros que acechan al alma que renuncia a la pureza. Sé que muchos opinaban que estaba loco, que en mis monstruos y quimeras alimentaban extrañas herejías que hacían del cuerpo y de los excesos su única razón de ser. Pero yo no era distinto a los miniaturistas que adornaban los libros de los códices, los salterios y los libros de horas con todo tipo de criaturas extrañas, e incluso en mis cuadros más queridos, los que contienen las imágenes de mi devoción, no podía evitar introducir ese mundo de lo deforme y maldito. Y mentiría si dijera que no gozaba al hacerlo. Algo me decía mientras pintaba que no debemos abandonar prematuramente esa vida desfigurada, que saldremos ganando si no lo hacemos.

Siendo ya mayor pinté el cuadro que entre todos los míos es el que prefiero. Lo llamé La variedad del mundo, aunque a causa de su panel central, todos lo conozcan por El jardín de las delicias. Sus árboles están llenos de frutos rojos. Son los frutos del árbol de la vida por eso en el jardín todos están desnudos, todos danzan en torno a una pequeña laguna llena de muchachas que juegan. Un reino de silencio, donde se habla el lenguaje de las cosas mudas, así es mi jardín.

No están ahí nuestros recuerdos sino lo que hemos olvidado: un mundo de fuentes de ámbar y de secretos de los que no somos dueños. Es inútil que preguntéis por su significado, pues todo lo que pasa en él es indecible. Esa mujer que ofrece a su compañero un fruto rojo, ¿por qué se lo da a probar? Y los amantes que viven en el interior de una manzana ¿qué hacen? Ese ave delgadísima y el árbol que crece a su lado, ¿por qué están ahí, de quién es la pierna que asoma sobre el agua? ¿Qué hacen los grupos de jinetes o las jóvenes que se bañan en la laguna central?

Es inútil que preguntéis por el significado de mi jardín, pues todo lo que pasa en él es indecible

Cada cosa, cada criatura guarda un secreto que ni yo mismo, que todo lo pinté, podría explicar, ¿pues acaso un pintor sabe lo que hace? No, no lo sabe, pues la pintura solo nos espera en el punto en el que no nos estaba destinada, donde no era para nosotros. Somos entonces como aquellos judíos que durante el éxodo, y cuando más desesperados estaban, asistieron al milagro del maná. Estaban perdidos y hambrientos, creían que nada bueno volvería a sucederles y vieron aquellos copos blancos cayendo del cielo, y cómo en su boca se transformaban en la fuente de las delicias. Eso es lo que significa la palabra maná en su lengua: qué es. Veían caer aquella hermosura y se preguntaban qué es.

Fijaros ahora en mi jardín. ¿Acaso no veis caer los copos blancos? ¿No veis como todos quieren probarlos? Fijaros en las muchachas que hay en la laguna central. Algunas llevan frutos rojos en la frente, otras dialogan con garzas y cornejas, las de raza blanca se mezclan con naturalidad con las de raza negra. No sabemos qué hacen allí, qué esperan, se comportan como si pensaran que les basta con extender sus manos para tomar lo que quieren.

Ved ahora el círculo de los jinetes. Unos llevan huevos o peces, otros se cubren con pétalos inmensos o hacen acrobacias sobre sus monturas, que unas veces son caballos, otras dromedarios, cerdos, vacas, leones. ¿No les veis alzar las manos, adoptar todas las posturas inimaginables como esperando recoger eso que cae del cielo? Y todos los otros, los que en círculos aún más amplios reposan en la hierba, se ocultan en mejillones o vainas o se transforman en flores, qué esconden, por qué necesitan buscar los lugares más imprevistos para guardarlo? Esa muchacha, por ejemplo, que yace junto a un joven cuya cabeza es un fruto azul, ¿por qué lo mira así, qué esconde un corazón como el suyo? Qué es, qué es, oímos decir por todos los rincones del jardín, y es como si el maná siguiera cayendo en el mundo. Hemos sido expulsados del paraíso, pero a la vez permanecemos eternamente en él, es lo que nos dicen esos copos que no vemos.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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