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Bernard Pivot: "Hoy hablamos de libros, pero no de literatura"

Álex Vicente

EN UN TIEMPO no muy lejano, Bernard Pivot fue el periodista cultural más influyente de su época. Director y presentador de Apostrophes, mítico programa literario de la televisión francesa que fue mil veces copiado alrededor del mundo (con un éxito desigual), recibió cada viernes por la noche a los grandes nombres de la literatura del siglo pasado, de Vladímir Nabokov a Charles Bukowski, pasando por Marguerite Duras, Georges Simenon o hasta el Dalái Lama. De oficio, lector, que ahora reedita Trama, es un libro informal de memorias sobre aquellos años en el que Pivot lleva a cabo un largo diálogo epistolar con el historiador francés Pierre Nora.

Para recordar sus programas televisivos, Pivot abre la puerta de su domicilio, en un barrio burgués del noroeste de París. En el rellano, una falsa biblioteca que sirvió de decorado de su programa da la bienvenida al visitante. En el interior aparece una especie de pisito de soltero de la tercera edad, de un estatus innegable pero con la nevera semivacía. En él, claro está, hay libros por todas partes: en las estanterías, apilados sobre las mesas, formando montañas en el suelo. En un rincón se distingue una Pléiade completa, la lujosa colección que reúne a los grandes de la literatura universal. En otro, una vinoteca en la que se adivinan grandes caldos, su segunda gran pasión.

“Una crítica negativa nunca logrará impedir que una novela se convierta en un ‘best seller’ que venda más de 400. 000 ejemplares”.

A los 81 años, Pivot se presenta como un hombre sencillo y modesto, aunque también algo irritado. No le vuelve loco la idea de tener que fotografiarse; preferiría pasar directamente al sofá de su comedor para empezar la entrevista. Acepta a regañadientes, antes de que arranque una conversación que tampoco será del todo cómoda. Como todo entrevistador profesional, se mostrará molesto ante el fastidio de tener que sentarse en la butaca del entrevistado. Pero, a medida que corran los minutos, bajará la guardia al recordar las mil y una anécdotas que le proporcionaron aquellos más de 700 programas, además de su inesperada resurrección un cuarto de siglo después del final. En los últimos años, Pivot se ha convertido en algo parecido a una estrella en Twitter, donde ya se acerca a los 400.000 seguidores gracias a sus juegos de palabras, pequeñas poesías, citas célebres y otros saberes diversos.

¿Diría usted, como media humanidad, que el crítico literario no es más que un escritor frustrado? Ah, esa vieja tradición de llamarnos fracasados o mediocres… No negaré que en algunos casos es cierto, pero no en todos. Conozco a críticos a quienes les hubiera encantado hacerse un nombre como escritores, pero también muchos otros a los que nunca les ha interesado escribir literatura. A mí mismo, sin ir más lejos. De hecho, cuando era más joven ni siquiera me veía como crítico, sino como periodista. Solo era alguien que hacía preguntas, igual que está haciendo usted.

Asistimos a un momento de desprestigio de la crítica en todos los dominios de la cultura. Incluso el historiador de arte Benjamin Buchloh afirma que “ha perdido totalmente su función”… Claro, porque el mercado siempre acaba siendo más fuerte que la crítica. Un crítico puede orientar al mercado, pero nunca contrarrestarlo. Una crítica negativa nunca logrará impedir que una novela se convierta en un best seller que venda 400.000 ejemplares.

La crítica todavía logra lanzar las carreras de autores desconocidos y difíciles, propiciar pequeños fenómenos literarios.

Entonces, ¿el oficio de crítico se está convirtiendo en inútil? No, tampoco diría eso, porque sigue teniendo una misión importante, una función de iniciación, de aliento y de apoyo. La crítica todavía logra lanzar las carreras de autores desconocidos y difíciles, propiciar pequeños fenómenos literarios. Y otros que no son tan pequeños. Por ejemplo, piense en el caso de Michel Houellebecq, que fue lanzado por los críticos a principios de los noventa, cuando solo vendía algunos millares de ejemplares y nadie lo conocía.

Desde 2014 preside el jurado del Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas. Le hago la misma pregunta: ¿de qué sirven los premios literarios si el mercado se lo lleva todo por delante? Un premio literario tiene una función parecida: poner el acento sobre libros que merecen ser leídos y que sin ese premio seguramente pasarían desapercibidos. Mathias Énard, el escritor que ganó el Goncourt en 2015, logró vender 250.000 ejemplares de su libro Brújula. Si no se hubiera alzado con el Goncourt, no habría vendido más que 20.000 o 30.000. Los premios siempre ayudan. Se suele decir que hay demasiados, pero no creo que debamos limitarlos. En Francia hay tantos premios como variedades de queso, y me parece muy bien que sea así.

En su libro se autodefine como “francés hasta la médula”. ¿En qué consiste esa cualidad? Soy un francés muy francés. Para empezar, no tengo ni una gota de sangre extranjera. Ni alemana, ni italiana, ni española, ni siquiera judía. Nací en el interior de Francia, soy hijo de padres campesinos y me encanta un producto tan francés como el beaujolais, que se produce en la región de donde procedo. La idea de vivir en otro país nunca me ha interesado y siempre se me han dado fatal las lenguas extranjeras. Para bien o para mal, represento al espíritu francés, una ligereza y un humor que los telespectadores debieron de reconocer en mí tanto en Francia como en el extranjero.

Pivot, en su apartamento del noroeste de París, un espacio repleto de libros y grandes vinos.

¿Ser muy francés implica ser chovinista? No, yo nunca he sido chovinista. Ni siquiera en el deporte, que ya es decir. De acuerdo, prefiero que gane Francia cuando juega, pero si el otro equipo es mejor no tendré problemas en reconocerlo ni en aplaudirle. Hoy día ya no se puede ser chovinista. ¿Cómo voy a serlo si invité a decenas de escritores extranjeros a Apostrophes?

Tiene razón, aunque también se le criticó por invitar solo a autores que hablaran francés… Sí, de acuerdo, pero era una simple cuestión del medio televisivo. La traducción simultánea nunca me ha gustado, porque no se oye la voz del entrevistado. Es algo que evité casi siempre. Por ­Solzhenitsin, que no hablaba nada de francés, hicimos una excepción. Pero por un joven autor turco o chino a quien no conocía nadie, pues no…

En cualquier caso, su programa fue muy seguido en el extranjero. Se transmitía en directo en los institutos franceses de todo el mundo e incluso en la televisión local de Nueva York, con subtítulos. Existieron clubes de fans del programa, de Madrid a Tokio… Piense que era otra época. Apostrophes se emitió entre 1975 y 1990. Hoy sería imposible que sucediera algo así. Supongo que representé a la lengua y la literatura de mi país en un momento en que aún era muy admirada en el mundo. Por otra parte, era un tipo de programa que no existía en la mayoría de países. Hasta Berlusconi me citó en Milán, porque quería producir una copia de Apostrophes en Italia, pero dos días antes anuló la cita. La fiebre cultural le duró muy poco… En Francia, desde el momento en que se creó la televisión, se consideró plenamente necesario hacer un programa literario, como si fuera tan básico como el telediario. Seguramente es el único país del mundo en el que se consideró que era algo importante.

En algunos países, Apostrophes se convirtió casi en un símbolo político… Es verdad. En Polonia, como en el resto del bloque comunista, ver el programa era una forma de manifestar simpatía por un país libre, que contaba con una literatura libre. Se convirtió en una manera simbólica de resistir a la opresión comunista, o eso me han dicho. También recuerdo haber llegado a Beirut en 1995, después del fin de la guerra civil, y recibir una larga ovación, cuando yo creía que no me conocía nadie. Me explicaron que Apostrophes se había emitido a lo largo de todo el conflicto, a veces incluso mientras caían las bombas. El programa recordaba a los libaneses que su país terminaría por reencontrarse con la paz, que siempre es sinónimo de cultura y también de escritura.

Apostrophes se emitió en una época en la que los grandes escritores eran personajes públicos que intervenían sobre los asuntos de actualidad. ¿Es algo que ha cambiado? Sí, eso está desapareciendo. Hoy los escritores tienen más competidores. Nuestro tiempo busca a sus ídolos en otros campos, como el deporte, la cocina o incluso el mundo empresarial. Por otra parte, los jóvenes se interesan menos por la literatura a causa de la omnipresencia de las pantallas. Hemos entrado en una civilización de la pantalla que está sustituyendo a la de la escritura. Inevitablemente, la literatura no cuenta con el mismo público que hace 30 o 40 años. Además, existe una competencia mucho más dura entre disciplinas artísticas. Antes eso no era así.

“Me gusta la brevedad de Twitter. A mi edad, forzarse a expresar una reflexión en solo 140 caracteres supone una gimnasia mental magnífica”.

Cuando recuerda aquel tiempo, ¿siente nostalgia? Fue un periodo muy emocionante. Conté con un público de hasta tres millones de espectadores cada viernes. Me tocó vivir una gran época para la literatura, la de Duras, Yourcenar y Simenon. Y también muy buena para la televisión, en la que aún no dependíamos de las audiencias y del mercado publicitario. De hecho, yo nunca consultaba las audiencias. Alguna vez me cruzaba por el pasillo con un directivo que me decía que el programa anterior había funcionado muy bien, pero poco más. Vivir bajo la dictadura del audímetro no es agradable y tiene las consecuencias que conocemos hoy. Dicho todo esto, no me siento nostálgico en absoluto. Yo vivo en el tiempo presente.

¿Por qué dejó la televisión? Le diré la verdad: porque estaba harto. Cuando terminó mi último programa, Bouillon de culture, acababa de cumplir 65 años. Había llegado la hora de pasar página. Entendí que tal vez me quedaban 10 o 20 años por delante y me dije que quería vivirlos plenamente. Además, no deseaba que me echaran de la televisión con una patada en el culo. Intenté evitar esa humillación.

¿Cuál fue su peor invitado? Tener a Charles Bukowski completamente borracho en el plató fue un momento especialmente difícil [ingirió en directo dos botellas que Pivot le había regalado antes del programa]. Mucha gente creyó que me despedirían. Si el programa se hubiera emitido hoy, con todos los controles que existen sobre el consumo de alcohol en televisión, seguramente ya me habrían echado. También recuerdo a William Boyd, que nos había dicho que hablaba muy bien francés. Al llegar al plató, resultó tener un acento terrible y no entendía nada de lo que decía. En un momento de pánico, prometí a los espectadores que les devolvería el importe del libro si no quedaban satisfechos. Por suerte, solo recibí 10 recibos. Todos ellos de mujeres maduras escandalizadas por un capítulo un poco erótico…

¿Cuál fue su mayor logro? Tal vez entrevistar a Nabokov, que no quería venir bajo ningún concepto. Terminó poniendo dos condiciones: que acudiera a Montreux y que le mandara las preguntas antes, que es algo que nunca había hecho por nadie. Terminó aceptando, pero a condición de leer sus respuestas en antena. Era un hombre de un orgullo insuperable, que no deseaba que saliera de su boca la más mínima palabra sobre la que no hubiera reflexionado antes.

Pese a ser un ídolo de masas, también se ganó algunos enemigos. Por ejemplo, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir se negaron a acudir al programa. Por aquel entonces, Sartre era un pobre anciano rodeado de jóvenes que hablaban en su nombre. No creo que me tuviera ninguna animosidad, básicamente porque era demasiado viejo. La que sí tenía un problema conmigo era Simone de Beauvoir, porque una vez escribí una crítica muy negativa de uno de sus libros, que me pareció pésimo, y ella nunca me perdonó.

Siempre mantuvo una gran distancia respecto a sus entrevistados, en un mundillo que se suele prestar al amiguismo y la endogamia. ¿Por qué motivo? Siempre me he considerado solo un intermediario entre el autor y el espectador, ni más ni menos. Mi oficio ha consistido en hacer preguntas pertinentes a alguien que poseía un saber, que yo me encargaba de transmitir a quienes no lo tenían. En realidad, siempre me he puesto del lado del espectador y nunca del entrevistado. Intenté que el autor respondiera a las mismas curiosidades que pudiera tener cualquier lector. Una de mis reglas es que las preguntas fueran lo más cortas posibles. Y he creído que, para un periodista, las respuestas tienen que ser más importantes que las preguntas.

Mi oficio ha consistido en hacer preguntas pertinentes a alguien que poseía un saber, que yo me encargaba de transmitir a quienes no lo tenían.

Una década después del final de su último programa, ¿qué lugar diría que ocupa la cultura en los medios? Ha disminuido, pero sigue teniendo su sitio. Diría que se mantiene como puede. Está claro que no está en expansión, pero tampoco se puede decir que haya desaparecido. En Francia siguen existiendo dos o tres programas literarios. En la radio, los libros tienen una buena presencia, y sigue habiendo suplementos de ocho páginas dedicados a la actualidad literaria en los principales diarios. El problema es que hoy se habla mucho de libros, pero ya no de literatura…

¿Logra imaginar un futuro sin periodismo cultural? No lo sé. Lo que sí imagino es un futuro sin prensa escrita. Cuando voy al quiosco cada mañana, nunca veo a un solo cliente que tenga menos de 50 años. Ya casi no hay jóvenes que compren diarios. Me parece terrible, aunque existan otras formas de acceder a la información. Reconozco que es una transformación que no supe ver venir. Entre mis programas menos acertados hay uno que dediqué a Internet. La verdad es que no tengo la capacidad de visualizar el futuro. Nunca imaginé que la sociedad cambiaría tanto en solo 10 o 20 años. De hecho, la ciencia-ficción no es un género que me guste mucho…

Pese a todo lo que dice, se ha convertido en una estrella en Twitter. ¿Qué le gusta de esa red social? La brevedad que impone. Al empezar mi carrera publicando breves en Le Figaro, aprendí desde joven a escribir con gran concisión. Es algo que se me quedó para siempre. A mi edad, forzarme a expresar una reflexión, un sentimiento o un recuerdo en solo 140 caracteres supone una gimnasia mental magnífica. Además, me gusta la democratización que Twitter supone. Incluso el Papa, con su cuenta @Pontifex y sus 20 millones de seguidores, tiene que ajustarse a esos 140 caracteres. Si escribe 141, no podrá publicar su mensaje. Ni siquiera la ayuda de Jesús y los apóstoles le servirá de nada. Y ese cambio me parece formidable.

¿Por qué cree que su cuenta ha tenido tanto éxito? Muy sencillo: porque no trato a la gente como si fuera tonta. Escribo en Twitter igual que lo haría en un periódico. Intento divertir a mis seguidores, pero también quiero que aprendan algo. Me esfuerzo en no contar estupideces. La verdad es que empezó como una simple distracción, pero ahora siento bastante presión. A veces estoy a punto de escribir una tontería de mal gusto, pero la acabo desestimando. Me pesan esos 365.000 seguidores. Y a la vez sé que esa cifra no es nada. Si me comparo con Madonna o con Barack Obama, lo mío es una birria. En el fondo, sé que solo soy un hombre insignificante.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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