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Últimas palabras desde Jersey

John Luce y su esposa, retratados en el noroeste de la isla de Jersey, la zona que concentra el mayor número de hablantes de jerseyés.
Guillermo Altares

EL ESCENARIO resulta bastante insólito –un antiguo búnker alemán convertido en vivero de marisco, con un restaurante de batalla–, pero las vistas sobre el canal de la Mancha son soberbias. La isla de Jersey fue el único territorio británico ocupado por los nazis durante la II Guerra Mundial y en sus costas quedan todavía unos cuantos recuerdos de aquella presencia en forma de mazacotes de hormigón armado. Un cartel, situado junto a las mesas corridas de madera donde se come, desea “Bouon appétit” a los clientes. Este extraño francés es el jerseyés (jersiais en inglés y jèrriais en francés), la lengua de Jersey, un idioma cargado de historia y literatura que se encuentra en grave peligro de desaparición pese a que, hasta el siglo XX, era hablado por la mayoría de los 100.000 habitantes de la isla.

Según la Unesco, para que una lengua tenga garantizada su supervivencia debe contar con más de 100.000 usuarios habituales, y para que sea considerada fuera de peligro debe tener más de un millón. Sobreviven entre 1.000 y 2.000 personas que hablen el jerseyés con fluidez, la mayoría de ellas mayores de 65 años, y solo tres profesores (de los que dos se van a jubilar en los próximos meses sin que por ahora tengan suplentes). “Claro que puede extinguirse”, explica Tony Scott Warren, uno de los tres integrantes de L’Office du Jèrriais, la institución dedicada a tratar de salvar esta lengua, también conocida como el francés de Jersey, uno de los tres dialectos aislados del normando (el otro se habla en la cercana isla de Guernsey, mientras que el tercero, empleado en la isla de Aurigny, se extinguió). El jerseyés es la lengua que hablaba Guillermo el Conquistador (1028-1087), el duque de Normandía que invadió Inglaterra y se convirtió en su primer rey de origen normando.

Señal de una carretera, escrita en jerseyés.

“Durante la II Guerra Mundial fue el idioma secreto ante los nazis y tenemos el sentimiento de que es la lengua que nos liberó”, prosigue Warren. Sin embargo, durante ese periodo se produjo el punto de inflexión del que no se ha recuperado: una cuarta parte de los niños fueron evacuados a Inglaterra y cuando regresaron ya no hablaban jerseyés. Además, dejó de enseñarse en las escuelas mientras se enfrentaba a la pujanza del inglés, que en 1912 reemplazó al francés como lengua principal de la isla. Pasó a convertirse en una forma de expresión familiar, identificada con las zonas rurales. Warren no quiere entrar en el debate de si es un idioma o un dialecto –se refiere a la célebre cita de Max Weinreich: “Una lengua es un dialecto con una bandera y un ejército”–, pero explica que su tradición literaria se remonta a la Edad Media y continúa hasta ahora. El poeta normando Wace nació en Jersey en el siglo XII y fue el primero que escribió sobre el rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda. El gran escritor francés Victor Hugo, que estuvo exiliado en las islas del Canal, lo estudió y mantenía que era “un idioma rico y complejo”.

Según la unesco, para que una lengua tenga garantizada su supervivencia debe contar con más de 100. 000 hablantes.

Situada en unos locales cedidos por la Universidad de Saint Helier, en la oficina del jerseyés trabajan los dos profesores a punto de jubilarse –Warren y Colin Ireson, ambos de 66 años–, así como Geraint Jennings, de 50 años, que además de lingüista es político (actualmente ejerce como vicealcalde de la ciudad). Los tres aprendieron el idioma de mayores y dedican todos los esfuerzos imaginables a su supervivencia: dan clases para adultos y para niños en los colegios que lo solicitan, batallan para que sea lengua cooficial junto al francés y al inglés y aumente su presencia en los carteles, son muy activos en Internet a través de páginas web como esta o Les Pages Jèrriais, y Jennings ha traducido Alicia en el País de las Maravillas y mantiene una sección en su idioma en el diario local, Jersey Evening Post. Pero son conscientes de que su labor tiene algo de lucha contra molinos de viento tan poderosos como la globalización, la competencia frente al inglés y el francés, la estructura económica de la isla –basada en los servicios financieros y el turismo, dos campos en los que triunfa el idioma de la cercana Gran Bretaña– y los problemas administrativos propios. No solo les han reducido el presupuesto durante la crisis, sino que se enfrentan a una dramática carencia de profesores: no existe en toda la isla un hablante de jerseyés con formación docente y, cuando se jubilen, por lo menos durante dos años Geraint Jennings será el único enseñante en todo el territorio (unos 118 kilómetros cuadrados, un poco mayor que la isla balear de Formentera).

Geraint Jennings y Tony Scott Warren, dos de los tres integrantes de L’Office du Jèrriais, institución consagrada a la defensa del jerseyés.

En los colegios dan clases fuera del horario escolar y los niños que se apuntan pertenecen a familias comprometidas con la diversidad lingüística. Pero la única forma de retener su atención es con juegos. Al final, aprenden algunos rudimentos del idioma local, pero no a hablarlo con fluidez. También organizan charlas en un pub de Saint Helier, la capital de la isla, los miércoles por la tarde y los jueves por la mañana. Siempre que tiene tiempo, acude una mujer que, desde que se quedó viuda, no tiene nadie a quien dirigirse en su lengua materna. “Viene por el simple placer de hablarlo”, asegura Winston LeBrun, de 66 años, que casi nunca falla a la cita en el pub Adelphie. El jerseyés era el idioma de su casa y no aprendió el inglés hasta los seis años. “Es muy triste la forma en que está desapareciendo, pero en cierta medida es inevitable. La generación de mis padres no pudo estudiarlo y la que se fue durante la guerra lo olvidó”, explica LeBrun, procurador de profesión, “para lo que el jerseyés es muy útil, porque muchos contratos están en francés normando”.

“durante la ii guerra mundial, el jerseyés fue el idioma secreto ante los nazis. Fue la lengua que nos liberó”, señala el lingüista tony scott warren.

El jerseyés puede servir para ilustrar tanto la historia de Europa, mezcla de pueblos y de lenguas en constante movimiento, como la suerte que pueden correr lenguas minoritarias que, pese a los esfuerzos oficiales, los jóvenes no aprenden y poco a poco se van olvidando. El Atlas UNESCO de las lenguas del mundo en peligro, que la Organización de Naciones Unidas para la cultura publicó en 1996 y actualiza desde entonces, considera que existen 225 lenguas afectadas en Europa. El francés de Jersey entra en la categoría de “seriamente amenazado”, el tercero de cinco estadios (el siguiente es situación crítica y luego extinto). “Se trata de lenguas que hablan los abuelos y las generaciones más ancianas, que pueden ser comprendidas por la generación de los padres, pero que no la hablan ni con sus hijos ni entre ellos”, asegura la organización internacional.

Un informe del Parlamento Europeo sobre las lenguas en peligro en la Unión Europea –128 en total, incluyendo el jerseyés, porque Jersey es un territorio asociado a Reino Unido, aunque ahora mismo su relación con la UE es tan incierta como la de Londres– también podía aplicarse al caso de la isla, ya que mantiene que una de las principales causas de desaparición “es el proceso de globalización de los últimos 50 años, que ha sido acompañado por un uso predominante del inglés”. “Las lenguas menos difundidas tienen muchos problemas para rivalizar y sobrevivir a esa evolución”, agrega el documento de la eurocámara.

Monumento en el que se lee en jerseyés “A la gloria de Dios” y una traducción de Alicia en el País de las Maravillas.

“La economía agrícola que dominó la isla hasta la II Guerra Mundial fue cambiando hacia el turismo”, explica Geraint Jennings, quien cree que la televisión también tuvo un importante papel uniformador. Cuando se pregunta a los habitantes de la isla por su idioma, se muestran orgullosos de su herencia y de la historia que encarna, pero reconocen que ni siquiera ellos lo chapurrean.

Una pareja de jubilados que empujan su barca en una playa del norte representa un ejemplo paradigmático de este paulatino olvido. Ella, que se acaba de retirar después de una vida dedicada a las finanzas, nunca lo ha hablado; él lo hacía de pequeño en su familia – campesinos de Saint Ouen, una de las ocho parroquias con más hablantes que conforman la isla–, pero lo olvidó según fue creciendo. “En la escuela querían que hablásemos inglés. Dejé de utilizarlo muy pronto”, explica John Luce, de 61 años.

Tanto en los carteles de las calles como en la señalización hay que buscar con lupa el jerseyés: la carretera que recorre el inmenso arenal que domina el oeste de la isla se llama Grand Route des Mielles, que significa duna en el idioma local, y en un parque de Saint Helier puede leerse en un monumento a la reina Victoria: “A la gouaithe de Dieu” (“A la gloria de Dios”). También en los carteles de bienvenida en el aeropuerto o el puerto, pero no forma parte de la vida cotidiana. “La generación que se fue durante la II Guerra Mundial puede entenderlo, pero se creó una brecha profunda porque no aprendieron a leerlo ni a escribirlo”, afirma Winston LeBrun. “No digo que las autoridades no hagan todo lo posible, pero no entienden lo que representaría perder un idioma”. Con el jerseyés desaparecería una forma de comunicación que los habitantes de la isla han utilizado durante cientos de años, un contacto entre el pasado y el presente, un recuerdo de la época en que ese territorio del canal de la Mancha no era un lugar dedicado a los servicios financieros, sino una tierra agrícola. Como escribió el lingüista australiano Nicholas Evans en Dying Words: Endangered Languages and What They Have to Tell Us (palabras que mueren: idiomas en peligro y lo que tienen que decirnos), “cada lengua tiene una historia diferente que contarnos” porque “ofrece una gama específica de respuestas a enigmas de la existencia humana”.

Tertulia organizada por la oficina del jerseyés en un pub de la isla.

The Discovery of France, del británico Graham Robb, es un apasionante relato de la historia de Francia. En él se refiere a los esfuerzos realizados tras la Revolución para acabar con los patois, las lenguas regionales (entre ellas estaba el normando). No lograron liquidar la diversidad lingüística, pero los patois sobreviven a duras penas, sepultados bajo el francés. Robb describe las lenguas perdidas de Francia, como el judeoprovenzal, el idioma de los hebreos en el enclave papal de Vaucluse, o el judeofrancés de Moselle y la zona del Rin, cuyos últimos hablantes fueron asesinados en los campos de exterminio nazis. Pero también están las lenguas que se perdieron sin que los investigadores tuviesen tiempo de estudiarlas, por ejemplo la del pueblo pirenaico de Aas. Los pastores desarrollaron este lenguaje de silbidos que podía escucharse hasta a tres kilómetros de distancia. Fue utilizado durante la II Guerra Mundial para ayudar a huir a judíos y aviadores aliados. “Ahora algunos habitantes de Aas recuerdan que existía, pero son incapaces de reproducir los sonidos, que nunca fueron grabados”, escribe.

Es imposible que el jerseyés sufra un destino similar, porque quedan muchísimos testimonios escritos y orales, pero su supervivencia como lengua viva, más allá de las universidades y los eruditos, no está ni de lejos garantizada. Este idioma encarna toda la historia de Europa, el latín que se mezcló con el normando que trajeron los vikingos que atacaron los reinos francos en la Edad Media, la propia formación del inglés y del francés, la conquista de Inglaterra relatada en el Tapiz de Bayeux –considerado el primer cómic de la historia, una joya del arte medieval del siglo XIII–, el extraño estatuto político que han tenido las islas del Canal durante casi toda su historia –son un país independiente, con su propio Gobierno e instituciones, pero no acaban de serlo porque su defensa y su moneda dependen de Reino Unido–. Sin embargo, la viuda que no encuentra con quién hablar el jerseyés puede terminar simbolizando el destino de una lengua.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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