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Columna
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La mujer del zurcido invisible

Manuel Rivas

CUANDO ALGO importante se rompe en el mundo, pienso en ella. Después de verla zurcir, recomponer heridas textiles de imposible reparación, utilizando hebras ocultas del propio tejido, llegas a pensar que, si dejaran en las manos de Picco el mapamundi, ella podría curar los descosidos que causa la grosería humana.

Su lugar de trabajo parecía imaginado a la vez por Charles Dickens y el pintor Vermeer: una ventana, en un segundo piso, en un establecimiento de British Invisible Mending, en la londinense Thayer Street. Años y años en aquella ventana como metida en una redoma o matraz. Sus dedos, larguísimos, de mimbre, hipnotizadores, tenían, tienen, una relación de especial complicidad con la luz. Tal vez nadie como ella, junto con los vagabundos homeless, percibía en Londres los cambios de estaciones.

Sus dedos, larguísimos, de mimbre, hipnotizadores, tenían, tienen, una relación de especial complicidad con la luz.

Ya no está en la ventana. Se ha jubilado. Era la mejor de Europa. Para algunos trabajos, la única. Como en zurcir de verdad un abrigo de pelo. No fijarlo, sino coser cada pelo, para que resista el cepillo. En una ocasión hizo ese trabajo para la reina británica, poblar vacíos en un abrigo de pelo azul: “Tienes que usar la aguja como un pincel”. Para estos encargos abundan los aristócratas, con sus reliquias familiares, y artistas famosos, con sus ropas fetiche. Y también personajes de cuento, como el obrero dispuesto a gastar lo que tiene para no caer por el agujero del abrigo que lo salvó de las heladas del pasado. Lo que no volvería a hacer Picco nunca sería arreglar un shawl, ese chal carísimo de pluma de avestruz. Las hebras son ingrávidas. Como zurcir un espejismo.

Picco, Piccolina, es un apodo de amigos. Carmen, la Piccolina, nació en Galicia, en un barrio de pescadores, en aquel tiempo en que los pobres tenían dos propiedades: la noche y el día. En la infancia, a Picco se le presentó un problema en la columna. Mal diagnosticado, como ocurrió con otros muchos niños. No era deformidad, sino tuberculosis vertebral. Estuvo nueve años recluida en dos sanatorios. Oían el mar, pero no lo veían. Niñas y niños escayolados y luego amarrados a las camas “para que se enderezase la columna”. Un día, Picco se fugó con otras compañeras. Para ver el mar.

Ese acto de rebeldía le permitió volver a casa. La familia se había multiplicado. Aprendió costura para no ser una carga. En la calle no faltaban los ruines que se burlaban de la muchacha corcovada. El horror de descubrir que aquellas palabras en forma de pedradas la tenían por destinataria: “¡Chepuda, endemoniada!”.

No es extraño que su cuerpo quisiera exiliarse. En aquel tiempo, en la España de 1964, su cuerpo era un manifiesto.

No es extraño que su cuerpo quisiera exiliarse. En aquel tiempo, en la España de 1964, su cuerpo era un manifiesto.

Desde el despertar hasta el acostarse, ese era su único espacio de esperanza. Irse cuanto antes. Emigrar. Cada puntada era una forma de tejer ese espacio. Por fin pudo subir a un tren, con un contrato de servicio doméstico en Reino Unido. En París-Austerlitz, perdida, un joven gendarme la guio hasta la Gare du Nord. Los hilos invisibles protegen a Picco. En Calais, descubrió sorprendida que Inglaterra estaba en una isla. Su destino era Epson. La casa era una jaula. Picco escapó otra vez. Cambió y cambió de convoyes, y pensaba que iba a enloquecer. Hasta que se puso a gritar en un vagón: “¡Epson, Epson, Epson!”. Y apareció otro hilo invisible. Un joven que la llevó, en un largo viaje, hasta el lugar de partida. Caminaron en la noche. Sin palabras. Sin tocarla. La dejó al lado de casa.

Otro domingo consiguió salir de la jaula para ir a la iglesia. No rezaba. Lloraba. Y apareció otro hilo invisible. Una joven médica vasca. La ayudó a memorizar dos frases: “Me notice to you” (te comunico) y “Me monday not hear” (el lunes me marcho). Estaba aterrorizada, pero funcionó. Salió de la jaula con su pasaporte. Y luego… Luego aparecieron otros hilos invisibles: dos zurcidoras que le enseñaron el oficio a escondidas.

Me alegra que se haya jubilado. Medio siglo zurciendo lo invisible es mucho zurcir. De haber dejado en sus manos la campaña, estoy seguro que Picco hubiera evitado el Brexit. Yo la vi convencer a gente muy obtusa de que los inmigrantes eran una bendición. Y parar el tráfico en Grafton Street para ayudar a un indigente. Deberían contratarla en la ONU o el Banco Mundial para curar los descosidos.

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