La frágil Europa
Sin un liderazgo claro y lealtades compartidas el proyecto no se sostiene
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El presidente de la Comisión Europea, el luxemburgués Jean-Claude Juncker, presentará mañana en el Parlamento Europeo su informe anual sobre el estado de la Unión. El formato del discurso y su estética están diseñados a modo y manera de lo que ocurre en los Parlamentos nacionales, donde una vez al año los Gobiernos rinden cuentas ante los representantes de la ciudadanía, presentan las grandes líneas de actuación que van a orientar sus acciones durante el próximo año y conceden a la oposición la oportunidad de construir una alternativa viable a las políticas en curso.
Aunque esa mímesis sea algo forzada, pues ni la Unión Europea es un Estado ni Europa es una nación, ni la Comisión Europea es un Gobierno en sentido estricto, no es lo artificioso de la ocasión lo que debe preocuparnos: al fin y al cabo, todas las instituciones políticas son construidas, y como tales necesitan sus hitos, rituales y símbolos para establecerse y conectar con los ciudadanos. Siendo lo solemne importante, el verdadero asunto que tiene que dirimir Juncker, donde deberá convencer a su audiencia, versará en torno a la relevancia y capacidad de la UE de dar respuesta a los problemas que preocupan a los europeos.
En la Europa de hoy se imponen las soluciones nacionales y la falta de solidaridad
Porque la realidad es que, un año más, la Unión Europea se encuentra en un estado de fragilidad y desunión sumamente preocupante. A los problemas que se arrastran desde hace tiempo en el frente económico, y donde pese a la actuación decidida del BCE domina la debilidad del crecimiento y la persistencia del desempleo, hay que añadir ahora el shock provocado este mes de junio por la decisión del pueblo británico de abandonar la UE. El auge de los populismos, que no cesa, con partidos antieuropeos ganando cada vez mayor representación política y cuotas de poder e, incluso, como en el caso de Reino Unido, logrando cambiar de forma radical la percepción sobre los beneficios de la Unión para el ciudadano de a pie, dibujan una muy seria amenaza en el horizonte de la integración europea, tanto desde el punto de vista de la legitimidad del proceso como de su gobernabilidad. Algunos Gobiernos, desde Reino Unido a Polonia pasando por Hungría y Eslovaquia, ya han cruzado el Rubicón de la insumisión contra el proyecto europeo y sus valores o se aprestan a cruzarlo, y no hay que descartar que otros se sumen a esa tendencia en un futuro próximo.
Todo ese ambiente de disgregación política no es sino la consecuencia lógica de años de crisis económica y, sobre todo, de falta de respuestas efectivas a las necesidades reales de la gente. Y tiene lugar en un contexto exterior cada vez más adverso en el que la Unión Europea se ha convertido, por mor de la incapacidad de sus Estados miembros de coordinar sus políticas exteriores y de seguridad, interiores y exteriores, en un actor sin peso ni personalidad propia, receptor pasivo de las decisiones de otros. La crisis de asilo y refugio, que no cesa, ni en el volumen de los flujos ni en las cifras de víctimas, es el mejor ejemplo de cómo la debilidad de los 28 acaba forzando a los europeos a aceptar compromisos incompatibles con los principios y valores que dice defender.
La amenaza yihadista, las derivas autoritarias de Putin o Erdogan, los ahogamientos en el Mediterráneo, el auge del populismo xenófobo y la falta de crecimiento económico, todos estos problemas tienen un elemento en común que los vincula: la falta de liderazgo y propósito común y el agotamiento de las lealtades y solidaridades compartidas sin las cuales el proyecto europeo no se puede sostener. De los cuatro motores de la integración europea, ninguno de ellos funciona como otrora: la Alemania de Merkel sigue obsesionada con la austeridad presupuestaria, lo que la hace políticamente incompatible con la Italia de Renzi y la Francia de Hollande, cuyas preocupaciones existenciales están en lugares bien distintos, esto es, en la reforma institucional y el crecimiento económico en el primer caso y la seguridad interior y el desafío lepenista en el segundo. Y de la España de Rajoy solo se puede decir que ni está ni se la espera. En esas circunstancias, no extraña ni que el presidente Juncker sea capaz de impulsar la Unión ni que la Alta Representante Mogherini haya podido lograr que Europa hable o actúe con una sola voz en el mundo.
El reto de Juncker es explicar por qué la Unión Europea no resuelve los problemas que enfrenta
Los propósitos de relanzar la economía mediante un plan de inversiones, completar la integración de las políticas de inmigración y asilo, acomodar el Brexit y relanzar la política común de defensa son loables pero están tan gastados que cualquier inteligencia se resiente al volver a oírlos otra vez más. La cruda realidad es que Europa pende del hilo dibujado por Mario Draghi, con el BCE convertido en la última trinchera que nos separa del abismo. El verdadero reto de Juncker y de aquellos que le apoyan —conservadores, liberales y socialistas— no es explicar qué Europa necesitamos sino por qué parece imposible lograrla. La debilidad de la Europa de hoy no reside en la falta de ideas sino en la incapacidad de ponerlas en marcha.
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