Cadáveres en los armarios
LOS MEJORES artistas han pasado por Nueva York. Sus espectros siguen ahí, en los edificios y calles que los vieron vivir y morir (y hasta matar). A continuación, un paseo de ultratumba por la memoria de los creadores que cambiaron nuestro mundo.
El palacio gótico
–¡Sangre! ¡Quiero sangre!
Es medianoche y el cadáver de una suicida yace inerte frente al edificio Dakota de Manhattan. La mujer acaba de arrojarse por la ventana, pero el hombre que grita a su lado no muestra piedad. Al contrario: está furioso. Dice que la sangre de ella no es buena. Que necesita una más roja, que se vea más convincente. Entonces, uno de los curiosos agrupados en la calle se adelanta y propone:
–Yo le ofrezco una pinta de la mía por 50 dólares.
Sí, es el rodaje de una película. Para ser precisos, La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968). Y la muerta no estaba muerta en realidad. Aun así, Polanski –el hombre que clamaba por sangre– era un personaje bastante siniestro.
El director polaco escogió rodar los exteriores en el Dakota, un edificio gótico con amenazantes gárgolas colgando de la fachada. Como señal de pedigrí espeluznante, uno de los grandes actores clásicos de terror, Boris Karloff, vivía en uno de los áticos. Al parecer, en las noches de Halloween, ningún niño subía a pedirle caramelos a él.
El edificio Dakota, en la esquina de la 72 frente a West Central Park, es uno de los destinos de ultratumba más cotizados en Nueva York. Desde su inauguración en 1884, ha albergado historias de fantasmas. Haciendo honor a su leyenda, el inmueble regó su maldición sobre los participantes de La semilla del diablo: tras el rodaje, John Cassavetes empezó a mostrar los síntomas de la hepatitis infecciosa que se lo llevaría a la tumba antes de cumplir los 60. Mia Farrow rompió su matrimonio con Frank Sinatra. Y lo más perturbador: la mujer de Polanski, Sharon Tate, acabaría brutalmente asesinada por la pandilla de psicópatas de Charles Manson.
Sin embargo, ninguno de esos fantasmas circula por el edificio. El Dakota tiene su propio espectro ilustre: el 8 de diciembre de 1980, su inquilino John Lennon fue asesinado en la puerta, cuando volvía a su casa.
Una coincidencia inquietante: durante su proceso judicial, los asesinos desquiciados de Sharon Tate aseguraron haber recibido mensajes satánicos de la canción Helter Skelter, cuya autoría firma John Lennon.
La taberna de la muerte
La cazadora de fantasmas L’Aura Hladik afirma:
–Nueva York ha sido inmortalizada en canciones, películas, piezas teatrales y monólogos cómicos. Es fascinante, cautivadora, mágica. Resulta normal que esté hechizada. ¿Qué fantasma no querría merodear en ella? Si los anuncios de iPhone rezan “Hay una app para eso”, Nueva York puede decir “Hay un fantasma para eso”.
Hladik ha publicado Ghosthunting New York City (Clerisy, 2010), una guía de los lugares embrujados en la Gran Manzana. Dado que hablamos de la capital cultural del mundo, entre los fantasmas figura una importante cantidad de artistas (también es la capital financiera, claro, pero los ejecutivos de fondos de inversión no suelen pasar a la posteridad).
Los cazafantasmas de la alta cultura nunca dejan de visitar la White Horse Tavern (567 de Hudson, entre la 11 Oeste y Perry). Construida como establo en 1817, a fines del XIX era una taberna de marineros y otros elementos peligrosos para la sociedad... Como los poetas.
Uno de ellos, Dylan Thomas, icono del poeta maldito e inspirador del nombre de Bob Dylan, solía escribir y beber en la White Horse cuando pasaba por la ciudad. Y ahí, en 1953, se bebió sus 18 últimos whiskys. “Creo que es un récord”, se ufanó ante el doctor esa noche, antes de morir con el hígado destrozado.
Según L’Aura Hladik, el fantasma de Thomas acecha en la taberna y un par de veces al mes coloca su mesa favorita en la posición que le gustaba para escribir. En su busca, a lo largo de los años han frecuentado la White Horse Tavern autores como Norman Mailer o Jack Kerouac. Pero ni siquiera ellos consiguieron batir el récord.
La habitación embrujada
Incluso en vida, Sid Vicious y Nancy Spungen parecían dos vampiros: él, un saco de huesos forrados en cuero y cadenas, con los pelos en punta y un ojo eternamente cerrado. Ella, con sombras góticas en los ojos, un collar de perro en el cuello y cinturón hecho de esposas policiales. Si te los cruzabas en un pasillo oscuro, podías sufrir un infarto.
Y al parecer, aún puedes.
El 12 de octubre de 1978, Vicious, exbajista de la banda punk Sex Pistols, llamó a la recepción del hotel Chelsea, donde se alojaba. A continuación bajó las escaleras desesperado gritando: “¡Algo le ha pasado a mi chica!”. Nancy yacía apuñalada en la habitación 100.
Tras la disolución de los Pistols, Vicious había estado tratando de lanzar una carrera en solitario. Su pareja cumplía funciones de mánager, y la cosa podría haber funcionado de no haberse tratado de dos desequilibrados adictos a la heroína que pasaban el día peleando violentamente y pinchándose. Cuando encontraron el cadáver de Nancy, Sid no recordaba nada de lo que había ocurrido.
El músico fue acusado de asesinato y pasó tres meses preso. Cuando le concedieron la libertad bajo fianza, montó una fiesta para celebrarlo. Esa misma noche murió por sobredosis de heroína. Tenía 21 años.
El hotel Chelsea (23 Oeste entre la Séptima y la Octava Avenida), inmortalizado en una canción de Leonard Cohen, alojaba a poetas, escritores, artistas… Y traficantes. Entre sus huéspedes ilustres figuran Bob Dylan, Jimi Hendrix o Janis Joplin. Arthur C. Clarke escribió ahí 2001: Una odisea del espacio. El ya mencionado Dylan Thomas se alojaba ahí en tiempos de su muerte. Algo de todos ellos permanece entre las paredes de este edificio de 1883. Pero en la habitación 100 subsiste algo más.
Los huéspedes de los cuartos adyacentes se quejan de una pareja que discute a gritos y pone la música demasiado alta. Exigen que alguien los detenga. Cuando los recepcionistas explican que la 100 está vacía, a los huéspedes les entra una risa nerviosa.
Quizá sean llamadas de broma.
La ciudad de los fantasmas
Desde el siglo XIX hasta nuestros días, Estados Unidos ha inventado y desarrollado la cultura popular de Occidente. Autores como Edgar Allan Poe transformaron la literatura. Luego vinieron el gran musical y el cine. Después de la II Guerra Mundial, artistas como Andy Warhol o Roy Lichtenstein llevaron incluso la pintura al terreno del pop. En todos esos procesos, Nueva York fue una protagonista.
Los rastros de esa revolución se encuentran por toda la ciudad. En el cementerio Woodlawn del Bronx –el mejor lugar para buscar fantasmas– descansa, ojalá que en paz, Herman Melville. Por los pasillos del Public Theater deambula Washington Irving –el autor de la terrorífica The Legend of Sleepy Hollow–, quien fundó el local cuando era una biblioteca. Tras la fachada art déco del Radio City Music Hall se acumulan ectoplasmas de los grandes espectáculos desde 1932. Todos ellos permanecen entre nosotros, porque solo el olvido mata a los artistas, y ellos son imposibles de olvidar.
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