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Shakespeare en mallas

En el duelo de ‘Hamlet’ dirigido por Laurence Olivier en 1948, no sólo había que estar atento a las espadas. Había un par de versos bastante sueltos.
En el duelo de ‘Hamlet’ dirigido por Laurence Olivier en 1948, no sólo había que estar atento a las espadas. Había un par de versos bastante sueltos.Cordon Press

No podemos dejar pasar el 400 aniversario de la muerte de Shakespeare sin hablar de las mallas. Las mallas, como sabrán, son las medias que llegan hasta la cintura y se usan para la danza, el teatro y el circo, y quedan, si se es de género masculino y medianamente dotado, como un tiro.

Fueron el primer antecedente de los pantis y leotardos, esas prendas reveladoras, y su nombre –no es broma– deriva del de un fabricante francés de vestuario teatral del siglo XIX llamado Maillot, Monsieur Maillot. No puedo dejar de recordar aquí que se atribuye a otro francés, el ingeniero automovilístico (!) Louis Réard (1897-1984), la creación de otro maillot, el de bain le plus petit: efectivamente, el biquini, en el año de gracia de 1946.

Ah, las mallas: son para la parte de abajo del intérprete de Hamlet, por ejemplo, como la calavera para la de arriba. El autor de estas líneas –yo, es lo que tiene el “ser o no ser”, que te confunde– ha sufrido mucha malla en su corta pero intensa vida teatral.

Para mí, educado en los curas, fue un trauma usar mallas; al principio hasta me resultaba pecaminoso: el padre Murillo, que me enseñó francés de niño, insistía en que ir apretado provocaba impotencia y era malo, 'mon chérie', para la pureza (nunca supe si la suya o la mía)

En el Institut del Teatre de Barcelona, la escuela oficial en la que estudié arte dramático, rama interpretación, licenciándome con un sobresaliente en acrobacia y otro en expresión corporal avanzada (materias en las que luego he ido a la baja), era rigurosamente obligatorio vestir mallas en determinadas asignaturas, esencialmente las de actividad física y muy especialmente en mimo, donde era importante que se te viera hasta el higadillo, para juzgar si te movías bien.

Para mí, educado en los curas, fue un trauma usarlas; al principio hasta me resultaba pecaminoso –el padre Murillo, que me enseñó francés de niño, insistía en que ir apretado provocaba impotencia y era malo, mon chérie, para la pureza (nunca supe si la suya o la mía)–. Me costaba verme en mallas. En cambio, que las llevaran las chicas que estudiaban para actrices como Montse Guallar me parecía estupendo, y que viva Monsieur Maillot.

Había compañeros que a diferencia de mí se las enfundaban tan a gusto. Abel Folk, sin ir más lejos, al que ahora se ha visto tan respetable, casi patriarcal, como embajador de España en Bangkok en la serie La embajada, no tenía empacho en pasearse por todas partes, hasta en el bar de la esquina, con ese atuendo con el que más que marcar el paso lo marcas todo. ¡Y hay que ver el empaque(te) que tenía Abel con sus célebres mallas!

La escena del duelo a mí me sigue produciendo rubor. Te fijas más en la entrepierna de Laertes que en la espada. Puro Soneto 151 con todas sus alusiones turgentes: “Pues la carne más no ansía”

Si dejamos de lado a los bailarines rusos y los espadachines de Hollywood (sobre los que hemos de volver en esta sección, no se preocupen), probablemente quienes hayan tirado más de malla sean los actores shakespearianos.

Romeo y Julieta es acaso la obra más apretada, se sea Capuleto o Montesco, Teobaldo o Benvolio; sólo se salva Fray Lorenzo. El Mercutio de Peter Finch en la versión de Zefirelli dejó ahí una marca casi imbatible. Qué comprometido, ataviado así, soltar su famosa frase sobre la pera poperina. Laurence Olivier también ha marcado lo suyo: su Enrique V, más que el Día de San Crispín, parece celebrar el Día de San DIM.

Ya Edmund Kean puso de moda ir apretado por el castillo de Elsinore, pero el Hamlet que dirigió e interpretó Olivier en el cine es una apoteosis shakespeariana de la malla. La escena del duelo a mí me sigue produciendo rubor. Te fijas más en la entrepierna de Laertes que en la espada. Puro Soneto 151 con todas sus alusiones turgentes: “Pues la carne más no ansía”.

Dicho todo esto, he de reconocer que aún conservo las mías. No las canónicas negras que enfundaba con dramatismo my nobler part, sino otras, más festivas –una pierna de cada color– con las que compuse un Ricardo III que sería deforme pero alegraba la vista. Algunas noches, en la intimidad, me enfundo en ellas con esfuerzo y, cuando recupero la respiración, declamo aquellas sentidas líneas del Bardo: “Mi honestidad no debe empobrecer mi grandeza” [Telón].

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