_
_
_
_

Casa del árbol: crónica de un fracaso

Jacinto Antón
Jem, de ‘Matar un ruiseñor’ (1962), se esconde junto a su hermana en la casa del árbol del monstruo que seguro que vive en el sótano de al lado. Es niño, vamos.
Jem, de ‘Matar un ruiseñor’ (1962), se esconde junto a su hermana en la casa del árbol del monstruo que seguro que vive en el sótano de al lado. Es niño, vamos.

Recibo la sugerencia de dedicar este artículo al diseño, el interiorismo y concretamente a una mirada a Ikea como un estimulante reto. Mi idea del interiorismo es que en casa me dejen colocar un cocodrilo disecado en la mesa del salón. En cuanto a Ikea, he estado sólo una vez y tuve un ataque de ansiedad. Mi relación con Ikea es como con el Kamasutra: todo lo que veo me parece interesante pero dudo que sepa hacerlo.

Y la verdad es que un hombre que se precie y que se tenga por aventurero no puede vivir ajeno al diseño y el bricolaje, como prueba, por ejemplo, David Crockett. Hacer cosas con las propias manos (y pienso en Ikea, no en el Kamasutra), construir, ensamblar, amueblar, edificar, incluso, son labores de las que hemos tenido que ocuparnos desde que abandonamos las cuevas (cuyo interiorismo, por cierto, dejaba mucho que desear). Hay algo que se remueve en nosotros al contemplar escenas como la de Harrison Ford y una multitud entusiasta de amish levantando el tejado de un granero en Único testigo (también se nos remueve algo en el momento en que baila Wonderful world con Kelly McGillis, pero afecta a otra área).

Mi idea del interiorismo es que en casa me dejen colocar un cocodrilo disecado en la mesa del salón. En cuanto a Ikea, he estado sólo una vez y tuve un ataque de ansiedad. Mi relación con Ikea es como con el Kamasutra: todo lo que veo me parece interesante pero dudo que sepa hacerlo

Somos, los hombres, un género constructor, de mentes que anhelan planos y croquis y manos que claman por sierras, hachas, destornilladores y, en mi caso, por lo visto, astillas. En The lost lore of a man’s life (La sabiduría popular de la vida de un hombre, 1997), subtitulado Lots of cool stuff guys used to know but forgot about the great outdoors (Varias cosas geniales que los tíos solían saber pero olvidaron sobre vivir al aire libre), libro que no debería faltar en la mesa de noche de ninguno, sobre todo si ha de cambiar la bombilla de la lamparita, Denys Boyles, un autor con lo que hay que tener e incluso probablemente con el carné de socio fundador de la Asociación Nacional del Rifle, recuerda que construirse sus propias cosas no sólo ha hecho del hombre lo que es (sea lo que sea), sino que está íntimamente ligado al concepto de la Virilidad, del Heroísmo e incluso del Honor.

En El patriota, recordarán, Mel Gibson masacraba a toda una columna de casacas rojas, pero lo que de verdad le ponía era hacerse una mecedora. Vale el tomahawk, pero que viva la ebanistería. Todo esto me lleva inexorablemente a El Gran Fracaso De Mi Vida (de una larga lista), que no es otro que la incapacidad de construir una casa en un árbol. Desde niño y en conjunción con el sueño arquetípico de la balsa y la cabaña –y el pantalón del peto, ya tratado en esta misma sección–, he querido tener una casita arbórea. Es el deseo de intimidad y escapada, sostienen David y Jeanie Stiles en su animosa obra de referencia de 1998 Tree houses you can actually build (Casas en árboles que puedes de verdad construir), y también cierto sentido poético de elevación, por no hablar de la necesidad de escondite cuando servían espinacas.

Mis intentos han acabado siempre en frustración. No conseguía más que clavar unas tablas, alguna en mi propia mano. Es verdad que mis referentes eran ambiciosos: la casa de Tarzán (incluso poseía un rudimentario ascensor accionado por Tembo, el elefante) y Treetops, el hotel edificado sobre una higuera en el parque nacional Aberdare en Kenia. Pensé que la llegada de mis hijas daría el empujón definitivo a mis proyectos. Ellas tendrían lo que yo siempre soñé, e incluso un sitio para librarse de mí. Pero ya pasan las dos de los 20 años, han dejado de querer una casita –prefieren un piso– y yo sigo al pie del árbol sopesando por dónde empezar y dónde instalaré la escalera, el puente, el mirador y la tirolina. Hay tantas casas en los árboles como personas, dijo alguien, quizá Thoreau. Yo no sé cómo será finalmente la mía (y de mis nietos) pero sí que, tarde lo que tarde, no dejaré morir en el suelo mis elevados sueños.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_