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Malí: La guerra invisible contra el yihadismo

Un militar español patrulla cerca del rio Niger en la localidad de Koulikoro en Malí.
Jesús Rodríguez

EL TENIENTE Ampuero no las tiene todas consigo. Suda copiosamente bajo un bochorno de 45 grados. No pierde de vista a sus soldados. Su pelotón realiza una “patrulla social” en Kulikoro, a un par de horas de Bamako, la capital de Malí, uno de los países más pobres del planeta. Un ancestral cruce de caminos entre el desierto y la sabana; el Atlántico y el mar Rojo; el África negra y la árabe; el islam y el animismo; en cuyo territorio (más de dos veces el tamaño de España, con un tercio de su población) se dan cita el yihadismo, los tráficos ilegales (drogas, armas, personas) y los conflictos étnicos en torno a unas porosas fronteras trazadas con tiralíneas. Un santuario para los terroristas. Una bomba de relojería demográfica donde la mitad de la población tiene menos de 15 años y el índice de natalidad es de seis hijos por mujer; el paro, estructural, y el islamismo radical, en ascenso, gracias a los petrodólares. La emigración es la única salida para sus jóvenes. Hay otra, unirse a los terroristas por 200 dólares y un par de Nike.

Los militares españoles marchan en silencio por callejas de tierra. Hay chozas de barro y barracas de chapa. Deambulan cabras y borricos y chirrían motocicletas chinas. Unos adolescentes venden gasolina adulterada en viejas botellas de licor; otros, mangos salvajes. De fondo, el somnoliento río Níger, sobre el que se deslizan los cayucos y de cuyo lecho los hombres extraen arena para la construcción; unos, con palas, otros, buceando. Ganan un euro al día. No hay cocodrilos a la vista. La basura, infinitas capas de residuos solidificados, desciende hasta la orilla. En Kulikoro no hay vertedero, agua potable ni hospital. En Kulikoro no hay casi nada.

“PAra los estadounidenses, es el próximo terreno de juego en la guerra contra el terrorismo”, explica un alto oficial europeo en el sahel.

Esta tarde la misión de los españoles es mezclarse con la población y repartir caramelos envueltos con la bandera nacional a una nube de niños risueños. Tienen que inspirar confianza; conquistar mentes y corazones. Demostrar su voluntad de permanecer en este país aunque nadie sepa por cuánto tiempo. Los analistas hablan de “balcanización de la región”: un conflicto de razas y religiones sin fecha de caducidad. Estos soldados no pueden meter la pata. Saben que un atropello a un paisano con su veintena de blindados Lince (diseñados para evitar los explosivos improvisados en Afganistán e Irak), una mirada, un malentendido podrían prender la mecha en un país en el que abundan las armas. Y donde los europeos están de prestado en una suerte de protectorado encabezado por Francia.

Los tripulantes del avión Hércules que colabora en el Sahel con la Operación antiterrorista Barkhane. En el centro, con barba, el comandante Guillermo Martín.

Marchan despacio. Con el arma cruzada en el pecho. Cada cierto número de pasos giran sobre sí mismos. Observan los tejados de reojo. La patrulla tiene poco de social. Los soldados no hablan con nadie. Apenas se detienen. No es conveniente. Cada militar lleva un chaleco antibalas con placas de kevlar de diez kilos; un fusil automático HK G36 con seis cargadores; una pistola HK USP sujeta al muslo; cuchillo, casco de combate, mitones de tirador y un pinganillo pegado al oído. Cuando un par de horas más tarde dan por concluida la misión y regresan a la base militar de Boubacar Sada Sy (en cuyo portón sestea un centinela maliense con un Kaláshnikov), y se despojan del equipo, su ropa chorrea sudor y están rebozados de polvo rojizo. Respiran hondo. La teniente coronel Rocío Cano, su jefa, de 41 años, dura y erguida como un huso, duda entre sonreír de alivio o no mover un músculo. Opta por la segunda opción.

En Malí, en el corazón de la franja del Sahel (un territorio árido del tamaño de Europa al sur del desierto del Sáhara y a menos de 3.000 kilómetros de Canarias), se libra desde 2012 una guerra de la que nadie parece acordarse. En ella se baten los nebulosos efectivos de las múltiples facciones del yihadismo africano (desde Al Qaeda del Magreb Islámico y Al Murabitún hasta Muyao, Macina, Ansar Dine o Boko Haram) con miles de guerreros de etnia tuareg armados hasta los dientes, con los polvorines del depuesto y ajusticiado dictador libio Muamar el Gadafi, con señores de la guerra dedicados al narcotráfico y la extorsión (los países occidentales han aportado a las arcas de esos grupos más de 80 millones de euros en concepto de rescate por sus ciudadanos secuestrados) y, para rematarlo, con los ejércitos de todo el mundo que intentan que la región no se convierta en una suma de Estados fallidos; un oasis logístico para los terroristas que miran hacia Europa; una base de reclutamiento, radicalización, entrenamiento y financiación de la yihad. “Estamos intentando estabilizar al enfermo, pero no podemos ganar este conflicto, solo frenar la amenaza”, describe un oficial francés. “Tras nuestra intervención en 2013 los terroristas se han desperdigado por la región. Nadie sabe dónde están. Hay una guerra difusa y latente. Estamos estancados”.

En Malí confluyen la Operación Barkhane, con 3.500 soldados franceses diseminados por el Sahel; la misión de cascos azules de la ONU (Minusma: 12.000 efectivos de 123 países) realizando una clásica –y desfasada– labor de interposición y estabilización, que ya contabiliza 86 muertos en sus filas; y la de la Unión Europea (EUTM: 600 efectivos de 26 países), destinada al entrenamiento y asesoramiento de las Fuerzas Armadas malienses para que se hagan cargo de su país (algo en lo que pocos confían). Sin olvidar a los estadounidenses, sin fuerzas en el terreno, pero a los que todos intuyen en el teatro de operaciones con sus medios de inteligencia, drones, satélites y bases secretas. La mejor muestra de que los americanos se sienten concernidos en esta guerra es la construcción de una nueva generación de embajadas (blindadas y clónicas) en los países de la zona. Un diplomático en Bamako las define como McEmbassies: “Son como los McDonald’s, iguales en todo el mundo”. Para un alto oficial europeo, “a los americanos no se les ve; trabajan con discreción. Pero están. Y en España, en la base de Morón (Sevilla), pueden reunir en pocas horas 3.000 marines, aviones y helicópteros para actuar en África Occidental. Para ellos, es el siguiente terreno de juego en su guerra contra el terrorismo”. Un coronel español recalca: “Es la prolongación lógica de las operaciones en Pakistán, Afganistán, Irak o Siria contra el yihadismo. Hay un terrorismo trashumante. No se detiene. Detectas que saltan con su caballo a esta casilla del tablero mundial e, inmediatamente, les bloqueas con tu peón. Eso estamos haciendo en el Sahel. Es nuestra frontera avanzada. La de todo el flanco sur de Europa. Nos jugamos nuestra seguridad nacional acosada por los flujos migratorios irregulares, el tráfico de drogas y las amenazas sobre el abastecimiento energético del golfo de Guinea”. Carlos Echevarría, profesor de relaciones internacionales, aporta más claves: “En el Sahel no vamos a conseguir una victoria total, sino a intentar que se mantenga el orden establecido; se trata de frenar el terrorismo, no de derrotarlo. Por eso hay que quedarse. Para que los yihadistas no consigan un espacio territorial como el ISIS en Siria”.

La sargento primero de Caballería Ariza, de la fuerza de protección en Kulikoro; el sargento primero del Ejército del Aire Alberto Simón, fotografiado en Dakar; la sargento mecánico Alexandra Gómez, cuya misión en Kulikoro consiste en mantener los blindados Lince operativos las 24 horas, y el capitán Allegue, experto en operaciones especiales en Kulikoro.

España participa en dos de las misiones internacionales, aunque está ausente de las que implican acciones de combate. Apoya por un lado con dos aviones de transporte del Ejército del Aire destacados en Senegal y Gabón, y sus respectivas tripulaciones, a las fuerzas francesas que se enfrentan desde enero de 2013 al yihadismo en el Sahel. La misión incluye además un centenar de militares de operaciones especiales para su protección, al mando del teniente coronel Gómez de Ágreda, experto en ciberdefensa. Un acuerdo bilateral con el que España reafirma su alianza antiterrorista con Francia. El general jefe de la Operación Barkhane en Malí, Lafont-Rapnouil, explica que España proporciona a Francia “un tercio de la capacidad de transporte logístico que necesita. Gracias a su ayuda vamos a cazar terroristas donde estén”. Por otro lado, España ha puesto a disposición de la UE 150 militares para el entrenamiento de malienses en la base de Boubacar Sada Sy, por la que han pasado en dos años unos 6.000 soldados y oficiales (dos tercios de sus efectivos totales). Un entrenamiento que se pretende trasladar a las zonas más calientes del norte del país, como Goa y Tombuctú, feudos insurgentes a dos infinitos días por carretera de Bamako. Nadie sabe qué pasará cuando se agite ese avispero. En territorio comanche es posible que las fuerzas de protección tengan que entrar en combate. “La primera regla de enfrentamiento es que, si te atacan, respondes con todo lo que tienes”, explica con determinación un sargento español. El jefe de EUTM, el general alemán Werner Albl, quita hierro: “No tenemos un mandato ejecutivo; no participamos en operaciones de combate más allá de nuestra protección. Sí estamos en misiones de inteligencia. El objetivo es la sostenibilidad del país y, mientras, otros luchan contra el terrorismo”.

El cuartel general de la misión de la UE en Malí está instalado en el hotel Azalai de Bamako, una reliquia de los viejos tiempos. Los turistas y hombres de negocios se marcharon hace ya tres años. Los salones de baile se han transformado en dependencias militares. En lo que fue la recepción, uno se topa con una ensalada de frutas de uniformes. Abundan los arrogantes oficiales del Estado Mayor. El idioma es el inglés. Aunque los tres españoles de mayor graduación, el coronel Vega y los tenientes coroneles Dengra y Billón, dedicados al asesoramiento de las fuerzas malienses, se mueven con comodidad en francés y alemán. Todos los españoles destacados en el Sahel tienen experiencia internacional. De Bosnia a Afganistán.

Los militares españoles se preparan para dar protección al avión Hérculos antes de na misión en el Sahel, un territorio del tamaño de Europa.

La cubierta del hotel está sembrada de centinelas con gafas negras y fusiles de precisión. Es un observatorio espectacular para entender esta ciudad polvorienta y caótica, sin conducciones de aguas negras y donde los únicos inversores en infraestructuras son los chinos y los saudíes. Estos últimos han construido la mayor mezquita de Bamako y colocado al frente de ellas a un imam wahabí, Mahmoud Dicko, que brama desde las redes contra los homosexuales. El cuartel general está fortificado como una embajada occidental en Islamabad o Kabul. Hay trampas de hormigón, sacos terreros, garitas, reflectores y tiradores selectos. Desde la terraza, entre la calima, se otea la Embajada americana con una enorme bandera de barras y estrellas al viento.

“los terroristas Son jóvenes. Escapan a los controles. Se mueven en moto por sendas de caravaneros. Atentan. Mueren. Y buscan un nuevo objetivo”.

En algunos rincones del edificio aún son visibles los impactos del último atentado. Un militante islámico atacó el pasado mes de marzo el complejo con fuego de fusil y granadas antes de ser abatido. Hubo más suerte que con el ataque yihadista de noviembre de 2015 contra el hotel Radisson Blu, con 22 muertos, o el que se saldó con 5 más en el restaurante La Terrasse, en marzo de ese año. A los que hay que sumar los atentados contra intereses turísticos con decenas de muertos en Burkina Faso y Costa de Marfil. La violencia yihadista se ha extendido a Nigeria y Camerún, y los servicios de inteligencia temen que el próximo objetivo sea Senegal, la puerta de entrada en África Occidental y uno de los países más comprometidos con Europa. El comisario del Cuerpo Nacional de Policía Manuel Pérez, consejero de Interior en la Embajada de Dakar, explica que para cometer esos ataques no hay que contar con una gran estructura: “Son grupos de gente muy joven que se mueven por la región en moto y escapan a los controles. Hay rutas que solo ellos conocen; sendas de caravaneros que dominan hace siglos. Las organizaciones yihadistas les proporcionan armas y objetivos y les pagan unos centenares de dólares. Y actúan. Y mueren. Y si a Al Qaeda le interesa el resultado, reivindican los atentados, y, si no, quedan en el limbo. Y a por el siguiente objetivo. Esa es la dinámica en el Sahel”.

En la primera imagen, un sargento de artillería español muestra cómo usar un mortero en el territorio de operaciones. En la segunda, los futuros oficiales del Ejército maliense que deberán luchar contra los yihadistas.

En el trayecto de dos horas en un vehículo blindado Lince entre Kulikoro y Bamako y otras tres horas en un avión de transporte Hércules entre Bamako y Dakar (reforzado con planchas de kevlar y medidas antimisiles), se comienza a entender la dureza de esta región donde España ha estado históricamente ausente. No participó del botín colonial del XIX. Ni contaba con representación diplomática. En 2006 despertó. Más de 32.000 inmigrantes subsaharianos alcanzaron las costas de Canarias en cayucos. Y la UE no movió un dedo. La reacción del Gobierno español fue inmediata. Y salió bien. Hoy no llegan sin papeles a Canarias. Según Félix Arteaga, analista del Real Instituto Elcano, “fue una respuesta modélica de diplomacia de gestión de crisis; un laboratorio de distintos ministerios trabajando coordinadamente. Una mezcla de cooperación al desarrollo, medidas policiales, inteligencia, diplomacia e inmigración reglada. Hoy, ese esfuerzo se complementa con distintas capacidades militares contra el terrorismo. El Sahel ha sido definido como “una zona vital para España” en la estrategia de seguridad nacional. Nos jugamos demasiado. Lo único claro es que no podemos marcharnos”.

Arteaga aporta una última idea: “El problema del Sahel no es militar, sino político, de desarrollo”. Coinciden con él todas las fuentes militares, académicas y diplomáticas consultadas. Todo está por hacer. Hay que partir de cero. Mientras, no se puede bajar la guardia. El Sahel es hoy la frontera avanzada de Europa en África. El hombre enfermo al que hay que salvar la vida.

Un cuatrimotor del destacamento Marfil del Ejército del Aire, que colabora con ayuda logística en la Operación francesa Barkhane en la región.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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