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Columna
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“Fui alegre al morir”

Javier Marías

HACE DOS sábados el suplemento Babelia dedicaba un reportaje a un sueño que a mí me parece del pasado remoto: la lectura pausada y por placer durante el verano. Incluso se preguntaba a un montón de editores (gente que el resto del año lee por obligación) en qué se iban a sumergir durante el mes de asueto, a lo cual más de uno respondía lo que otras veces he respondido yo mismo: “A ver si me pongo por fin con todo Proust”. Proust –En busca del tiempo perdido– ocupa cuatro gruesos tomos de letra apretada y papel biblia en la edición de La Pléïade, unas cuatro mil páginas sin contar notas, variantes y esbozos. En español, en la única traducción digna del nombre pese a su antigüedad y sus defectos, la de Pedro Salinas y Consuelo Berges, de Alianza, los volúmenes eran siete, uno por título. ¿Alguien cree que eso se puede leer en el transcurso de un mes escaso, de lo que hoy disponen los más afortunados para “veranear”? (El propio verbo ha caído ya en desuso, si se piensa bien.) Es cierto que los lectores empedernidos somos irracionalmente optimistas, y cada vez que emprendemos un viaje –incluso si es de trabajo– echamos a la maleta más libros de los que seríamos capaces de abarcar. Me imagino que quienes tengan e-book se llevarán un cargamento aún mayor. Mi experiencia me ha enseñado que en esas salidas breves suelo regresar, a lo sumo, con dos o tres capítulos leídos en la incomodidad de un aeropuerto. En agosto consigo acabar dos o tres obras, si no son demasiado extensas, y eso que no me veo distraído por Internet (no uso ordenador), ni por teléfonos inteligentes (no tengo), ni por videojuegos (jamás me he asomado a uno), ni por ninguno de los mil artilugios que atarean hoy a las personas para que no se sientan “solas”, pese a estar rodeadas la mayoría, velis nolis, por familias numerosas y vecinos cargantes.

Si a esto añadimos que en las vacaciones hay un montón de deberes (pasarse horas en la playa, comer como energúmenos, dormir la siesta, salir de farra, entretener a los niños, visitar ciudades a la carrera), no sé cuándo vamos a leer a Proust, a Conrad, a Cervantes o a Montaigne. Menos aún este mes, con nuestros políticos dando la tabarra haya por fin Gobierno o no, con los posibles atentados del Daesh y las inundaciones o terremotos en algún punto del globo, los refugiados, las guerras en curso y la siniestra sombra de Trump, que nos obligarán a atender a las pantallas durante más horas de las saludables. Comprendo a José María Guelbenzu (autor de ese reportaje de Babelia) y a otros como él y como yo: nos resistimos a aceptar que los veranos de lectura plácida y prolongada han sido aniquilados, que la sociedad y el estruendo conspiran contra ellos y casi los han barrido de la faz de la tierra. Para mantenerlos hay que forcejear, tener una enorme fuerza de voluntad. En vez de dejarnos invadir pasivamente por los libros, que se imponían de forma natural, hemos de ser activos, y obstinados, y luchar por hacerles sitio contra todos los elementos.

En vista de las perspectivas, hoy, último día de julio, me permito ofrecerles el sencillo y sereno poema de un clásico, que traduje hace décadas, para que por lo menos lean una pieza entera (bien que breve y con estribillo) en las inaguantables esperas de los aeropuertos o en los trayectos de ferrocarril. Ya incluí uno del siglo VIII hace unos meses, y al parecer no cayó mal. El de hoy es de Stevenson, y sin duda fue un esbozo para su famoso y escueto “Réquiem”, inscrito en su tumba en lo alto del Monte Vaea, en Samoa, a cuatro mil metros. Murió con sólo cuarenta y cuatro años, y esta variante dice así:

“Ahora que la cuenta de mis años

ya se ha cumplido, y yo

la vida sedentaria

dejo para morir,

cavad bien hondo y dejadme yacer

bajo el inmenso y estrellado cielo.

Alegre en vida, fui alegre al morir,

cavad bien hondo y dejadme yacer.

Clara fue mi alma, libres mis actos,

honor era mi nombre,

no huí nunca ante el miedo

ni perseguí la fama.

Cavad bien hondo y dejadme yacer

bajo el inmenso y estrellado cielo.

Alegre en vida, fui alegre al morir,

cavad bien hondo y dejadme yacer.

Cavad bien hondo en algún valle verde

donde la brisa suave

sople fresca en el río

y en los árboles cante …

Cavad bien hondo y dejadme yacer

bajo el inmenso y estrellado cielo.

Alegre en vida, fui alegre al morir,

cavad bien hondo y dejadme yacer.”

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