Convenciones de contrastes
La política en Estados Unidos, entre la virtud cívica y los bienes raíces
Desde Platón, pasando por el liberalismo clásico, la Ilustración y aterrizando en el pensamiento constitucional estadounidense, la política se considera un espacio de virtud y moralidad. Gobernar es el arte de cultivar virtudes cívicas. Sin ellas pierde significado aquella noble —y tan americana— idea de que hacer política es “ser parte de un propósito más grande que uno mismo”.
Sin virtud, en definitiva, la civilidad se pierde. Algo así sucedió en la Convención Republicana de 2016, cuya narrativa fue una degradación de la política casi al nivel de una subdisciplina de los bienes raíces. Durante cuatro días, una y otra vez, el rasgo de carácter más admirable del candidato a presidente resultó ser su infinito talento como empresario y constructor.
Por momentos parecía una convención por la presidencia de la asociación de agentes inmobiliarios. La familia de Trump, sus empleados actuales y pasados, sus socios comerciales, sus amigos, sus seguidores, casi todos los que tuvieron acceso al micrófono enfatizaron su inigualable don para producir un deal, un acuerdo beneficioso. Ello lo hará un excelente presidente, fue la unánime inferencia.
Asombrosa sinceridad, pero es el síntoma de algo más profundo: la claudicación, casi una abdicación ideológica del Partido Republicano, el Grand Old Party. Es que no hubo plataforma electoral en el sentido estricto del término. Nada se escuchó de la clásica narrativa Republicana, aquellos pilares que lo definían.
Si era el partido de las empresas —de las grandes empresas, esto es, los contratistas de Defensa, el petróleo, los grandes conglomeradas, la banca— quedó reducido al partido de los bienes raíces. Si era el partido del libre comercio, quedó disuelto en un confuso proteccionismo. Si era el partido de los halcones de la seguridad nacional, se desvaneció entre los guiños a Putin y el desprecio a la alianza transatlántica. Y si era el partido de la religión y los valores de familia, el altercado con Ted Cruz habla por sí mismo.
La narrativa Demócrata se ancló en aquello que el Partido Republicano, convertido en partido de Trump, ha dejado en el camino
Es que fue una convención de ausencias más que presencias, y no solo de ideas. No asistió un solo Bush, ni McCain, Romney o Powell, entre otros patricios Republicanos. Tal vez sea este el testimonio más elocuente del vaciamiento programático, un espacio disponible que le quedó servido al Partido Demócrata para la semana siguiente.
Los Demócratas fueron evidencia adicional de la división causada por Trump. Un ejemplo: con solo 475 delegados contra los 1.725 de Trump, Cruz se animó a desairarlo desde el escenario. Con más poder estructural, 1.843 delegados contra los 2.838 de Clinton, Sanders dio prioridad a una convención en unidad y con plataforma de consenso. El contraste no podría ser más marcado.
La capacidad de cementar el consenso durante la convención misma fue una clase magistral de estrategia y liderazgo. Si comenzó como guerra civil, por la intransigencia de la base electoral de Sanders, el final fue Navidad en familia. Fue un thriller en el primer día y comedia romántica al final, con la debida ayuda de Hollywood, por supuesto.
La narrativa se ancló en aquello que el Partido Republicano, convertido en partido de Trump, ha dejado en el camino. Fue Roosevelt y Reagan al mismo tiempo, la liturgia del excepcionalismo americano pero en clave Demócrata. Fue el partido de los negocios y las empresas, para eso estuvo Bloomberg. Fue el partido de la familia, para esto estuvo Michelle Obama. Fue el partido del libre comercio, que Kaine apoya en el Senado. Y fue también el partido de la seguridad nacional, para eso estuvo el General John Allen con una veintena de oficiales.
Pero sobre todo fue una convención de virtudes cívicas, nunca más elocuentes que en la estremecedora presencia de Ghazala y Khizr Khan; musulmanes, inmigrantes y padres de Humayun Khan, soldado caído en Irak y cuyos restos yacen en Arlington. Mirando directamente a la cámara, el señor Khan se dirigió a Trump y, con la Constitución en la mano, le preguntó si la había leído. Le habló de patriotismo y concluyó recriminándole no haber sacrificado nada ni a nadie en su vida.
Para quien sacrificó un hijo por patriotismo, por cierto, la política solo puede ser un propósito mucho más grande que uno mismo.
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