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Andy Murray, el último rey de Escocia

Reuters
Alejandro Ciriza

EL TERROR, la presión. También la gloria. Andy Murray disfruta con la discreción y la mesura, pero las circunstancias en las que ha tenido que desenvolverse son extremas. Nació en Dunblane, Escocia, hace 29 años. Es un contradictorio híbrido de frío y fuego. Llega con el pelo revuelto y vistiendo ropa deportiva. Escanea cuanto acontece a su alrededor. Una forma de mantenerse siempre alerta como huella del trauma que vivió a los ocho años, cuando un perturbado entró en el gimnasio de su escuela primaria, en una pequeña localidad al norte de Edimburgo, y mató a tiros a 16 niños y a una profesora, hiriendo a otros 12 alumnos. Su hermano y él caminaban en dirección a ese gimnasio, pero al escuchar los disparos retrocedieron y se escondieron en el despacho del director, bajo una mesa. Ocurrió el 13 de marzo de 1996 y es la mayor matanza infantil que ha sufrido Reino Unido.

Desde entonces, a Murray no le gusta rebobinar. Rechaza hablar sobre el episodio en las entrevistas, aunque sí lo aborda en su biografía Hitting Back (devolver el golpe), de 2008. “Lo más extraño era que conocíamos al tipo [Thomas Hamilton, al que habían destituido como coordinador de los Boy Scouts por conducta inapropiada]. Él había estado en el coche de mi mamá. Resulta raro pensar que hay un asesino en tu coche, sentado al lado de tu madre”, escribe Murray en el libro. “Esta es probablemente una de las razones por las que no quiero volver la vista atrás”.

En una imagen de 2001, cuando era adolescente.

Hoy vive abrazado al momento. Y este es el suyo: se ha convertido en el segundo mejor tenista del mundo, según la clasificación de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP), y acaba de conquistar su segundo torneo de Wimbledon. Es el tercer Grand Slam de su carrera, junto al US Open de 2012 y Wimbledon en 2013. También atesora dos medallas olímpicas – ambas en Londres 2012: oro individual y plata en los dobles mixtos– y la Copa Davis, pero tener como rivales a una generación de colosos como Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic le ha privado de un reconocimiento mayor. Y de ganar más premios.

Murray se alejó de su familia en la adolescencia para formarse en Barcelona y cumplir un sueño. Como entonces, se mantiene fiel a sus costumbres. Es un amante de otros deportes como el fútbol, el boxeo y el golf. Desde febrero también se convirtió en padre de una niña con Kim, su esposa y novia de toda la vida. En la pista despliega un tenis eléctrico. No tiene el revés ni la estética de Federer, ni la derecha de Nadal o el control de Djokovic, pero su juego concentra dosis de todos y responde al patrón moderno del circuito: físico, potencia y destreza. Y, por encima de todo, exhibe una fortaleza mental a prueba de bombas.

Su trayectoria ha consistido en ir derribando muros. No parece sencillo que un chico con una rótula bífida se convirtiera en un deportista de élite; tampoco que acabase con una especie de maldición que impedía a un británico ganar en Wimbledon desde 1936; ni soportar la carga de representar a Reino Unido. “Durante años eso fue muy difícil para mí”, dice. “Porque siempre estaba pendiente de ello mientras jugaba. Fue complicado, pero ahora no me afecta. Todo depende de cómo gestiones esa presión. Tú eres el que debe ser capaz de soportarla. No importa cuántos psicólogos o entrenadores te asesoren: cuando llega el momento, tú eres el que tiene que enfrentarse a ello”. Hace siete meses, este escocés también derribó otra barrera de casi 80 años al conseguir para su país la Copa Davis. Otra muestra de su madurez deportiva, ligada al crecimiento personal. Tímido en sus inicios, desde hace un tiempo Murray ha dado un paso al frente para afianzar su personalidad.

En el vestuario, con su equipo técnico, en 2011.

Siguen sin entusiasmarle los micrófonos, pero cuando los tiene delante no rehúye cuestiones espinosas aunque los patrocinios le obliguen a ser prudente. “Conforme me he hecho mayor he ganado confianza. Ahora me conozco mejor, pero debes tener siempre mucho cuidado con lo que dices, porque si es algo equivocado o algo que la prensa luego malinterprete, puede llegar a ser muy estresante. Lo mejor es ser abierto y honesto”. Por eso, pese a que algunos políticos intentaron instrumentalizarlo el año pasado en el referéndum en el que Escocia debía decidir si permanecía en Reino Unido, el tenista decidió mostrar lo que pensaba en su cuenta de Twitter y dijo a sus 3,5 millones de seguidores: “Let’s do this! [¡hagámoslo!]”.

Su opción a favor de la independencia es un tema vetado en la entrevista. No dirá palabra alguna al respecto. Sí lo hará, en cambio, sobre otro asunto espinoso, el de la disparidad salarial entre hombres y mujeres en el tenis. Murray cree que los premios deben ir acordes con los méritos en la pista, independientemente del sexo. “El tenis está jugando un gran papel, porque los sueldos de unos y otras están muy próximos en comparación con lo que sucede en otros deportes. Deberíamos estar orgullosos de ello. Todavía no es perfecto, pero tampoco resulta fácil que todo lo sea”. A continuación esgrime una discutible comparación entre la competición femenina y la masculina: “Serena [Williams] es una de las mejores deportistas del planeta, pero ¿y si hubiera coincidido con [Chris] Evert, [Martina] Navratilova y [Steffi] Graf? El tenis masculino ha tenido la fortuna de contar con grandes jugadores en la última década y se ha vuelto muy popular”.

El día de su boda con Kim Sears, con quien tiene una hija, en Dunblane.

Murray iba para futbolista –probó en categorías inferiores del Glasgow Rangers–, pero interiorizó la pasión de su madre, Judy Murray, por el tenis. Ella fue su tutora desde pequeño, hasta que cumplió los 12 años y emigró a la academia de Emilio Sánchez Vicario en Barcelona. “Venía a los torneos hasta que cumplí los 16 o los 17 años”, rememora sobre su madre. “Compartíamos muchos momentos en la pista, por eso estoy acostumbrado a recibir indicaciones de una mujer”, agrega sobre la elección de la francesa Amélie Mauresmo como entrenadora. Una relación deportiva pionera que duró dos años –ha vuelto a encomendarse a Ivan Lendl– y que levantó una gran polvareda. “Sabía que al principio iba a causar revuelo, porque ningún jugador top había tenido a una mujer como entrenadora, pero ella contaba con una gran experiencia. Creo que no fueron justos… Cuando perdía los partidos con otros preparadores, era yo el que se llevaba las críticas, pero el año pasado perdí un par de partidos a final de temporada, en la Copa de Maestros de Londres, y todo el mundo la criticó. Eso nunca me había pasado con los otros entrenadores que tuve. Fue algo feo. Esto no depende de que sea un hombre o una mujer. No hay diferencia entre lo que puede aportarte el uno o la otra”.

El tenis no es un mundo tan idílico como parece desde fuera. En el día a día mandan la rutina, los automatismos, la repetición. Los mismos rostros, los mismos hoteles, la misma dinámica. “Sí, en cierta manera hay veces que llegas a sentirte como un robot, sobre todo durante los entrenamientos; hay días que resultan muy aburridos. Pero los partidos son otra cosa”. La adrenalina, dice, reside en la competición.

Andy Murray y su hermano Jamie, en 2005.

Llegar a la élite del deporte implica pagar peajes. Uno de ellos se denomina lesiones. El tenista tuvo que ser operado en 2013 de la espalda para poder continuar en la pista. Además está la distancia de la familia. “Resulta duro, pero merece la pena. Vivir lejos de casa desde tan joven te vuelve fuerte, hace que crezcas más rápido porque tienes que enfrentarte a muchas más cosas por tu cuenta y debes aprender a cuidarte a ti mismo. También hay un componente de riesgo, porque no muchos niños logran alcanzar la meta; mucha gente se queda en el camino. Mis padres aceptaron esa posibilidad e hicieron un gran sacrificio por mí y por mi hermano Jamie [un reputado jugador de dobles]”.

De no haber sido Andy Murray, ¿quién le hubiera gustado ser? “Creo que estaría bien meterse en la piel de algunos de los mejores jugadores de fútbol del mundo. Amo el balompié. Me gustaría sentirme como Messi o Cristiano por un día. Experimentar lo que ellos sienten en los grandes estadios y hacer lo que ellos hacen sobre el campo”.

Tenis no apto para menores

PARENTAL advisory. Explicit content [advertencia a los padres. Contenido explícito]”. El aviso aparece grabado en la camiseta que lleva una joven que se sienta en el palco de Andy Murray. Se llama Kim Sears, y es su pareja. Las cámaras la han pillado en la jornada previa diciéndole de todo menos guapo al rival de su chico: “Fucking have that, you Czech flash fuck” (algo así como: “chúpate esa, checo mal follado”). Es 2015, y la polémica recorre los periódicos y los telediarios. Sears responde poniéndose esa camiseta con la naturalidad de quien invita a un extraño a conocer su día a día: al fin y al cabo, en el vestuario todos han escuchado ya cómo Murray lanza palabrotas sobre la pista, especialmente contra su propio banquillo.

Porque la BBC tiene que disculparse en directo cuando retransmite sin querer uno de los habituales tacos del campeón británico durante el descanso de un partido de Wimbledon contra Fernando Verdasco. Porque en otra ocasión le graban chillando a su equipo (“¡Parad con los teléfonos!”). Porque la palabrota más inglesa retumba en muchos de sus encuentros (“fuck!”). Y porque Amélie Mauresmo, la entrenadora con la que empezó 2016, decide dejar el cargo porque no aguanta más que ese jugador la mire en los partidos para destrozar el diccionario, entre otras razones.

“Andy es una persona compleja. En la pista llega a ser lo opuesto a lo que es en la vida. Eso puede ser desconcertante”, llega a decir Mauresmo en L’Equipe. “Creo que Amélie no quería seguir siendo insultada delante de las cámaras”, le secunda Julien Benneteau, tenista francés.

Murray lleva toda su vida jugando un tenis no apto para menores. Peleando por mejorar el drive. Luchando por no ceder a su instinto (defender) y por aplicar lo que le dicen sus técnicos (atacar). Enfrentándose a las expectativas de un país que no veía a un tenista de su calibre desde los tiempos en blanco y negro de Fred Perry. Todos esos fantasmas, sin embargo, nacen en el mismo sitio: amable fuera de la pista, entregado a la familia y bromista; la competición acelera el pulso de Murray mientras le tortura.

Entonces, ¿cómo ha ganado Wimbledon? Cumplidos los 29, su equipo habla de la pausa que le ha dado el matrimonio, y de la madurez que ha alcanzado con la paternidad. Hay otro factor importante. En su banquillo acaba de volver a sentarse Ivan Lendl. Un mito de su deporte. El responsable de sus mayores éxitos. Un sargento del tenis.

La seriedad del excampeón es legendaria. Su actitud militar, conocida. Murray sabe que con el checoestadounidense tiene que andar de puntillas. Que a la primera palabra gruesa, Lendl se marchará sin despedirse. En consecuencia, el escocés se ha reconducido durante la quincena que le ha llevado a su último triunfo.

Todo queda resumido durante su partido contra Jo-Wilfried Tsonga. Murray pierde una ventaja de dos sets. El francés iguala 2-2. El héroe local se encuentra frente al abismo. Debe jugar un quinto parcial decisivo. A vida o muerte. Y se gira hacia la esquina desde la que le observa su equipo. Hay quien se teme lo peor. Una explosión. Una queja. El derrumbe. “¡Ni en broma pierdo este partido!”, grita Murray, que sin palabrotas para los suyos gana 6-1 y se lanza a por el título.

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Sobre la firma

Alejandro Ciriza
Cubre la información de tenis desde 2015. Melbourne, París, Londres y Nueva York, su ruta anual. Escala en los Juegos Olímpicos de Tokio. Se incorporó a EL PAÍS en 2007 y previamente trabajó en Localia (deportes), Telecinco (informativos) y As (fútbol). Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra. Autor de ‘¡Vamos, Rafa!’.

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