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Animales al poder

Stefano Bianchetti (Getty)
Guillermo Altares

LA PRESENCIA de jirafas en el Imperio Romano iba mucho allá del circo. Un equipo de la Universidad de Cincinnati (Estados Unidos) lleva años excavando una serie de edificios de viviendas en la ciudad romana sepultada por el Vesubio. En lo que fue una taberna encontraron restos de muchos productos consumidos allí, entre ellos un hueso de jirafa. Un descubrimiento extraordinario porque el mamífero africano de cuello interminable era un animal extraño, muy difícil de transportar y, sobre todo, muy valioso. La profesora de latín de Cambridge Mary Beard, que entre otras muchas obras ha escrito un ensayo sobre el Coliseo de Roma, confesaba en una entrevista reciente que no tenemos la menor idea de cómo los romanos habían sido capaces de acarrear animales salvajes desde África hasta Europa, no ya leones o leopardos, sino bestias enormes como jirafas o elefantes.

Mosaico romano que muestra a un reo atacado por animales salvajes. Grabado de Heinrich Leutemann que representa una triunfal procesión en el foro romano.

El historiador francés Michel Pastoureau describe en su estupendo ensayo Les animaux célèbres (Los animales famosos) los enormes esfuerzos desplegados para transportar una jirafa en la Francia en el siglo XVIII. Era la segunda vez que una de estas criaturas visitaba Europa desde el fin del Imperio Romano. La primera vivió en la Florencia renacentista después de que el sultán de Egipto le regalase un ejemplar a Lorenzo el Magnífico. La jirafa de Carlos X, el último Borbón que reinó en Francia entre 1824 y 1830, fue también un presente del pachá de Egipto, y el animal, que había sido capturado en Etiopía, llegó en barco al puerto de Marsella. El naturalista Étienne Geof­froy Saint-Hilaire, fundador del zoo del Jardín de Plantas, que todavía existe en París, acompañó al animal a pie junto a un cortejo más bien peculiar: tres vacas lecheras, dos muflones y un antílope macho, además de dos egipcios que viajaban con la criatura desde Etiopía. El propio Saint-Hilaire cuenta la odisea que representaba encontrar cada noche un alojamiento en el que cupiese el inmenso animal. “A veces era necesario demoler el techo de un establo”, escribió. La jirafa provocó un fervor popular descomunal durante un recorrido de 775 kilómetros, que se prolongó casi dos meses.

Puede parecer absurdo invertir tanta energía en trasladar una jirafa hasta París; pero tiene todo el sentido del mundo porque los animales exóticos han sido siempre un símbolo de poder. Los romanos reservaban para los que llamaban “enemigos del Estado”, como los cristianos, uno de sus castigos más crueles, la damnatio ad bestias, la condena a las bestias, durante la cual los prisioneros eran devorados por criaturas salvajes ante la multitud. El museo de la ciudad tunecina de El Djem, que alberga el segundo anfiteatro más grande del mundo, conserva un mosaico en el que se ve a un reo mordido en la cara por leopardos. El poder no consistía en tomarse tantas molestias para ejecutar a alguien, sino en mostrar que Roma era capaz de desplazar animales desde cualquier rincón del mundo (de la misma forma que las columnas del Panteón son de granito macizo y fueron acarreadas enteras desde el desierto egipcio). El mensaje era poner de manifiesto que un imperio es eso: una potencia capaz de trasladar cualquier cosa a cualquier lugar.

Hacienda Nápoles, de Pablo Escobar, en Doradal, en el departamento de Antioquia (Colombia).

La ensayista estadounidense de origen ruso Marina Belozerskaya estudia en su libro La jirafa de los Medici (Gedisa) la relación de los animales con el poder, desde aquella jirafa de Lorenzo el Magnífico hasta la diplomacia del panda del comunismo chino. Los ejemplos son innumerables: si uno visita el palacio de los Papas en Aviñón, que albergó a los pontífices romanos durante el siglo XIV, descubrirá que su jardín más bello escondía un zoo con jabalíes o leones. El narcotraficante colombiano, megalómano y asesino de masas Pablo Escobar fundó su propio parque zoológico en su lujosa residencia, la Hacienda Nápoles, a 200 kilómetros de Medellín. Tras su muerte, en 1993, se escaparon varios hipopótamos con los que todavía se topan los campesinos de la zona, ya que los animales se adaptaron perfectamente y se reprodujeron. Hoy forman la comunidad de hipopótamos salvajes más grande del mundo fuera de África. Escobar compró cuatro ejemplares a un zoo de San Diego y los científicos estiman que hoy campan a sus anchas unos 35. Se pueden imaginar pocas muestras de poder tan rotundas como haber sembrado el campo de Colombia de bestias africanas dos décadas después de su muerte.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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