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Salve al planeta con la toalla

Polaroid de una chica con la cabeza envuelta en una toalla.
Polaroid de una chica con la cabeza envuelta en una toalla.Getty
Martín Caparrós

Lo he visto escrito en tantos lugares, en tantos idiomas –aunque siempre, claro, con su versión inglesa abajo: “Salve el planeta”, dice, por ejemplo. “Ayúdenos a conservar el medio ambiente. Si prefiere reutilizar su toalla, déjela colgada en su toallero”. En tiempos de heroísmos muy menguados, de proyectos egoístas y menores, no es poco que colgar una toalla te permita salvar al planeta. En tiempos plagados de elecciones intrascendentes –¿el iPhone o el Samsung?, ¿pollo o pasta?, ¿el pesoe o el pepé?–, que elegir entre suelo y toallero haga la diferencia es tentación difícil de esquivar. Y es además un gran negocio. Alguien, un buen periodista –de esos que ahora dicen que hacen “periodismo de datos” como si los demás se hicieran con jamones–, debería dejarse de rollos y calcular el dinero que ganan los dueños de los hoteles –de las grandes cadenas hoteleras– gracias a ese sobresalto ecololó de sus clientes.

El ecobusiness o negocio ecololó tiene, por supuesto, encarnaciones más sofisticadas que la toalla del hotel. Es un signo de los tiempos: ya casi no hay negocio que no sea eco. No hay compañía poderosa que no intente mostrar cuánto cuida los recursos naturales, cuán “sostenibles” son sus métodos, cuán verdes sus principios. Verde es el color de nuestros días, verde que te quiero más verde, verde como la luz, verde de verdad. Y verde es, por supuesto, el maquillaje insoslayable de todo emprendimiento que se precie.

Es signo de los tiempos: estamos preocupados. No conseguimos imaginar un futuro que nos atraiga: ésos que supusimos durante un siglo y medio de modernidad se revelaron desastrosos, y estamos sin futuro como un adicto sin su droga. Entonces todo nos resulta amenaza: el futuro, sobre todo, es amenaza, y nos refugiamos en esta forma cool del conservadurismo que solemos llamar ecología.

La ecología tiene la ventaja de ser evidente y razonable: si nos cargamos el planeta no vamos a poder usarlo más. La ecología es algo así como la solidaridad de los individualistas, la misión de una época de escépticos. Y tiene, sobre las demás opciones, una gran ventaja: ofrece mejoras personales evidentes. Hubo tiempos en que alguna ideología –cristianismos, socialismos– había convencido a mucha gente de que no podía ser feliz si su prójimo no lo era, no podía sentirse satisfecho si su vecino tenía hambre. Ahora, cuando tales antiguallas parecen ser historia, la preocupación ecololó triunfa: es fácil suponer que la degradación del medio ambiente no deja –en principio– a nadie a salvo, que si el calentamiento global va a calentar tanto, oponerse no es altruismo ni requiere el esfuerzo de imaginar la desgracia de un niño morenito: es puro instinto de supervivencia.

Y te da la oportunidad inmejorable de sentir que estás haciendo algo por el mundo, defendiendo el mundo de los malos, tratando de que cambie lo necesario para que nada cambie. De proclamar incluso cierta insatisfacción con la forma en que funciona el mundo –capitalismo despiadado, grandes corporaciones–, tan leve que puede ser compartida por los capitalistas despiadados, por las grandes corporaciones. Que suelen defender la Tierra a muerte hasta que deciden matar a los que defienden sus tierras contra sus intentos de sacarles petróleo, minerales –pero ésa es otra cosa: no ecología sino la clásica pelea por los recursos naturales. La salvación cotidiana del (eco)sistema, en cambio, no requiere grandes sacrificios: alcanza, muchas veces, con poner nuestros restos en la bolsa indicada, comprar tomates caros en lugar de baratos, extasiarse ante los ojos de una vaca o, ya puestos a arriesgar, secarse dos veces con la misma toalla.

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