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Perfil

La hora de Michelle Obama

Lawrence Jackson
Marc Bassets

AQUELLA semana su marido, el presidente Barack Obama, estaba en Japón para reunirse con los líderes de las potencias industriales y visitar Hi­roshi­ma, la ciudad sobre la que Estados Unidos lanzó la bomba atómica en agosto de 1945. Muy lejos del escenario global, ella, Michelle, acudía a la graduación de los alumnos de secundaria de una escuela indígena de Nuevo México. Acababa de conocerse la ubicación de la residencia donde, después de abandonar la Casa Blanca el próximo enero, los Obama vivirían en ­Washington. Pero la primera dama seguía con su agenda por la educación y las minorías y Santa Fe, la capital de Nuevo México, vivía un ambiente de fiesta con su llegada. Muy distinto era el clima en su vecina Alburquerque, a apenas cien kilómetros, donde un mitin de Donald Trump, candidato republicano a la Casa Blanca, había degenerado en altercados. Una serie de televisión sobre traficantes de drogas, Breaking Bad, y una investigación del Gobierno federal por abusos policiales contra minorías habían convertido esta ciudad en medio del desierto en el ejemplo, un mal ejemplo, de algunas disfunciones del Estados Unidos de este principio del siglo XXI, años que en parte coinciden con la presidencia del demócrata Obama.

En la Santa Fe Indian School, todo estaba preparado para el gran día. Los jefes de las tribus locales –pueblos, apaches, hopis y navajos– ocupaban la primera fila de las gradas del pabellón, en un campus de edificios bajos de adobe, como la mayoría de construcciones de la ciudad. Los graduados iban engalanados con las ropas y plumajes tradicionales de sus tribus.

La pareja presidencial abre el baile inaugural en enero de 2009.

Para los profesores y estudiantes de la escuela, que Michelle Obama hubiera aceptado la invitación de hablar a los alumnos el día de la graduación fue más que una sorpresa. Era un milagro que, entre la multitud de invitaciones que cada año llegan al Ala Este de la Casa Blanca, sede de la oficina de la primera dama, esta hubiese elegido la Santa Fe Indian School, dedicada a la educación de una de las dos minorías más humilladas y castigadas en la historia de Estados Unidos, la india. La otra minoría es la negra, a la que pertenece Michelle Obama, la primera descendiente de esclavos en vivir en la Casa Blanca, con excepción del personal del servicio. Delante de la escuela, al otro lado de la carretera, un cartel visible para todos los que acudían a la ceremonia pedía a Michelle Obama que fuese la próxima presidenta.

“Aunque yo haya podido nacer en la otra punta del país, y aunque mi travesía pueda ser un poco distinta de la vuestra, cuando me hablaron de vosotros, me quedó claro que nuestras historias estaban conectadas, y que vuestros valores, los valores que os infunden en esta escuela, son los mismos que me transmitieron mis padres”, dijo al millar de graduados, estudiantes, familiares y jefes tribales que llenaban el gimnasio.

El 20 de enero de 2017, después de ocho años en el cargo, Barack Obama dejará de ser presidente. Le sucederá el vencedor de las elecciones del 8 de noviembre: la demócrata Hillary Clinton o el republicano Trump. Salvo sorpresas o accidentes inesperados, será uno de los dos. El mismo día, Michelle Obama –hija de una familia de clase trabajadora del sur de Chicago, graduada en universidades de élite como Princeton y Harvard, profesional de éxito antes de consagrarse a la carrera de su marido– dejará de ser la primera dama. Entrará en uno de los clubes más selectos del mundo, después del de los expresidentes: el de las ex primeras damas. Lo hará en un momento excepcional. Quien suceda a su marido quizá sea precisamente una ex primera dama, Hillary Clinton, y a ella, a Michelle Obama, puede sucederle un hombre, que a la vez fue presidente: Bill Clinton. Si el candidato republicano gana, su sucesora puede ser una exmodelo nacida en Eslovenia, Melania Knavs, y el próximo presidente, un hombre de negocios y showman televisivo sin experiencia política y con un discurso xenófobo. La telerrealidad irrumpirá en el despacho oval.

Su legado es profundamente político. No en el sentido de la politiquería partidista, sino como espejo de este país. Qué es y adónde va.

Ocurra lo que ocurra, nada será igual: es posible que Michelle Obama sea la última primera dama tradicional. Y al mismo tiempo su legado es profundamente político: no en el sentido de la politiquería partidista, sino como espejo de este país. Qué es y adónde va.

Estos años ha dado algunas pistas. Una, que no tiene la intención de entrar en política, como hizo la hoy candidata Hillary Clinton.

Dos, que, al contrario que Hillary, una primera dama que durante la presidencia de su marido entró en la refriega partidista y en algunos momentos aspiró a ejercer de copresidenta, Michelle se ha dedicado a temas que escapan a las disputas de Washington, como la educación de las niñas, el cuidado de las familias de excombatientes o la lucha contra la obesidad.

Y tres, que su herencia, el mensaje que deja su presidencia, será más ético que político. “Espero que siempre recordéis vuestra historia, y que la llevéis con tanto orgullo como yo llevo la mía”, dijo en Santa Fe. Es un mensaje de memoria y futuro. Un mensaje conservador en el mejor sentido de la palabra: la familia y la comunidad impulsan el progreso humano. Y un mensaje de identidad: ella no estaría donde está sin los esfuerzos de sus antepasados, y lo mismo valía para los adolescentes que aquel día se graduaban.

“Cuando Michelle Obama deje la Casa Blanca en enero, cederá un megáfono muy grande, pero ella no es el tipo de persona que desaparece”, dice Peter Slevin, autor de Michelle Obama. A Life (Michelle Obama. Una vida), su biografía más completa. Slevin se refiere por ejemplo a los programas de educación como Let Girls Learn (dejad que las niñas aprendan), que la llevó a España a finales de junio de 2015. Explica que la primera dama está escribiendo un libro “que sin duda pondrá millones de dólares en su bolsillo”. “¿Entrar en política como Hillary Clinton?”, continúa. “No. Cuando le preguntaron qué pensaría si dentro de 10 años se despertase y le dijesen que Michelle se presentaba para presidenta, Barack Obama respondió que pensaría que la habían abducido unos alienígenas”.

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El presidente Obama y la primera dama son recibidos en el palacio de Buckingham por Isabel II, en 2009.

“No, no le gusta la política, y cuando la gente le menciona que debería entrar en política, Michelle y sus amigos se ríen de la idea”, corrobora Kate Andersen Brower, autora de First Women. The Grace and Power of America’s Modern First Ladies (Primeras mujeres. La gracia y el poder de las primeras damas modernas de Estados Unidos). Sobre la base de entrevistas con ex primeras damas vivas y con personas de su entorno, Brower indaga en el poder e influencia de este cargo oficioso –no figura en la Constitución, no está remunerado y su poder real es nulo– y traza el perfil de las primeras damas y de la relación entre ellas.

“Creo que [Michelle Obama] se dedicará a temas por los que se ha preocupado en la Casa Blanca, como asegurarse de que más chicas vayan a la escuela en todo el mundo, trabajar para ayudar a las familias de militares, y el control de las armas”, dice Brower.

Sus modelos, más que Hillary Clinton, con quien mantiene una relación tirante, podrían ser Betty Ford y Rosalynn Carter, según la autora de First Women. Betty Ford, esposa de Gerald Ford, que fue presidente entre 1974 y 1977, dejó huella después de abandonar la Casa Blanca, cuando admitió su adicción al alcohol y a las pastillas y dedicó el resto de su vida al activismo en este ámbito. Rosalynn Carter, esposa de Jimmy Carter (1977-1981), ha colaborado durante décadas con su marido en la Fundación Carter.

Sus palabras, su biografía y su identidad son una refutación del estados unidos del candidato republicano donald trump.

El legado de Michelle Obama, según Brower, “será su trabajo para acabar con la obesidad infantil, logrando que en los barrios menos privilegiados haya acceso a los alimenos sanos, y su labor en ayuda de las familias de militares”. “En última instancia, sin embargo, ella vio que su tarea era la de mamá en jefe, y creo que fue capaz de educar bajo los focos a dos hijas muy estables”, añade.

La adaptación a la vida corriente después de la burbuja de la Casa Blanca puede ser complicada. Brower cuenta en su libro que Lady Bird, como era conocida la esposa del presidente Lyndon Johnson (1963-1969), se sintió como una cenicienta el día que regresó a su casa de Texas y se vio rodeada de montones de maletas sin ningún empleado para echarle una mano. También a Barbara Bush, esposa y madre de presidentes, le costó adaptarse a la vida civil, “sin el ejército de doncellas, mayordomos y cocineros a su disposición”. Cuando los Obama se muden a la mansión alquilada del barrio de Kalorama, en el noroeste de Washington, mantendrán la protección del Servicio Secreto –el cuerpo policial que vela por la vida de presidentes y expresidentes– y un sueldo de cerca de 200.000 dólares anuales, y recuperarán la libertad de movimientos de la que carecen en la Casa Blanca, “una prisión realmente agradable”, como bromeó una vez Michelle Obama. Tendrá 53 años recién cumplidos.

Mientras tanto, la primera dama se escapa cuando puede de la prisión, en salidas anónimas en Washing­ton o en viajes como el que en mayo la llevó a Nuevo México.

Michelle Obama, durante un acto en la Santa Fe Indian School, en mayo.

La Santa Fe Indian School se fundó en 1890 con la idea, prevalente entonces, de “matar al indio para salvar al hombre”. Es decir, con la voluntad de extirpar la cultura autóctona –la lengua, las creencias– y asimilar al americano nativo. Todo ha cambiado. Ahora son las tribus las que controlan la administración de la escuela. “Usamos los valores de los [integrantes del grupo nativo] indios pueblo para orientar nuestro programa educativo”, dice Anthony Dorame, que se graduó en 1993 y es profesor de ciencia agrícola en la escuela. Dorame es un indio pueblo de Tesuque, al norte de Santa Fe. Su lengua materna es el tewa. “Algunos de estos valores son el respeto, la perseverancia. Aunque los identificamos como méritos de los indios pueblo, son virtudes que todos los humanos deben encarnar para hacer del mundo un lugar mejor”.

La graduación en una escuela secundaria no es un acto político ni partidista, pero la campaña electoral queda cercana. Los altercados tras el mitin de Trump en Albuquerque comparten portada en la prensa con la visita de Michelle Obama. Como otras minorías, muchos nativos americanos se sienten amenazados por Trump y su nostalgia de un Estados Unidos donde los blancos de origen anglosajón eran hegemónicos. “Les he dicho a mis estudiantes, que van a cumplir 18 años, que deben votar: es crucial”, dice Dorame. “Vi una estadística que decía que solo un 22% de la tribu pueblo vota. Debemos mostrar a nuestra gente el poder del voto y cómo puede ayudarnos”.

Michelle Obama, sentada en una silla en el estrado, con una botella de plástico de agua en la mano, escucha los discursos previos de los estudiantes que están a punto de graduarse. Hablan Chyanne Quintana, de la tribu pueblo de Santa Clara, y Emanuel Vigil, de los apaches de Jicarilla. Quintana estudiará en la Universidad de Nuevo México. Vigil, número uno de su promoción, en la de Columbia, en Nueva York. Michelle, seguramente la única afroamericana en el auditorio, lo abraza y empieza a hablar.

“Quiero hablar de quienes vinieron antes de mí y de cómo hicieron que yo fuese quien soy”, dice.

Posa con las ex primeras damas, en 2009: Laura Bush, Hillary Clinton, Barbara Bush y Rosalynn Carter.

“Soy la tataranieta de Jim Robinson, que nació en Carolina del Sur, que vivió como esclavo y que probablemente esté enterrado en una tumba anónima en la plantación donde trabajó. Soy la bisnieta de Fraser Robinson, un sirviente iletrado que aprendió a leer solo y se convirtió en emprendedor, vendiendo periódicos y zapatos. Soy la nieta de Fraser Robinson Júnior, que abandonó la única vida que había conocido para trasladar a su familia al norte, buscando un lugar para que los sueños de sus hijos no estuvieran tan limitados por el color de su piel. Y soy la hija de Fraser Robinson III y de Marian Robinson, que me educaron, a mí y a mi hermano, en un pequeño apartamento en el South Side de Chicago, en el piso de arriba de mis ancianos tíos abuelos, a quienes mis padres cuidaban, y a unas manzanas de nuestros parientes, un montón de abuelos y tías y tíos y primos que siempre entraban y salían de las casas y las vidas respectivas, compartiendo historias y comida y hablando y riéndose durante horas…”.

La primera dama identifica su genealogía particular –y la historia colectiva de esclavitud, segregación y marginación de los negros– con la de la audiencia. Los hijos de las tribus de Nuevo México se reconocen en las historias de la familia Robinson. “Como sabemos, esta escuela se fundó como parte de un esfuerzo deliberado y sistemático para extinguir vuestra cultura, para aniquilar literalmente lo que erais y aquello en lo que creíais”, dice. “Pero mirad cómo estáis hoy. Las lenguas nativas, que antaño estuvieron prohibidas aquí, se escuchan por los pasillos y en las conversaciones de los dormitorios de la escuela por la noche”.

Sin citarlo, la primera dama también habló de Donald Trump. “Algunas de las voces más gritonas en nuestro debate nacional proclaman cosas que van en contra de todos y cada uno de los valores que habéis experimentado en esta escuela. Nos dicen que deberíamos faltar al respeto a los otros por ser quienes son, o por su lugar de procedencia, o por cómo rezan”.

Parece que Michelle Obama no es política, y es verdad que nada le apetece menos que dedicarse al oficio de su marido. Pero escuchándola en Santa Fe, en un Estado con la mitad de la población latina y un 10% de nativos, ante miembros de una minoría golpeada por la mayoría blanca, en un país en tensión por el ascenso de Trump, queda claro que el discurso no es un compromiso protocolario más de una primera dama. Sus palabras inciden en las fallas de esta sociedad, en la discusión sobre qué significa ser ciudadano y qué significa ser americano. No cabe imaginar un mensaje más político que el de Michelle Obama. Sus palabras, su biografía y su identidad son una refutación del Estados Unidos de Donald Trump.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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