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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Islandia, contra el modelo del fútbol inflacionario

El fútbol islandés emociona; pero aquí, sigamos con las permutas de suelo público, el despilfarro de las comisiones por fichajes y la lenidad fiscal

Jesús Mota
Jugadores islandeses celebran el triunfo sobre Inglaterra
Jugadores islandeses celebran el triunfo sobre InglaterraEFE

Gary Lineker, goleador aficionado a las frases lapidarias (suya es esa que repiten los analistas deportivos de garrafón: “El fútbol es un deporte que juegan 11 contra 11 y siempre gana Alemania”) fabricó otra gragea de humor inglés, menos sarcástica que el Brexit, pero mejor compuesta: “Nos ha eliminado un país que tiene más volcanes que futbolistas profesionales”. El bueno de Gary se refería a Islandia, que ha eliminado a Inglaterra de la Euro 2016 de selecciones nacionales y juega hoy con Francia por un lugar al sol de las semifinales. La comparación es, rara avis, exacta. En Islandia aparecen registrados unos cien futbolistas profesionales federados; del fútbol viven unos cuarenta. El país tiene la misma población que Córdoba, una gestión política de primera calidad (favorecida por el escaso número de habitantes; la democracia se complica a partir del millón de ciudadanos) y una voluntad pública, que sus jugadores replican en el estadio, de controlar su propio destino social.

En Islandia, los clubes son asociaciones deportivas (grassroots) constituidas por voluntarios. Entienden el fútbol como una disciplina educativa más, así que es difícil que un jugador islandés escupa a una cámara, arroje el micrófono de un periodista a un lago o fabrique una intrincada red de sociedades fantasma para evadir al fisco. El Estado paga 200 euros a cada niño para que haga deporte, de forma que están cubiertos los factores mínimos de crecimiento y desarrollo físico. Los futbolistas se ganan la vida fuera del país —los 23 convocados de la Euro juegan en Ligas extranjeras— y el staff deportivo de la selección, salvo Lars Lägerback, seleccionador, son aficionados (el segundo de Lägerback es dentista).

Islandia está tan lejos del fútbol hiperprofesionalizado, atrapado en el bucle de las neurosis tóxicas de las estrellas, como Mariano Rajoy de entender el cambio climático. Tertulianos deportivos que tendrían dificultades para recordar la capital de Islandia exaltan con pringosa sentimentalidad el tópico del país pequeño que, con pocos recursos, vence deportivamente a los poderosos. No hay cuidado; la exaltación no llegará tan lejos como para sugerir un cambio drástico en el modelo de fútbol español: imponer un tope salarial a los futbolistas, acabar con la indecente ostentación de privilegiados que perciben 21 millones al año mientras construyen laberintos fiscales, clubes que hozan en el tráfico inmobiliario, comisionistas enriquecidos a costa de los socios o sociedades futbolísticas que permiten a sus jugadores, en edad juvenil, que insulten a los árbitros o agredan a los contrarios. Islandia está bien, pero lo mejor es que queda lejos. Sigamos aquí con el enredo de las permutas de suelo público, con el despilfarro de las comisiones por fichajes y con la lenidad fiscal.

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Estas son las razones, directas e inversas, por la cuales el aficionado, defienda el fútbol lechuguino del tiqui-taca o el rancio del patadón p‘arriba, debe preferir hoy a Islandia. El futuro del fútbol ya está escrito en los balances de los intermediarios; pero aquí y ahora hay que estar con el que pone en ridículo el modelo de universo futbolístico inflacionario.

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