En el reino de las redes del anonimato, el insulto y el seudónimo
Los comentarios en Internet están, con demasiada frecuencia, teñidos por la ansiedad de hacer el mal o de divulgar la maldad
Como el mundo de Internet tiene una historia ya tan encriptada como algunos cuentos de Borges o como el más complicado de los libros de Joyce, no puede rastrearse el momento en que la red de redes permitió que fuera normal a ese nivel de la comunicación infinita lo que no es aceptable en el más acá de las redes, la vida analógica.
Por ejemplo, en la vida analógica (la de los periódicos de toda la vida) no son posibles las cartas anónimas, los comentarios con seudónimos ni, por supuesto, los insultos.
Pero tanto en los medios digitales próximos o entrañados con los diarios analógicos (o de papel, como este mismo en el que trabajo) como en las redes sociales propiamente dichas, el reino del anonimato, el insulto y el seudónimo ya gobierna con una prepotencia que parece invencible. Y es una pena.
Se creía, y algunos siguen creyendo, que gracias a este espléndido mecanismo de interacción de las opiniones se iba a crear un foro múltiple, abierto y generoso que ampliaría el conocimiento que unos tenemos de otros. Y no ha sido así; en las redes próximas y en las redes lejanas, los comentarios se alteran con demasiada frecuencia con la irrupción de esos elementos que distorsionan por completo la normal convivencia de las opiniones.
Generalmente, esas opiniones teñidas por la ansiedad de hacer el mal, o de divulgar la maldad, en contra de todas las normas del decoro que debe presidir la comunicación de lo que se siente o de lo que se piensa, se disfrazan con seudónimos, a veces con seudónimos que dañan la identidad de personas reales cuyos nombres se usurpan. Otras veces el insulto viene desde nombres improbables, seudónimos supuestamente imaginativos que incluyen en sí mismos fabricaciones malevolentes. Y, finalmente, hay nombres propios que se quedan solos, con sus opiniones serenas o airadas, en medio de tanta ciénaga de identidades supuestas.
Los periódicos (este también, desde su primera hora) explican que los comentarios insultantes, irrespetuosos o anónimos no tienen cabida en sus páginas de correspondencia de los lectores. Esa buena proposición, que ha alentado cartas tan legendarias como las que con frecuencia recopilan el Times de Londres o el Times de Nueva York, o que alguna vez recopiló nuestro mismo periódico, se mantiene en los impresos, pero la velocidad de la red, y también la generosidad de la red, ha hecho que ese reino del insulto y del anonimato aparezca en los comentarios a trabajos que merecen consideración, discusión, controversia, pero que no merecen ni el anonimato ni el insulto, y ya se sabe que el anonimato es una manera aviesa del insulto.
En el prólogo de un libro que recomiendo a los lectores que quieran saber qué poder avieso tienen las palabras anónimas, las que quieren hacer daño y lo hacen, y de qué manera, Paul Preston explica cómo se fue fabricando el clima que condujo a la guerra civil española. El libro se titula El Holocausto español. A mi me puso los pelos de punta, porque sentí que aquel periodo de dejadez malvada del lenguaje nunca ha dejado nuestra conversación cotidiana, agrandada ahora por la enorme conversación de las redes, que a veces se convierte, y podría haber sido grandiosa, en una conversación triste e imposible.
Joyce, con el que comencé a escribir este texto, tiene una frase que me regaló el escritor José Antonio Masoliver Ródenas: “Ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de conversación”. Ahora, aunque cambiemos de país, la conversación global seguirá siendo la misma amenaza que ahora contiene esta red de insultos a las que está condenada la civilización del espectáculo.
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