Muertitos
Cuánto es demasiado, cuánto es suficiente. No se sabe, pero, antes o después, las cosas —la pena, las telenovelas, el éxito de un escritor de éxito— llegan a su fin. Así, la serie Los Muertitos nos duró poco. Tan poco que tuvo un solo hit cuyas repercusiones sirven, apenas, para escribir columnas como esta. En mayo de este año, una organización humanitaria alemana que operaba un barco de rescate —de refugiados: de qué otra cosa— entre Libia e Italia distribuyó la foto de un bebé muerto en brazos de un rescatista. El bebé, que se había ahogado en uno de esos naufragios de desesperación, tenía los labios cianóticos pero no parecía muerto sino dormido. El rescatista, que lo sostenía como si lo acunara, dijo: “Protegí el pequeño cuerpo en mis brazos, como si aún estuviera vivo”. Los diarios publicaron la foto y titularon: “Nuevamente la imagen de un bebé ahogado en un naufragio conmueve al mundo”. El mundo, la verdad, no parecía muy conmovido: no hubo explosiones de indignación, no hubo escándalo en los noticieros, y días después nadie recordaba el episodio (de hecho, la inmensa mayoría ni siquiera se enteró). Comparando el efecto de esta foto con el que produjo la primera de la serie, la de Aylan, el sirio que apareció muerto en 2015 en una playa turca, se podría decir que la diferencia es la misma que existe entre el huracán Katrina y el aire removido por un ventilador. Aylan tenía tres años, este chico uno. Si la edad del muerto tuviera alguna relación con los decibeles de horror que su muerte produce, el bebé debería haber producido tres veces más. Pero la humanidad se habitúa rápido a moverse en la mugre, a convivir con la basura en su ojo de cíclope hasta que la basura se hace callo y el ojo queda confortablemente ciego. No se sabe cuándo se emitirá el próximo episodio de la serie —porque habrá un próximo—, pero, con toda certeza, será un fracaso total.
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