Asilo para la libertad
El vacío que deja la Filosofía será llenado con más credulidad, aldeanismo, ceguera y ruido
En la época franquista existían dos institutos en Sevilla: uno, el San Isidoro, escolarizaba a alumnos varones, mientras que el otro, el Murillo, se ocupaba del alumnado femenino. No resulta ocioso recordar ahora que el director de este centro, a la sazón profesor de Filosofía, eximía a las alumnas de cursar esta asignatura y les concedía el aprobado a todas. Sin duda, es contradictorio iniciar en la libertad a quienes están destinadas a un papel social pasivo y subalterno. Imaginamos que el ex ministro Wert, cuando empuñó la guadaña anti-filosófica, estaba movido más por la ofuscación utilitarista que por el ánimo segregador, pero el desenlace es el mismo: hacer más ineptas a las nuevas generaciones para la emancipación intelectual. Y las consecuencias son graves.
El régimen democrático no es sólo el más complejo, es también el más arriesgado. No basta con que exista sufragio universal o el entramado jurídico-político característico de la democracia: es necesario que los ciudadanos dispongan de un bagaje exigente y específico. Y ese bagaje lo proporciona principalmente la Filosofía. No en el sentido distorsionado (con la complicidad, ay, de muchos filósofos) de una disciplina académica que se ocupa, con jerga ininteligible, de entelequias inverificables sino, muy al contrario, como el saber que versa sobre cosas que a todos conciernen.
Somos animales simbólicos, conocemos la realidad no directamente sino a través de las palabras. Y esta labor ineludible de interpretación nos convierte a todos, lo sepamos o no, en filósofos. Ahora bien, podemos quedarnos en este nivel primario y aceptar acríticamente los significados que gravitan a nuestro derredor o tomarnos en serio nuestra condición de sujetos. Sólo al que opta por esto último cabe denominar `ciudadano´; y lo será en la misma medida en que incorpore hábitos filosóficos a su realidad cotidiana. Por ejemplo, adoptando una actitud reflexiva, defendiendo el contraste razonable de ideas, ampliando sus horizontes vitales, cuestionando certezas, ejerciendo la autocrítica, etc.
Todo lo anterior se puede resumir en la precisa fórmula de T.W. Adorno: la misión de la Filosofía es crear asilo para la libertad. En efecto, la Filosofía no pretende otra cosa que ensanchar los márgenes por los que discurre nuestra vida, a nivel individual y colectivo.
Hannah Arendt habló de la banalidad del mal. Según ella, el mal puede ser extremo, pero no radical, pues carece de profundidad y de toda dimensión demoníaca. Esto no afecta a su poder de destrucción (más bien al contrario: precisamente por su cualidad superficial puede propagarse como un hongo y arrasar el mundo entero) sino a la manera como debe ser comprendido: entender el mal no es otra cosa que mostrar el vacío de pensamiento que le rodea. Promover el bien supondrá, en consecuencia, el camino inverso: cultivar el pensamiento, arraigarlo en la vida de tal modo que garantice la experiencia personalizada y la apertura cordial a los otros. Por eso los savonarolas modernos, en sus propósitos avasalladores, prefieren impedir a prohibir: en vez de quemar libros o proscribir el pensamiento les resulta sin duda más eficaz hacerlos innecesarios por la vía fulminante de la banalización del sujeto.
Digámoslo sin rodeos: no hay pensamiento más profundo y radical que el filosófico. Hurtarlo a los jóvenes -muy probablemente sólo en el Instituto tendrán oportunidad de entrar en contacto con él- supone condenarles a la minusvalía más inclemente, la que deriva del pensamiento vicario. También impedirles forjar un lenguaje matriz creador que sepa abrirse a la experiencia, a la vida, a la sensualidad…, la única base cabal de la vida buena.
No es difícil anticipar cómo será colmado el vacío de sentido que esta abolición académica lega: con más credulidad, aldeanismo, ceguera, ruido… Justo los venenos que emponzoñan nuestros ahoras. Tomarlos con Filosofía consiste precisamente en enfrentarse a ellos a la manera de Edipo con la Esfinge, sabiendo que la respuesta al enigma que nos niega es siempre el hombre y que este hombre es, para cada uno de nosotros, él mismo. Será mucho más difícil a partir de ahora.
Carlos Rodríguez Estacio es profesor de Filosofía.
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