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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Y por qué no debemos hablar de Venezuela?

Hablar de Venezuela es rasgar el prestigio de una entelequia que algunos, entre nosotros, quisieran ahora que fuera opaca

Juan Cruz
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en una manifestación.
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en una manifestación. MIGUEL GUTIERREZ (EFE)

En la imperiosa España de las modas se está imponiendo ahora que hablar de Venezuela no es lo que debemos hacer, porque hay cosas más graves en este país. Como si Venezuela fuera, estrictamente, un país opaco, en el que lo que sucede haya que ocultarlo por si a quienes en otro tiempo la usaban como modelo les ofende la alusión.

Venezuela está siendo ahora el centro de una grave crisis, que tiene que ver con la política, con los derechos humanos, con la economía y hasta con los modos. Ayer mismo el presidente Maduro afrontó una advertencia de la Organización de Estados Americanos con la audacia verbal con que adorna todo lo que dice frente a sus opositores. Y aunque la realidad lo acosa cada vez más se atrinchera en el poder lanzando venablos contra los opositores, cuando no los amenaza con la cárcel, amenazas que como se sabe ya ha ejecutado.

El eco de ese desmán con el que gobierna es mundial. Aquí, como se ve en las redes sociales y otros ámbitos digitales, sobre todo, referirse a Venezuela lleva a burla para amedrentar a aquellos que osen referirse a esa controvertida realidad desde posiciones que no sean gratas a los que guardan las esencias ideológicas de la revolución bolivariana.

Esa manera de guardar lo que no gusta para que no sea divulgado tiene una larga historia, que hemos vivido los que en los años sesenta y setenta creímos en el paraíso hasta que conocimos el paraíso. En el libro Tumulto (Malpaso), de Hans Magnus Enzensberger, el ensayista alemán revisita aquellas revoluciones (la cubana, la soviética, el Mayo del 68, las revueltas de la ultraizquierda italiana y alemana), de las que estuvo próximo. Enzensberger hace ese melancólico paseo para autocriticarse. Entonces, como ahora, cualquier crítica era desmentida con el mismo desdén que vemos en este momento en el verbo agriado de los que no consienten sino el pensamiento unificado. Incluye una autoentrevista en el que el Enzensberger de hoy entrevista a aquel Enzensberger; el resultado no sólo es hilarante, también te pone los pelos de punta.

Hay precedentes, pues, del desdén actual a quienes se ocupan de Venezuela, como sigue siendo habitual leer o escuchar el descrédito hacia los que se atreven a cuestionar, aun ahora, a la revolución cubana. Hay precedentes ilustres de esta tentación de silenciar la crítica de lo que no nos gusta de lo que hacen los nuestros. Vean lo que decía el tantas veces admirado Julio Cortázar en su libro Nicaragua tan violentamente dulce, publicado en 1984, acerca de lo que no se debía decir: “Esa crítica no me duele por sí misma sino porque opera en terreno favorable, con el sostén y el apoyo tácitos de los norteamericanos y del establishment y de los intereses capitalistas mundiales”. Así eran las cosas, así siguen los argumentos. Hablar de Venezuela es rasgar el prestigio de una entelequia que algunos, entre nosotros, quisieran ahora que fuera opaca.

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