Entregadas a sus hombres
Mujeres y niñas rohingya huyen de la violencia sexual para contraer matrimonios concertados en Malasia
Norsimara llegó sola a Malasia hace tres años, cuando acababa de superar la mayoría de edad. Estaba soltera y huía de un país donde la vida de las mujeres vale el precio que los hombres pueden pagar por ellas. Tras sufrir una violación una tarde, Norsimara estuvo seis meses sin salir del único lugar donde se sentía segura, su casa. Finalmente, desde Myanmar (antigua Birmania) su padre concertó un matrimonio para ella con otro refugiado rohingya ya instalado en Malasia. Soltera corría peligro, así que aceptó la propuesta de casamiento y emprendió la ruta ya habitual para muchas mujeres de esta etnia. Dos semanas días de frío, hambre y miedo en el barco de unos agentes que la dejaron en Tailandia para luego caminar extenuada una noche hasta la frontera con Malasia. Ya en la capital, Kuala Lumpur, la boda entre desconocidos tenía lugar tan solo siete días más tarde.
“Es mejor casarnos con chicas jóvenes porque así no existe tanta diferencia de edad con los niños y pueden cuidar de ellos toda la vida. Las mujeres no necesitan trabajar, nosotros ya les damos lo que necesitan y en casa están seguras”, espeta Mohammad mientras se viste para marchar al trabajo.
Ya cuando su marido no está en casa, Norsimara confiesa con su hijo entre los brazos: “Siento que vivo en una cárcel. Nunca hemos podido decidir por nosotras mismas aunque queramos, tenemos que depender de las decisiones primero de nuestros padres y luego de nuestros maridos. Vine aquí para tener oportunidades, pero en Malasia aunque soñemos no tenemos futuro”.
A finales de febrero de 2016, un total de 53.700 rohingya fueron registrados en Malasia por el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados. Considerados una de las minorías étnicas más perseguidas del mundo, los rohingya de Myanmar han sido privados de su nacionalidad y son apátridas. El gobierno de Myanmar, un país de tradición budista y que hoy encauza una nueva era democrática liderada por Htin Kyaw, implantó en 1962 —año en que cayó bajo el gobierno militar— una serie de políticas que negaban la nacionalidad de esta minoría de religión musulmana y calificaban como migrantes de Bangladesh, a pesar de haber sido reconocidos como pueblo indígena desde la independencia de Myanmar de Gran Bretaña en 1948.
Considerados una de las minorías étnicas más perseguidas del mundo, los rohingya de Myanmar han sido privados de su nacionalidad y son apátridas
La escalada de violencia que se desató en 2012 en el estado de Rakhine (antiguo Arakan, territorio que concentra la mayoría de rohingya en Myanmar) convirtió a Malasia, país predominantemente musulmán que acepta su religión, en el principal receptor de rohingya que llegaban en barcos de traficantes hasta Tailandia. Una vez en la frontera, eran retenidos habitualmente por los contrabandistas en campos ubicados en la selva hasta que algún familiar pagaba —alrededor de entre 1.000 y 1.700 euros— por su rescate y quedaba liberado en la frontera del país vecino, al que llegaban tras una caminata de una noche o aglomerados en un camión. De esta forma, y a pesar de que Malasia no ha firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 —ni sus protocolos de 1967, ni tampoco promulgar ninguna ley interna que reconozca el estatus legal de los solicitantes de asilo, refugiados y apátridas— este país del sudeste asiático acoge actualmente una de las mayores poblaciones de refugiados urbanos en el mundo procedentes de países de Asia, África y Oriente Medio que viven asentados en pisos ubicados mayoritariamente en Kuala Lumpur.
Hasta hace unos años, los refugiados rohingya y migrantes que partieron por mar desde Myanmar habían sido predominantemente hombres. Pero desde la escalada de violencia de 2012, la tendencia de género ha cambiado y cada vez son más las mujeres y niñas las que huyen de la violencia sexual, el peligro de secuestro y muerte al que están sometidas en su país de origen: “Ser mujer en Myanmar es muy duro. La familia no nos deja salir de casa a partir de los 10 o 12 años, cuando nos viene la menstruación y ya somos consideradas mujeres. En Malasia tenemos más seguridad, pero también hay muchas mujeres que sufren el maltrato de sus maridos dentro de casa”, explica Bibi Jamal, de 30 años que tenía una vida normal hasta que lo perdió todo en 2012.
Un día la policía fue a su aldea y quemó las casas con sus vecinos dentro. Cuando ella y su marido vieron su hogar arder en llamas lo dejaron todo y se montaron en la motocicleta con los hijos a cuestas. “Vi el fuego consumir mi propia casa. Ese mismo día la policía empezó a raptar a las chicas jóvenes para violarlas. La gente corría como loca por todas partes. Salimos por la puerta de atrás y mucha gente perdió a sus hijas”, recuerda nerviosa. Bibi llegó con su familia hasta Yangon, la capital del país, y se alojó en casa de unos familiares hasta que las autoridades se enteraron de que muchos rohingya se escondían en la ciudad y empezaron a llamar puerta por puerta para arrestarlos. Fue entonces cuando huyeron a Malasia para darles un futuro mejor a sus hijos. Pero a pesar de que encontraron un hogar seguro, las perspectivas de vida no fueron prósperas: “Nunca hemos tenido oportunidades ni derechos, ni en Myanmar ni en Malasia. Mi único deseo es ser reconocida ciudadana de un país en el que mis hijos puedan ir a la escuela y al médico si lo necesitan”, reclama Bibi con la fuerza de la que lucha cansada en los ojos.
Según el proyecto de Arakan, una ONG independiente que trabaja para mejorar la situación de la población rohingya en Myanmar, entre el 5% y el 15% de los rohingya que viajan por mar son mujeres y niños. Retenidas en muchas ocasiones en campos de traficantes como víctimas de abusos y explotaciones sexuales, son engañadas por las falsas promesas de los agentes. Sin nadie que las espere a su llegada, buscan desesperadas el hogar de algún conocido ya asentado en Malasia.“Las mujeres sufrimos más desventajas que los hombres porque nunca hemos tenido la oportunidad de ir a la escuela. El dinero que ha habido en casa siempre se ha invertido en los hijos varones y cuando llegamos a Malasia no sabemos hablar inglés ni tenemos herramientas para trabajar. Hemos aprendido a ir al son de nuestros hombres, pero esto no es la vida de una mujer”, explica Tasmida, representante del colectivo de mujeres de la Rohingya Society in Malaysia (RSM). “El problema es que muchas mujeres siguen llevando la misma vida que en Myanmar, se quedan en casa cuidando de los hijos sin ninguna expectativa más. La mayoría cree que han nacido para casarse. No entienden el sentido de formarse porque el mismo patrón se ha repetido a lo largo de generaciones”, continúa Tasmida. Y termina preocupada: “Nuestras vidas dependen de las decisiones de los hombres que tenemos al lado y esto nos convierte en blancos vulnerables”.
Casadas de niñas en Malasia
El matrimonio infantil y concertado entre refugiados rohingya en Malasia es una realidad habitual en la que ambas partes defienden salir beneficiadas. Niñas rohingya huyen solas de Myanmar en barcos custodiados por los agentes que sus padres pagan —alrededor de 1.700€ por persona— con la esperanza de que sus hijas tengan una vida mejor. “La mayoría de mujeres van a países como Malasia para casarse porque resulta mucho más económico para sus familias. En Myanmar se necesitan varios permisos de aceptación redactados por las autoridades y además la familia debe pagar entre 1,5 y cuatro millones de Kyats birmanos (entre 1.000 y 3.000 euros, aproximadamente) al marido. Además, si el esposo lo pide, también debe pagar el ajuar más los bienes que desee como tierras, una motocicleta, etc.”, explica Robaidah de 19 años, hija de padres rohingya refugiados pero que ya nació en Kuala Lumpur.
El matrimonio infantil y concertado entre refugiados rohingya en Malasia es una realidad habitual en la que ambas partes defienden salir beneficiadas
Como consecuencia del éxodo de hombres rohingya, muchos padres conciertan el matrimonio de sus hijas menores desde Myanmar con otros refugiados de entre 20 y 30 años que huyeron anteriormente a Malasia. Casarse en este país es mucho más fácil, ya que el registro de los matrimonios rohingya se hace generalmente dentro de sus comunidades: “La mujer no tiene que pagar nada, ni la ceremonia ni nada. El marido se compromete a mantener a su esposa y sus hijos durante el resto de su vida”, sigue contando Robaidah. Y concluye: “Si nos casamos tenemos futuro”.
La consecuencia de esto es que los matrimonios rohingya no son reconocidos por el Estado, lo que resulta en complicaciones al intentar registrar los nacimientos de los niños. Como consecuencia de ello, un gran número de niños rohingya que nacen en este país, como Robaidah, no son reconocidos con la ciudadanía malaya. Esto significa que no tendrán acceso a la atención sanitaria básica ni a educación formal. Generaciones de refugiados serán analfabetos con la única oportunidad de asistir a centros de aprendizaje operados por organizaciones no gubernamentales o Naciones Unidas. “Desde las organizaciones enseñamos inglés y algunos conceptos básicos de matemáticas pero no tenemos recursos suficientes para pagar a profesores que den una educación regular a nuestros hijos”, denuncia Tasmida, de la RSM.
Años de vida esperando
Familias de dos o tres generaciones de rohingya malviven en Malasia como inmigrantes ilegales, sin derecho a educación, sanidad, trabajo y otros servicios básicos. Hacinados en pisos compartidos en suburbios de la capital, expuestos a las explotaciones y el acoso constante en el sector laboral informal así como el riesgo de extorsión o detención por parte de las autoridades malayas, esperan ser reasentados por Naciones Unidas en países de acogida (principalmente Estados Unidos y Australia) en un proceso que puede durar alrededor de siete años, o incluso toda la vida y que terminará, en caso de ser aceptados, con el reconocimiento legal de sus derechos como refugiados y una nacionalidad con la que empezar a construir sus vidas.
Jainabbi es quizá la mujer más mayor refugiada rohingya que vive en Malasia. Con sus más de 90 años siempre soñó con ser reasentada algún día en Estados Unidos. Llegó a Malasia cuando tan solo tenía 20, después de ver morir a su marido y sus hijos. Ahora, en el pequeño apartamento de un descampado en las afueras de Kuala Lumpur, vive gracias a la ayuda de sus también vecinos rohingya que le proporcionan comida y medicinas cuando lo necesita: “Ya empiezo a olvidar la mayor parte de mi vida en Myanmar. Solo recuerdo el caos y los disparos del día en el que huí. Unos hombres se llevaron a mi hermana y la única opción para mí fue abandonar el país”, recuerda medio confusa. “Cuando llegué a Malasia —sigue contando— llevaba todos los días la imagen de mi marido en el bolsillo. Me sentía sola y sabía que me iba a sentir así durante el resto de mi vida”. Jainabbi dice que ya no recuerda con exactitud su pasado, pero habla con la claridad de aquellas que han construido la voz de la experiencia: “Mis padres eran gente muy pobre y nunca me pudieron llevar a la escuela. Nunca he sabido leer y escribir y rezo para que esto no les pase a otras mujeres porque sé que si hubiese podido estudiar hoy no estaría pasando mis últimos días en esta situación”.
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