Carlos López Otín
Su discurso desenmascara a los caraduras que explotan la candidez y la ignorancia de la gente por rozar la eterna juventud
En Cuando ya no esté, Iñaki Gabilondo logró algo más que una entrevista con Carlos López Otín, un científico de Sabiñánigo que huele a premio Nobel. Las investigaciones que lidera en la Universidad de Oviedo sobre el genoma, el cáncer, la artritis, el envejecimiento o las enfermedades raras y hereditarias están marcando una época y lo han elevado a la élite internacional.
Es un revolucionario que camina por otro lugar mental y moral. Duerme cuatro horas, come poco, no necesita reloj para despertarse o ser puntual y se niega a cobrar por la multitud de conferencias que da por el mundo: se siente raro si le pagan por transmitir su confianza loca en que la ciencia, la educación y la cultura nos pueden salvar. Su discurso desenmascara a los caraduras, más o menos camuflados, que explotan la candidez, la ignorancia y la ansiedad de la gente por rozar la felicidad o la eterna juventud. Como al Lorca de La Barraca, le pierde acudir a los pueblos más remotos de España e irse con la sensación de haber entusiasmado a alguien. Sus colegas norteamericanos, que le veneran, no entienden que derroche tanta energía en un país descaradamente refractario a sus pasiones.
El viernes habló en Estocolmo y atendió a Carles Francino en La ventana antes de volar a Barcelona para, ante 3.000 invitados, abrir el congreso europeo sobre el genoma humano. Luego viajó hasta Vitoria y clausuró las jornadas de la cadena SER sobre edad y bienestar. En la charla citó a Borges y Saramago y, como no quedó tiempo para preguntas, ofreció su email a los cientos de personas que lo seguían encandilados. Quién dijo que ya no quedan románticos.
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