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Marcos de Quinto, el gurú de Coca-Cola

Jesús Rodríguez

Marcos de Quinto es el hombre que dicta la imagen global de Coca-Cola. Llegó a la multinacional por casualidad. “Acababa de terminar Económicas y quería hacerme la ruta subsahariana. Trabajar aquí un par de años me pareció la solución perfecta para ahorrar y marcharme al desierto, que es mi pasión. Quería aventuras. Pero me enganché a esto y en esto llevo 34 años. Y confieso que he sido feliz”.

Marcos de Quinto es físicamente compacto; sereno en su discurso y demoledor dialécticamente. La antítesis del clásico ejecutivo pacato de escuela de negocios. Un bicho raro en la cumbre. Más cómodo en camiseta que en traje a medida; más hombre de comunicación que de finanzas; más humanista que materialista. Hombre sin miedo, con ramalazos de soberbia tras su aparente humildad, es un adicto al campo y la soledad; a las motos y los coches; al jazz, la miel, la poesía, el vino y el amor. Un vividor. Con el mismo esfuerzo con el que asciende las ásperas peñas que rodean su casa a las afueras de Madrid, ha escalado todas las posiciones de la multinacional, desde becario hasta vicepresidente ejecutivo mundial en el cuartel general de Atlanta, pasando por puestos directivos en Alemania, Tailandia y la presidencia de la compañía en Madrid durante 15 años, donde imprimió a la multinacional en España un estilo propio: el suyo. Los que le conocen dicen que es un maverick: un inconformista; alguien que no pertenece a nadie. Él se empeña en confirmar esa opinión

¿Por qué le han hecho número dos de Coca Cola? Tuvimos una reunión a finales 2014 en Londres todos los directores mundiales. Se palpaba la inquietud. Había que imprimir un cambio a la compañía. Muhtar Kent, el consejero delegado, lo asumió. Y decidió hacerme director global de marketing. Necesitaba a alguien que supiera de marketing, pero que además conociera la marca y entendiera nuestro sistema. Yo soy alguien que conoce el sistema y tiene credibilidad, porque hacer un gran cambio en Coca-Cola es difícil. Es un sistema descentralizado, de franquicias, en el que la compañía pone el concentrado y nuestros socios en cada país terminan de elaborar la bebida, la embotellan y distribuyen. Uno de fuera puede estar dos años hasta que se entera.

¿Conoce usted la fórmula de la coca-cola? El 7X es secreto. No creo que la sepan más de cuatro personas en el mundo.

¿Cuál fue el encargo del CEO? Darle una vuelta al marketing y echarle un vistazo a la imagen.

¿Las cosas no iban bien? La etapa anterior se había agotado. Había que cambiar para seguir creciendo. Las campañas tipo “Destapa la felicidad” estaban amortizadas. Mi apuesta se titula “Siente el sabor”. Y trata de revalorizar nuestra marca a través de una sola campaña y una sola imagen.

Habla de entender la marca. Si acabas de llegar a Coca-Cola, te pueden pedir que la hagas más atractiva para los teenagers y te descuelgas con un anuncio de Pepsi. El cambio de imagen hay que hacerlo desde la filosofía de una marca que nació en 1885. Desde sus raíces. A los jóvenes les puedes atraer a la manera de Pepsi, Sprite o Fanta. Yo estoy obligado a atraerlos a la manera de Coca-Cola.

De Quinto, en las peñas que rodean su casa a las afueras de Madrid. Sin embargo, desde comienzos de 2015 vive en Atlanta.

¿Su misión es recocacolizar Coca-Cola? Puede ser. Se trata de ser fiel a los orígenes, pero actualizándolos. Es como las películas de Walt Disney. Ya sea Dumbo o La Sirenita, es la misma historia puesta al día. Coca-Cola necesitaba reencontrarse con su esencia, fundamentos, y adaptarlos al siglo XXI. Es lo que estamos haciendo.

¿Cómo? Queríamos hacer una campaña que no provocara que, nada más verla, te fueras a comprar un libro de autoayuda sobre la felicidad, sino que salieras corriendo a beberte una coca-cola. No renunciamos a los anuncios emocionales, pero estamos aquí para vender una bebida que está buenísima. Yo comunico para vender. El marketing es más sencillo de lo que la gente piensa. Si queremos que la gente beba nuestro refresco, pongamos en los anuncios gente que bebe nuestro refresco y disfruta. Y punto.

¿Qué es usted, un vendedor, un gurú, un superejecutivo? No lo sé. No me pongo etiquetas. Nunca lo hago. Las odio. Soy polivalente, flexible, y busco impulsar el negocio. Ser vicepresidente ejecutivo y todo eso son meras etiquetas.

Coca-Cola vale en Bolsa 175.000 millones de euros (más que Inditex y el Banco Santander juntos); es la marca más reconocida del planeta tras Apple y Facebook y la segunda palabra más conocida del mundo tras OK. Y usted es su número dos. ¿Cómo afecta a su ego? Tengo poquísimo. No me preocupa encajar en un estereotipo. Ni en la forma de actuar, ni de vestir, ni de posar. No me lo planteo. Lucho por preservar mi personalidad.

¿Y lo consigue? Rotundamente. He tratado de hacer todos estos años las cosas que me satisfacían, no las que estaban en el estereotipo de un ejecutivo. Hay gente que alcanza un puesto y piensa: “Voy a aprender a jugar al golf porque la gente muy importante juega al golf y así me hago mi net­work y me dejo ver”. A mí me encantan las motos de enduro y sigo haciéndolo, y me voy al campo a hacer el cabra. Y no me importa si pega o no pega; me da igual: soy Marcos, tengo mi vida y hago las cosas que me gustan. Y además tengo un trabajo que me gusta y me he tomado en serio en cualquier posición que he ocupado. Nunca he hecho las cosas como me decían que tenía que hacerlas, sino como pensaba que tenía que hacerlas. Y he tenido suerte porque me podían haber despedido por la cantidad de burradas que se me han ocurrido. Pero me ha salido bien. Y eso me ha dado total autonomía en la compañía.

¿Qué opinaban en Atlanta de ese estilo de ir por libre? Coca-Cola es una resultadocracia: si das resultados, compras tu libertad. Yo he desobedecido y se me ha permitido, porque cuando desobedeces y funciona, ganas muchos puntos de credibilidad en una corporación.

¿Los presidentes le dejaban ir por libre? La cuestión es que hemos descrito desde España problemas muy interesantes que han provocado un debate en toda la compañía. Y eso es bueno. No hay que anclarse en lo correcto. Las empresas no piensan; piensan las personas, y en cada país se tiene una sensibilidad y los empleados son de una manera. ¿Qué religión tiene Coca-Cola, que está presente en más de 200 países? No tiene. Ni puede. En esta compañía hay musulmanes, católicos, budistas, hasta de la cienciología…

¿Y usted? Soy un agnóstico exacerbado. Soy hasta agnóstico del fútbol, aunque aprecio el buen juego, y de la política: me gusta, pero a nivel partidario soy incoloro. Me encanta generar distancia con las cosas. Cuando te implicas mucho pierdes la perspectiva. Me da vértigo perder la visión de conjunto y no juzgar las cosas como debiera.

Agnóstico, pero durante 34 años ha hecho de Coca-Cola su religión. Es cierto, he sucumbido al lado oscuro de la fuerza. Veo a Coca-Cola desprotegida; le tengo cariño y apego a la botella. Es fácil atacar a una multinacional. Sobre todo mientras te tomas un cubata con coca-cola y tuiteas contra las perversas corporaciones desde tu iphone.

Hace años dijo que votaría antes a Obama que a cualquier candidato republicano. Hoy, como vicepresidente ejecutivo, ¿repetiría esa afirmación? Yo no soy la compañía. Trabajo en ella, pero cuando termino me voy a mi casa y tengo derecho a pensar y opinar. Eso no me lo compra Coca-Cola. Me compra mi tiempo y esfuerzo, compromiso y dedicación, pero puedo decir que no me gusta Trump. Y en la compañía habrá gente a la que le gustará. Le repito, yo no soy la compañía, yo trabajo para ella. Y a partir de ahí me gusta la poesía de Bukowski o lo que sea. Es mi vida. Y la seguiré teniendo cuando deje Coca-Cola. Soy un tipo normal y soy hispano; por tanto, nunca votaría a Trump.

Los amos del universo como usted no suelen mojarse. Yo tengo opinión. Y si me preguntan, la doy. Y eso le da un toque más humano a una gran corporación. Existe un paradigma del ejecutivo que no habla, no opina, no se moja. Yo creo que esa es una cultura antigua. Porque, como dice José Mota, “¿Y si no?”. Y como yo quiero ser Marcos, hablo, opino, tuiteo, y creo que eso le da humanidad a la compañía.

Usted tuvo problemas por expresar sus ideas en Twitter. ¿No debería ser más cuidadoso con lo que dice? Debería, pero no lo soy. No soy cuidadoso con lo que digo ni con lo que hago. Intento hacer bien las cosas y estar tranquilo con mi conciencia. Y con Twitter, quizá si… Pero digo lo que pienso, y lo hago con educación y respeto. Y hay gente que reacciona sin educación ni respeto. Me ataca gente que me enorgullece que me ataque. Me enorgullece que los ataques vengan de descerebrados. Si no tienes nada que ocultar, no tienes por qué ser cuidadoso ni tener miedo.

¿Usted no lo tiene? Nunca. Soy un echado para adelante. De niño me tiraba cuesta abajo sin frenos. Una de las cosas que me caracterizan es la ausencia de miedo. De chaval usaba litros de mercromina, pero nunca me echaba atrás.

Ni siquiera tiene miedo a Podemos, como otros super­ejecutivos Para nada. No hay que tener miedo a la democracia. La gente vota lo que quiere. Me preocupa más que la Oficina Anticorrupción dependa del Ejecutivo. El Gobierno no está para eso. La clave es la separación de poderes.

¿Ya era un triunfador de niño? Era un grandísimo tímido. Y lo sigo siendo. Pero en el mundo del trabajo no he tenido más remedio que vencer esa timidez. Soy una mezcla rara: muy seguro y muy tímido. ¿Triunfador? Era buen deportista; jugaba muy bien al fútbol y esquiaba muy bien. Mi primer dinero me lo gané como monitor de esquí.

¿Tenía éxito con las chicas? Para nada; era tontorrón y romanticón. Había otros más espabilados en mi clase del colegio Estilo, estaban los Berlanga, Bardem, Saura… Con ellos tiré propaganda antifranquista en el metro de Madrid.

Su familia era peculiar, su madre era actriz, y su padre, crítico teatral y empresario… Mi padre tenía que dar de comer a una familia de cinco hijos y hacía muchos equilibrios. Viajaba durante meses por América. Por el día hacía negocios y por la noche estaba con gente del teatro, del exilio, como Max Aub. Era amigo de Buero, Martín Gaite, Ferlosio, Fernández Santos. Recuerdo estar sentado de niño en la alfombra del salón y escuchar a Luis Rosales contarnos el asesinato de Lorca cuando nadie hablaba de eso.

Su padre estaba en la órbita del Partido Comunista. Pero nunca militó. El único partido que actuaba con seriedad y estructura para que cambiaran las cosas, para que acabara el franquismo, era el PCE. Y mucha gente simpatizaba con sus objetivos, aunque no con su filosofía. Como mi padre.

¿Dónde aprendió inglés? En su generación pocos lo dominaban. No tengo un buen inglés, pero me da mucho juego. Mi colegio era bilingüe, pero solo en teoría. Lo aprendí en veranos en Inglaterra y trabajando de pizzero en Londres. Hablo un inglés imperfecto que tiene su encanto, y me viene muy bien porque la gente atiende lo que digo. Tiene su gracia.

Usted lleva tres décadas vendiendo una marca global. ¿Cómo ve la marca España? ¿Sabemos vender nuestro país? ¿Le ha consultado alguna vez el Gobierno? Nunca me han preguntado. Dirijo la primera marca de marketing del mundo, pero aquí nadie me ha dicho ni pío. En España hay mucho talento, pero no se puede vender como un país de cocineros y futbolistas. Yo veo nuestro futuro en la educación. Lo que hace falta es tener buenas universidades, para que los extranjeros vengan, nos conozcan, aprendan castellano y hablen de este país por el mundo. En el futuro deberíamos ser un centro mundial de formación.

¿Tenemos los españoles una incapacidad genética para vender bien nuestros productos? El problema es que no hay estrategia exterior. Siempre nos hemos posicionado en segmentos bajos. La ecuación entre calidad y percepción no es favorable para España. Sin embargo, Francia o Italia son percibidas muy por encima de su calidad. Algo harán mejor que nosotros.

Lleva un año y medio viviendo en Atlanta. ¿Echa de menos España? El cambio en lo personal ha sido complicado. Tengo hijos. Y una pareja que me iba a acompañar a Atlanta, pero al final… me quedé solo. Ha sido complicado digerirlo. Si hubiera sabido que eso iba a pasar…, quizá no hubiera aceptado el puesto. Estoy solo. Ese ha sido mi peaje.

Tiene 57 años. ¿Se jubilará en Coca-Cola? Realmente no. Tengo muchas aspiraciones más allá de ser un ejecutivo. Me apasiona viajar por África, enseñar a la gente a pilotar y cruzar el desierto. Hacer rutas de supervivencia. Y me gusta escribir. Hago poesía. Elaboro miel en Cuenca y vino, y monto en moto… Hay millones de cosas que me gustan. No muy tarde tendré que retirarme, porque quiero hacer todo eso sin achaques y con mucha marcha.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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