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Columna
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Amor ciego

El 10 de abril pasado el presidente francés François Hollande retiró su propuesta de nombrar a Laurent Stefanini embajador por su país ante el Vaticano

Leila Guerriero
Laurent Stefanini, jefe de protocolo de Francois Hollande, en el palacio del Elíseo en París.
Laurent Stefanini, jefe de protocolo de Francois Hollande, en el palacio del Elíseo en París.AFP PHOTO / ALAIN JOCARD

A los 56 años, y con el respaldo de una carrera notoria, estar quince meses esperando que alguien mucho más poderoso que vos decida si sos digno o no de ocupar tu puesto de trabajo no debe ser buena cosa. Debe ser humillante. El 10 de abril pasado el presidente francés François Hollande retiró su propuesta de nombrar a Laurent Stefanini embajador por su país ante el Vaticano. Stefanini había estado quince meses como aspirante al cargo sin que la Santa Sede le diera su plácet. Traducido: el tipo estuvo más de un año ahí, esperando que le permitieran oficialmente estar ahí, cosa que nunca sucedió. Y se supone que no sucedió por un detallito: Stefanini es gay. Durante todo ese tiempo el Papa no dijo ni sí ni no, ni frío ni caliente. Ni siquiera dijo “lo voy a pensar”, que es la forma elegante de decir “te voy a aceptar el día del níspero” (al menos eso, porque indiferencia y desdén son mala educación). A partir del episodio no faltó quien señalara la conducta de Francisco como contradictoria, recordando la frase suya que se cita como prueba irrefutable de su progresía revolucionaria: “¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”. El punto es que el Papa nunca dijo eso. Dijo, como coda a una respuesta sobre el lobbygay en el Vaticano, “si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”. Nos empeñamos en mutilar las frases para que digan lo que queremos que digan, pero buscar al Señor y tener buena voluntad implica, para un católico convencido, renunciar a la naturaleza deforme que, según la Iglesia, pulula en el alma gay. Así, lo de Francisco no es contradicción sino coherencia pura. Yo aprendí, de chica, que si uno se casa con el Che Guevara no le regala, después, una afeitadora. Por eso conviene tener muy claro quién es el sujeto del que uno se enamora. Yo sé que hay amores ciegos. También sé que hay cosas que no cambian nunca.

 

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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