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Un dios nuevito

Papo Waisman
Martín Caparrós

ERAN cien o doscientos, bullangueros, congregados frente a ese restorán de Ernakulam, en el sur de la India, para protestar contra Dileep. Dileep es un actor famoso –y el dueño de ese restorán–; sus coterráneos suelen respetarlo. Pero los cantos se volvían casi amenazadores: Dileep protagonizó una película, Professor Dinkan, que irritaba a los manifestantes. Ellos, seguidores del dios Dinkan, no podían tolerar que un actorzuelo usara el nombre de su Señor en vano, y estaban dispuestos a todo para defenderlo. Policías los miraban sin saber qué hacer: la cólera de religiosos ofendidos se considera justa y comprensible. Pero estos indignados se reían, se la pasaban bomba, y los tenían desorientados. Su dios Dinkan, mientras, no paraba de volar –en cada una de sus camisetas.

Dinkan se manifestó por primera vez en 1983 en Balamangalam, una revista infantil en malayalam, el idioma local. En su primera versión, Dinkan era un ratoncito del bosque, pícaro, travieso, abducido por unos extraterrestres que, a fuerza de usarlo para sus experimentos, lo hicieron superpoderoso. Entonces Dinkan volvió a su tierra a defender a los otros animales, amenazados por los malos y los hombres. Durante 30 años Dinkan fue sólo un superratón, hasta que unos militantes racionalistas de Kerala decidieron convertirlo en dios.

Yo conocí, hace décadas, a algunos racionalistas indios: era duro serlo en esa tierra que rebosa de dioses. Pero, aun sabiendo que peleaban en el frente más difícil, insistían. Y ahora, en Kerala, decidieron imitar a su enemigo: organizar un culto, el dinkoísmo –para mostrar cómo son esas cosas.

Empezaron por escribir, por supuesto, unos textos sagrados: “Un día, mientras se preguntaba cómo matar el tiempo, el Señor Dinkan se dio cuenta de que no había creado el tiempo. Entonces estalló en sagrada carcajada: el agujero negro donde estaba hundido el universo reventó en un Big Bang que creó un espacio ligado al tiempo…”.

Después le armaron rituales, ceremonias, maneras de encontrarse y definirse, y ahora, ya consolidados, llegaron a la cima de toda fe: atacar a los que creen otra cosa. El dinkoísmo, dicen, como cualquier religión que se precie, no sería nada sin su brazo armado, el Mooshikasena –Ejército del Ratón.

Que no ha actuado todavía, pero lanza amenazas furibundas. Mientras, más y más fieles se incorporan, a través de las redes, los encuentros, proselitismos varios: la risa es la base de sus ritos. A quienes les critican que han llegado tarde al concierto divino contestan que sí, que es cierto que otros dioses llevan más años en cartel, pero que la antigüedad no siempre es el mejor criterio: “¿O acaso preferimos usar un tamtam antes que un móvil? Nuestro mundo adora la novedad; ¿por qué no pensar que también en la sección Dioses uno nuevo será más potente, mejor adaptado a nuestro tiempo que uno antiguo, gastado por los siglos?”.

Y dicen que las demás religiones no son menos graciosas que la suya: que si el jefe de una bastante vieja –dicen, por ejemplo– salió a proclamar que los fieles que no viven con su antigua pareja ahora sí pueden comerse el cuerpo de su dios, todo es posible.

El movimiento es democrático: muestra que la divinidad o divinura está al alcance de las multitudes. Hay quienes piensan que las chances de convertirse en Ser Supremo de Mortadelo o Superchica o Manuel Pérez López son escasas; quien conozca la historia del pastor árabe o el niño flotador o el condenado palestino sabe que todo puede ser, si dios –¿qué dios?– así lo quiere.

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