La segregación de las tizas y las pizarras
En Eslovaquia, el 30% de los estudiantes que acuden a centros educativos destinados a discapacitados mentales son romaníes
La hija de Maria Bedova es como una niña cualquiera. Cuando ve a un gadje (como llaman los romaníes a quienes no lo son) su curiosidad explota mientras revolotea pensando qué preguntar. Con ella las palabras no son necesarias, los gestos y las sonrisas crean la conversación que cada uno quiere creer; esa en donde todos los niños usan los mismos pupitres y la línea social no está marcada por el color de la etnia. Unos minutos más tarde, en la estación de autobuses de Kosice, se produce el segundo encuentro, esta vez con una nutrida representación de su familia. Todos, cerca de una docena, esperan al chunda de María, el hijo mayor que retorna desde Inglaterra. Los más pequeños acosan a los viajeros para obtener unas monedas con las que comprar helados o caramelos. A veces regresan a la dársena donde sus madres están apostadas: hablan, bromean, se hacen fotos y hasta ofrecen masajes. “Tú no eres un gajde”, chapurrea en inglés María. ¿No soy más extranjero que los eslovacos? “No, ellos no se acercan a nosotros, nos tratan mal. Ellos son gajde”.
Cuando María habla, oculta con la mano su boca, carente de la mayoría de los dientes. Sus gestos demuestran que es coqueta, que le gustaría poder reír como el resto de eslovacos. “También trabajar y vivir junto a ellos si respetasen nuestra cultura”. Pero no tiene dinero para arreglar su sonrisa y su pueblo, el romaní, es segregado en los Balcanes y otros rincones del oeste de Europa. También en Eslovaquia, en donde la palabra integración parece enterrada bajo montañas de prejuicios. Esto puede que su hija aún no lo comprenda, pero lo entenderá si el camino para la inclusión sigue circulando en sentido contrario. De momento, según desprenden los expertos en la causa romaní, la diferencia nace en la educación ordinaria, negada a muchos de ellos.
Stefan Ivanco, representante de la ONG Poradna, considera que los diferentes ejecutivos están tomando decisiones diametralmente opuestas para solucionar el problema. Todo comienza entre los pupitres de los colegios que muchos romaníes no llegan a conocer. Es la exclusión de las tizas y las pizarras. “El primer paso en la segregación son los colegios especiales que están preparados para gente con discapacidades mentales. Las estadísticas dicen que el 8% de la población es romaní, pues en estos colegios representan entre el 30 y el 40%. Es una violación del derecho a la educación que también sucede en la República Checa. Pero al menos ellos fueron condenados por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos”, destaca en una cafetería del centro de Kosice, la ciudad más importante del este de Eslovaquia.
“La segregación empieza en el Gobierno. Cuando se hace el diagnóstico psicológico de los romaníes no se tiene en cuenta su entorno social. Ellos no tienen un problema mental, tienen un problema social”, repite este trabajador social. A este obstáculo se une el rechazo del pueblo eslovaco, la otra gran barrera cimentada con los estereotipos peyorativos que acompañan a los romaníes. “Los padres no quieren que sus hijos se junten con los romaníes y presionan para separar las clases. Piensan que sus hijos no tendrán un buen nivel educativo junto a ellos”. Si los acusados de la segregación son los directores o profesores, estos alegan que “son los padres romaníes los que quieren la separación porque tienen miedo al acoso escolar”.
El último estudio del Comisión Europea sobre Eslovaquia desvela que ocho de cada diez romaníes abandonan el sistema educativo con tan solo el título de primaria en la mano. Una cifra muy alejada del 26% de eslovacos que no continúan sus estudios de secundaria. Esta situación lastra la futura inclusión laboral del pueblo romaní. El desempleo dentro de esta comunidad se sitúa en el 40%, muy lejos del 13% nacional. Los datos son alarmantes y es difícil entender por qué los diferentes ejecutivos, sin importar los colores, no toman acciones concretas. Más aún cuando un estudio del Banco Mundial resalta que el PIB eslovaco crecería en 3.100 millones de euros si los romaníes tuviesen las mismas oportunidades laborales. Ivanco se inclina por el populismo político: “Es una medida impopular y para los alcaldes son más importantes los votos que la integración. Los políticos son conscientes de la importancia, pero piensan a corto plazo y este problema no se puede solucionar en cuatro años”.
Los estereotipos
Julian Gardlik es un estudiante universitario de 20 años. Reside en Prievidza, una región industrial del noroeste de Eslovaquia. Explica que los políticos sacan cada año una temática al ruedo social: “El año pasado fueron los matrimonios LGTB; hoy, los inmigrantes, pero los gitanos siempre están en la agenda”. Es un joven alto, con la tez blanca, barbilampiño. Se parece mucho a su padre, quien trabajó traduciendo del alemán al eslovaco. Su madre es profesora de música y sonríe constantemente. Habla de sus viajes, especialmente del último que hizo a Bulgaria. Su hermana pequeña toca el violín y su hermano quiere convertirse en el nuevo Peter Sagan, el ciclista eslovaco de fama mundial que empapela el país con publicidad.
La madre de Julian ofrece tiramisú, café y otros dulces locales. El padre se acerca con una decena de CD's. Entre su colección, uno de Il Divo. “Es difícil encontrar unas voces tan buenas”, dice. La conversación es abierta, respetuosa, llena de anécdotas locales y carente de estereotipos, al menos hasta llegar a la causa romaní. Cuando Julian agarra su móvil y muestra un vídeo todo cambia. En la pantalla se ven los guetos con sus viviendas destruidas y montañas de basura coronadas por niños. Se pregunta si existe igualdad y justicia social: “¿Es normal que destruyan las casas y luego tengamos que pagar otra? ¿Qué sucedería si nosotros hiciésemos lo mismo? ¿Nos darían otra? No, por supuesto”.
Ellos no tienen un problema mental, tienen un problema social Stefan Ivanco, ONG Poradna
Julian reconoce que formó parte de las juventudes del Partido Social Democrático, considerado un grupo de izquierda. Tras consultar a múltiples personas, es obvio que su opinión no es una excepción en Eslovaquia: la gitanofobia ha calado en amplias capas sociales. Es uno de los acuerdos no escritos entre la izquierda y la derecha.
Su caso es parecido al de Mila y Adriana, dos jóvenes biólogas que este año terminarán su posgrado. Su vida en Kosice es buena y sus ideas progresistas, salvo en un punto: los romaníes. “Los niños gitanos están llenos de piojos. Con estar unas horas con ellos hay que raparse la cabeza”, dice Mila, quien reconoce no haber tenido ningún problema con la comunidad romaní a pesar de proceder de Stropkov, una pequeña ciudad cerca de la frontera con Polonia y Ucrania en la que los romaníes viven hacinados en tres guetos. El más destartalado está situado detrás del campo de fútbol del equipo local. Desde sus gradas se pueden ver las míseras condiciones en las que residen, también un muro que aísla a su comunidad. Una vergonzosa división que tiene otros ejemplos en Eslovaquia.
“Yo nunca entraría ahí, me da miedo”, dice Vilian Ahtiah, un licenciado en comunicación periodística que, al igual que muchos eslovacos, cursó sus estudios en la República Checa. Su madre, en cambio, opina que los estigmas anclados a los romaníes no son ciertos. Durante décadas trabajó en un supermercado de Stropkov y tuvo contacto diario con ellos. Es la cara B de quienes tienen la posibilidad o son forzados a convivir con esta comunidad; una pepita de oro difícil de filtrar dentro de esta criba llena de prejuicios.
El papel de la iglesia
Dentro de esta negativa dinámica social, la iglesia retiene un importante rol. En Eslovaquia, el catolicismo tiene una fuerte presencia, especialmente profunda en la comunidad romaní. Muchos colegios dirigidos por las órdenes religiosas se nutren de ayudas privadas y estatales. En ellos, según denuncian Poradna y el Centro Europeo de los Derechos Romaníes (ERRC), la exclusión aumenta. “Por ejemplo, tenemos un caso de una comunidad segregada en donde la iglesia ha construido colegios en los que todos sus estudiantes son romaníes. No hay ni un eslovaco. ¿No es el camino contrario?”, se pregunta Ivanco mientras apura los últimos sorbos del café. András Ujlaky, director ejecutivo de ERRC, destaca que “la iglesia coge a niños de otros colegios para obtener una mayor financiación. Estos colegios son incluso menos integradores que los estatales”.
Los informes que recibe Poradna detectan que la calidad en los colegios segregados es tan baja como las expectativas de los romaníes. Se puede culpar al niño por ser un vago o al Estado por no saber incentivar. Probablemente en Eslovaquia elegirán la primera opción. El inferior nivel educativo de estos centros estatales o religiosos se convierte en un nuevo escollo para los romaníes que quieren acceder a la educación ordinaria. “Seguro que la iglesia tiene buena intención y hay parcelas en las que su trabajo es importante, pero tienen que evitar la segregación”, resume Ivanco, quien reclama el cierre de este tipo de centros educativos.
El hermano Richard Jomeuke rechaza esta opinión, extendida entre las ONG. Ataviado con el hábito religioso, explica que la fisura social es ahora mismo insalvable y apuesta por el mal menor. Por eso defiende el papel de la iglesia católica y el respeto por la cultura original del pueblo romaní. “Tienen que ser aceptados tal y como son, con su cultura. Ahora es lo máximo que podemos hacer”, comenta en una de las principales arterias de Bratislava.
Las leyes, solo sobre el papel
La entrada de Eslovaquia a la Unión Europea (UE) supuso un cambio en la normativa legal para adaptarse a los estándares europeos. La Racial Equality Directive es una legislación creada en el año 2000 que ha sido establecida con diferentes versiones en los países comunitarios. Ujlaky explica que el principal problema —y diferencia con la Civil Rights Act de Estados Unidos— es que los gobiernos no están obligados a proteger contra la discriminación y tomar acciones legales. Esto se traduce en que muchos gobiernos no son sancionados porque el proceso tiene que comenzar con la denuncia de un particular u ONG. La consecuencia, dentro de la laberíntica justicia, es que pocos casos llegan a la Tribunal Europeo. “Los países no hacen nada por luchar contra la segregación”, sentencia Ujlaky, quien asegura que hay fondos de la UE que están siendo usados "para discriminar a los romaníes”.
“La UE ha puesto el foco en el problema y Eslovaquia recibe críticas por la segregación del pueblo romaní. La ley es muy buena, pero solo sobre el papel. No se implementa y entonces surge un nuevo problema: la gente no confía en la justicia y los afectados no inician las acciones legales. Por eso queremos que el Parlamento pueda ser sancionado por los cuerpos jurídicos”, reclama Ivanco.
Los esfuerzos de las organizaciones locales se centran ahora en reactivar la confianza en el sistema. La campaña se presenta difícil si se tienen en cuenta los fallos judiciales de la última década. En 1999, un joven de 21 años falleció durante un interrogatorio policial debido a un disparo en el abdomen. La Policía afirma que robó el arma de un agente y se disparó a sí mismo. La familia no cree esta versión y, tras once años, su caso llegó al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. En 2001, Karol Sendrei murió a los 51 años tras recibir una paliza en una comisaría. Cuatro de los siete agentes implicados fueron condenados a penas inferiores a ocho años. En 2009, las fuerzas del orden detuvieron a seis romaníes menores de 15 años por robar a una anciana. Durante el interrogatorio, los policías obligaron a los jóvenes a besarse y abofetearse; también a desnudarse. Los agentes fueron despedidos, pero un año después un tribunal les consideró inocentes. El pasado abril, los romaníes de la ciudad de Vrbnica denunciaron la brutalidad de una redada policial llamada Code-Action 100. El Gobierno inició una investigación para aclarar el posible uso inapropiado de la fuerza. Después de lamentar el suceso, no publicaron los nombres de los agentes culpables.
Todos los gitanos tendrían que ser expulsados del país o al menos eliminar sus derechos Marek Nemcik, empresario audiovisual de 40 años
Al desmedido uso de la fuerza policial, se unen la segregación educacional, la discriminación laboral y, en menor medida, la esterilización involuntaria. En 2011, el Tribunal Europeo condenó a Eslovaquia a indemnizar con 43.000 euros a una mujer esterilizada sin su consentimiento. En abril de 2015, la Comisión Europea lanzó un proceso contra el país por promover la discriminación educativa. Estas sentencias, unas de las pocas que prosperan en el entramado legal, son los ejemplos que Ivanco usa para aliviar el desapego romaní a los cauces legales. “Las comunidad se ha resignado y no cree en el sistema por la discriminación. Ellos no creen que sus hijos puedan vivir una mejor vida porque los más mayores solo han conocido experiencias negativas. Por eso ni lo intentan y para eso estoy yo aquí”, reitera.
Nostalgia comunista
Los romaníes viven en la mayoría de los casos en guetos situados a las afueras de las ciudades y pueblos. Según Ivanco, el 40% reside en áreas segregadas como Lunik IX, un gueto a las afueras de Kosice. “Así no se puede conseguir la integración. La situación es incluso peor en los pueblos”. Su número es mayor en el este del país, pero su rechazo es similar en cada rincón del antiguo reino de Moravia. Es común que algunos romaníes busquen mejores condiciones de vida en el oeste, en donde radican las oportunidades laborales. Otros se aventuran hacia el sueño laboral europeo, un camino repleto de impedimentos estatales para la minoría más numerosa de Occidente.
Las políticas del Gobierno francés, derribando poblados y expulsando a los romaníes, solo certifican que los acuerdos Schengen no se aplican de la misma manera si la otra parte es un gitano. “Aquí no hay oportunidades y por eso se tienen que ir al oeste de Europa. Sin la segregación, no verían en sus calles a muchos romaníes”, apunta Ujlaky en la sede de ERRC, una organización que ha puesto en marcha una campaña para que se reconozca el genocidio de esta etnia durante el nazismo.
La parálisis institucional y el rechazo de la UE están provocando que muchos romaníes miren con nostalgia al periodo comunista. Pese a sus fallos, la política laboral de la URSS obtuvo buenos resultados en lo que respecta a la integración de esta etnia. “No había tanta segregación porque era obligatorio trabajar. Esto permitía el contacto entre los romaníes y el resto de los eslovacos”, recuerda Ivanco. “Ahora son apartados cuando van a una discoteca y no pueden entrar, e incluso cuando van al supermercado”, ejemplifica Ujlaky. “Nadie mira por ellos y han perdido las propiedades que la URSS les dio”, apunta el hermano Jomeuke, quien destaca los efectos colaterales de la discriminación laboral: “Depende de la persona, pero como no tienen trabajo se ven forzados a vivir en la ilegalidad, a vender drogas. Es un círculo vicioso que también atraparía a los eslovacos”.
25 años después de la caída de la URSS, la masa laboral romaní se ha desintegrado mientras muchos de los prejuicios persisten. Marek Nemcik, un empresario audiovisual de 40 años, opina que “todos los gitanos tendrían que ser expulsados del país o al menos eliminar sus derechos”. Julian dice que para él no suponen un problema mientras sigan segregados. “En Prievidza hay unos 2.000 gitanos y no tengo ningún problema con ellos porque tengo la suerte de no vivir con ellos”. Su descripción de los romaníes es la generalizada: “Vagos que no quieren trabajar y tienen muchos hijos para obtener todo del Estado”. Para este estudiante de derecho, el romaní bueno es el romaní asimilado: “Tengo un amigo gitano que es normal, como nosotros”.
Stefan Ivanco contradice a Julian, Marek, Mila... al destacar que exista un derecho especial que los romaníes tengan y los eslovacos no. El imaginario colectivo suele recordar rápidamente los clichés y olvidar las contribuciones de su rica cultura, representada con maestría por el director Tony Gatlif. En su película Gadjo Dilo, un joven extranjero loco acude a un poblado romaní para encontrar a la cantante favorita de su fallecido padre. Allí, descubrirá algo más, una cultura acogedora, caótica, llena de niños y sonidos musicales; también los prejuicios. En las cintas Gatlif se puede apreciar la otra cara de este pueblo, la misma que Ivanco quiere mostrar a los eslovacos, aunque para ello no cesa de repetir que la solución solo nacerá con la igualdad de oportunidades, el contacto entre comunidades y, sobre todo, la educación. “La gente quiere una mejor vida. Los eslovacos piensan que los romaníes son felices en las condiciones en las que viven, pero no es así, es una cuestión de oportunidades que empiezan por la educación”.
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