Médicos que hablan y arquitectos que pisan
La arquitecta Anna Heringer
Mi madre se enfadaría si dijera que tiene 80 años porque acaba de cumplir 79. Un par de meses antes de su cumpleaños su médico le dijo que debía cambiarle el marcapasos. Fue una enfermera la encargada de plantearle la elección:
-¿Les interesa el de 3.500 euros o el de 6.500?
-¿Se puede elegir? ¿Qué los diferencia más allá del precio? –quiso saber mi hermana, asustada ante la posibilidad de que existiese una marca blanca o una tecnología de diversa calidad para un asunto vital-.
La respuesta de la enfermera incrementó su miedo:
-La duración. La diferencia está en lo que duran. El de 3.500 lo ponemos en personas con baja expectativa de vida, dijo.
Mi hermana tragó saliva. Y mi madre habló. No dudo en pedir que le pusieran el de 6.500. Lo pidió riéndose, como si apostara en el casino. El caso es que tras esa conversación (y consecuente operación) el médico habló poco más en las visitas semanales que mi madre le hizo durante cerca de cuatro meses. Cuando hablaba siempre repetía lo mismo: que la peluquería no encubría la edad que tenía, que debía acostumbrarse, que no podía esperar el corazón de una persona joven, que se relajara decía cada vez que mi madre –usuaria experta de un marcapasos anterior- llegaba en taxi –incapaz de subir al autobús- y jadeante a su consulta privada para avisar de que se mareaba, de que no conseguía caminar tres metros sin perder el aliento y de que el corazón le latía a 39 pulsaciones por minuto.
Fueron tres meses de consultas con la lengua fuera. Tres meses sin fuerzas para salir de casa hasta que el azar quiso que una tarde el médico jefe tuviera que ausentarse para ir a un congreso y otro de piel negra, y cuarenta años menos, tuviera que sustituirlo examinando a los pacientes. El joven médico escuchó a mi madre. No tardó ni dos minutos en ordenar una prueba. En 10 minutos había decretado que su marcapasos tenía un cable suelto. Era necesario volver a intervenir cuanto antes.
-Qué claridad mental tienen ustedes los médicos jóvenes –dijo mi madre, nerviosa.
-No es la juventud, es la nacionalidad señora -contestó el médico colombiano. -Nosotros todavía hablamos con los pacientes.
Los seguidores de este blog saben que en más de una ocasión he comparado la arquitectura y la medicina, más por la evolución de las prácticas profesionales –y su integración en la sociedad- que por posibles analogías entre el proceso constructivo y el curativo. Hoy recurro de nuevo a esa reflexión para tratar de explicar lo que muchos arquitectos se están perdiendo no por evitar hablar con los clientes sino por evitar patearse los diversos barrios de las diversas ciudades. Lo que quiero decir es que, igual que necesitamos médicos que hablen (y toquen a los pacientes), se precisan arquitectos que pisen el barro, las calles, las obras y los problemas urbanos.
Justo después de la operación de mi madre viajé a Puerto Rico para participar en un conversatorio sobre arquitectura organizado con motivo del VII Congreso Internacional de la Lengua. En San Juan hablé de algunos de los temas que más he tratado desde este blog y desde los artículos que publico en El País: la necesidad de extender la arquitectura y hacerla llegar a donde nunca ha llegado, la nueva figura del arquitecto como guía, la necesidad de trabajar desde la realidad y no desde la academia y la lección que reaprender de la ciudad informal. Ante este tipo de presentaciones se suelen generar dos respuestas. De un lado la gente todavía se sorprende: pocos se han planteado que dos tercios del mundo están autoconstruidos, por ejemplo. De otro, los defensores del modelo clásico, esto es, de una arquitectura dictada desde la teoría y no desde el conocimiento directo abogan por recortar gastos pero seguir primando invención y solución formal. Las propuestas de convertir al arquitecto en guía quedan así cuestionadas, pero creo que no desactivadas, con frases como “no creo que haga falta que volvamos a amasar el barro con los pies” -cosa que por supuesto no hace falta y que nadie ha defendido- o con la creencia de que “el buenismo” de arquitectos como Álvaro Siza no hacen avanzar la disciplina mientras que los experimentos de Rem Koolhaas sí lo hacen.
Es en ese punto en el que, para mí, coinciden de nuevo medicina y arquitectura y lo que me pregunto es si lo que debe avanzar son las disciplinas o la sociedad. Ya no digo que hablar pueda curar ni que desahogarse despeje, me refiero a cuestiones tan sencillas como clave: ¿Es necesario distanciarse de los pacientes para hacer avanzar la ciencia? ¿Es importante resistirse a los deseos de los clientes y a las necesidades de la gente para mantener la pureza de la arquitectura? Entre la auto-construcción y la mitificación hay un camino, recuerda el último premio Pritzker Alejandro Aravena. Ese camino pasa por escuchar y pisar, por conociendo el pasado, atreverse a ser ingenioso y por reunir la inteligencia para conseguir que el futuro de la arquitectura no solo contribuya a un mejor futuro de la cultura sino que sea capaz de ayudar también al futuro de las personas.
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