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MIRADOR
Columna
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Gustafsson

La poesía sueca y escandinava siguen siendo un venero de emoción y de belleza al que hay que acudir continuamente

Julio Llamazares

A menudo nos preguntan a los escritores, en los encuentros con los lectores o en las propias entrevistas periodísticas, por los autores contemporáneos o clásicos que preferimos y que recomendaríamos a otras personas como lectura. Siendo imposible por generalista —y porque con el tiempo nuestros gustos literarios van cambiando, como es lógico— responder a esa cuestión, cuando me he visto impelido a hacerlo he citado casi siempre a Lars Gustafsson, el poeta y novelista sueco que acaba de desaparecer. Su novela Muerte de un apicultor, que leí hace años, editada en español por Mario Muchnik (ahora lo hace la editorial Nórdica), y sus libros de poemas, pero no solamente ellos, fueron para mí revelaciones, como me ocurriría años después con su compatriota Tomas Tranströmer. La poesía sueca y escandinava siguen siendo un venero de emoción y de belleza al que hay que acudir, si uno gusta de éstas, continuamente.

De Lars Gustafsson se ha dicho que es lírico, introvertido (controvertido también), existencialista, romántico, palabras todas que se ajustan a su personalidad, pero lo que a mí más me interesa de él es su manera de pintar y de estructurar sus textos, propia de alguien que es más filósofo que escritor y que concibe la literatura como un cuadro, como una arquitectura hecha a base de palabras más que de personajes y de narraciones. En Muerte de un apicultor, por ejemplo, la peripecia del protagonista, que es a la vez el narrador de la historia, interesa menos que sus anotaciones sobre las abejas, sobre su enfermedad, cuyo diagnóstico desconoce (está encerrado en un sobre que no se ha atrevido a abrir y que mira todas las noches al acostarse), pero cuya trascendencia intuye, y sobre su vida anónima, la de un maestro de escuela aficionado a la apicultura y la soledad que ve el mundo desde su perspectiva sin tratar de imponerla a nadie, ni siquiera de compartirla con otros. Pero la ficción de la literatura permite que todos la conozcamos y que la confrontemos con la propia nuestra, enriqueciéndola gracias al maestro sueco. Sus pensamientos, que puntean las notas domésticas y las anotaciones que en sus libretas hace aquél de sus idas y venidas de su casa a sus colmenas y de ambos al río a pescar en el buen tiempo, son una lección de vida que, añadida a las de otros personajes literarios, agranda y ensancha la de los lectores. Ahora que su alter ego (Lars Gustafsson) ya no está, me gustaría recordar como despedida de él esa frase que el protagonista de Muerte de un apicultor repite como un mantra a lo largo de toda su historia: “Nunca avanzamos. Siempre empezamos de nuevo”.

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