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Columna
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El ‘jockey’ vienés y el sargento prusiano

Javier Marías

DE vez en cuando hay que darse una tregua y dársela a los lectores, y a mí suelen proporcionármelas los viajes. Puede que la última fuera mi relato de una frustrada visita a la casa natal de Goethe en Fráncfort, o acaso mis desventuras con los sistemas de grifos en los hoteles modernos. Ahora me ha tocado volver a Londres, y a diferencia de la anterior ocasión, hace ya casi tres años, en Heathrow no me sustrajeron nada. Debo decir que la columna que escribí entonces (“Ladrones en Heathrow”) tuvo una rápida respuesta de las autoridades del aeropuerto. Se justificaron con “las reglas” (ese cómodo comodín para todo), se disculparon y, al cabo de un tiempo, me devolvieron algunos de los objetos requisados por un celoso miembro de la seguridad: mi pequeño despertador Dalvey y una calculadora que no era la mía y que además estaba hecha un asco. Del cargador del móvil, ni rastro, y menos aún del botecito de agua oxigenada que el funcionario olisqueó insistentemente sin éxito (“No huele”, dijo, y eso le pareció aún más sospechoso). Pero algo fue algo y agradecí el tesón y el esfuerzo. No me imagino a Barajas rastreando semejantes menudencias entre todo lo confiscado a los pasajeros, facinerosos por definición y principio.

Esta vez mi estancia no tuvo tregua, así que no me quedó tiempo libre. Tan sólo veinte minutos un día: tenía que ir a una librería a firmar ejemplares, y me di tanta prisa en despacharlos que me encontré con ese regalo hasta la siguiente tarea. Quiso el azar que la librería estuviese en Cecil Court, callejón peatonal del que he hablado en varias oportunidades (“Cuento de Cecil Court”, “La bailarina reacia”, “Cuento de Carolina y Mendonça”, para quienes tengan curiosidad o memoria). Como quizá recuerden los lectores más pacientes con mis tonterías, en una diminuta tienda de allí, Sullivan, he ido adquiriendo algunas antiguas figuras de pequeño tamaño: primero un señorín con bastón y bigotillo, luego la bailarina que lo acompañaba y que me dio ridícula mala conciencia haber dejado atrás en el establecimiento; por último, hace cuatro años, en marfil, el personaje de Dickens Mr Jingle (“El conveniente regreso de Mr Jingle”). Preveía yo entonces que, siendo éste un bribón y un seductor simpático, con numerosas conquistas en España según cuenta él mismo en Los papeles de Pickwick, traería alguna tensión a la pareja formada por Carolina y Mendonça, lo cual no me parecía mal para dar algo de aliciente a su silenciosa y estática existencia en mi casa. Pero la verdad es que Jingle, nacido de la pluma de su autor hace ya ciento ochenta años, se ha comportado de manera harto pasiva, en consonancia con su edad provecta. Así que aproveché aquellos veinte minutos para asomarme a Sullivan y echar un vistazo veloz. Y hubo dos figuras que me hicieron la suficiente gracia. Una de bronce policromado, vienesa de principios del XX, representa a un jockey extraño, porque, aunque su atuendo no deja lugar a dudas (chaleco a rayas rojas y amarillas, mangas negras, gorra negra y roja, como las botas altas, y ajustados pantalones de color canela), no está montado, sino graciosa e indolentemente apoyado en una valla que es parte de la pieza. Sostiene en las manos un látigo, más que una fusta, y la verdad es que su postura y su cara (boca de piñón, ojos soñadores, nariz fina y estrecha) lo hacen abiertamente afeminado, como se decía antes y supongo que ahora está prohibido, como casi todo. Sin que esto signifique otra cosa que una interpretación subjetiva, creo que ese jockey es un gay amanerado (lo cual sólo quiere decir que hay muchos gays que no lo son en absoluto). La otra figura que me llamó la atención no podía ofrecer mayor contraste: asimismo de bronce, pero sin colores, fabricada a mediados del XIX según el dependiente, yo diría que es un sargento prusiano, por el uniforme y el gorro; pero podría ser francés, por las largas patillas que casi se le unen con el bigotón poblado, por la nariz aguileña y la expresión muy severa, casi de permanente enfado. Lo curioso es que tiene una mano apoyada en el brazo contrario –como si lo tuviera herido– y no lleva ningún arma. La nuca se la cubre un pelo bastante largo recogido al final como coleta. Un tipo fiero en conjunto.

Los de Sullivan, que supieron de mis anteriores columnas, tuvieron la gentileza de ofrecerme un buen descuento, así que me llevé las dos sin pensármelo mucho. Y aquí están ahora, sin que haya decidido aún junto a quién colocarlas ni qué nombres darles. Esta apacible convivencia necesita un poco de conflicto, y ya que Mr Jingle está anciano, espero que el sargento arme bulla con sus patillas pendencieras: que se burle del señorín con su bastoncillo y su aire de petimetre; que azuce al veterano seductor dickensiano; que husmee el atractivo escote de la bailarina y provoque la reacción de los otros en su defensa; y en cuanto al compañero que ha venido con él, el jinete amanerado, confío en que su postura y sus delicados rasgos lo irriten sobremanera. Claro que las apariencias engañan, y quién sabe si el sargento de aspecto recio y aguerrido no acabará por fijarse en el jockey más que en Carolina, y si no habré aportado a mi grupo una pareja de hecho que se querrán con locura el uno al otro. De ser así, no habrá bronca ni conflicto. A menos que el anticuado Mr Jingle, con sus ciento ochenta años, los observe con censura y desagrado, poco acostumbrado en su época a las efusiones entre miembros del mismo sexo. Pero siempre fue un hombre tan jovial y desenfadado que no lo creo capaz de homofobia. Para eso hay que ser antipático, y él era la simpatía perpetua. Vuelvan a Pickwick, si no me creen.

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