Padres, uno o ninguno
En Mozambique no celebran el Día del Padre y se ahorran el regalo, que tantos hijos no podrían comprar

En Mozambique, el 19 de marzo es un día como otro cualquiera. En Mozambique, madre no hay más que una, muy repartida entre la casi siempre numerosa descendencia. Padres, hay uno, o ninguno. En este mes y medio, he conocido a muchos, claro está, pero quiero hablar de dos.
Casi recién llegada, pasé una mañana entera en el Centro de Salud que la Fundação Encontro gestiona en la aldea de Massca, distrito de Boane. En el porche utilizado como sala de espera, una docena de madres esperan su turno para ver a la enfermera. No hay papás, pero tampoco me extraña. En España, la cuota masculina en las consultas de pediatría suele cubrirse con los niños pacientes y el doctor.
En el 99% de las casas que he podido visitar, al preguntar por el padre, me han dicho que no saben dónde está. He sabido también, que muchos de ellos ni saben que lo son. Por su presencia fugaz con las mujeres, les dicen, pais da noite.
En el 99% de las casas que he podido visitar, al preguntar por el padre, me han dicho que no saben dónde está
Por eso, en el verçario, la sala de cunitas donde los bebés descansan, me espera una sorpresa. Un hombre menudo le está cambiando el pañal a su pequeña. Es un retal de felpa vieja que luego cubre con un trozo de florida capulana. Se llama David. Ella, Yolanda. La madre dejó de trabajar como empleada doméstica en Maputo al quedarse embarazada. Recuperar el puesto le costó renunciar a su pequeña.
David charla con Almerinda, la enfermera de maternidad. Comprueban el peso de Yolanda y repasan su dieta. Yolanda es muy chiquita. Mis ojos recorren los carteles de aquellas cuatro paredes. Leite materna é o melhor para o seu bebé. Escucho al rato el llanto de la niña, a la que David sosiega con un biberón bien preparado. Les beso a los dos, deseándoles toda la buena suerte y más.
La choza de la familia Meque Simango, a las afueras de Mahanhane, tiene de fondo un monte boomerang, que corta el viento y lo devuelve como brisa templada. Es un entorno idílico para una realidad penosa. Lucas es el cabeza de familia. Padre y madre de 10 hijos, abuelo y abuela de ocho nietos, suegro y suegra de una joven, Nora, que está dando de comer al benjamín de la casa.

La madre, abuela, y suegra por derecho es Celina Vicente. Puede que tenga 35 años. Vive con unos familiares desde que sufrió el último y feroz brote de su enfermedad mental, cuyo diagnóstico en casa desconocen. Lucas no parece atribulado, aunque dice echar de menos a su esposa. Me cuenta que suele visitarla, pero nunca con los niños, convencido de que la enajenación es contagiosa. En su casa, el mal de luna (convulsiones), por ejemplo, se cura con hierbas y raíces.
El bebé no tiene nombre porque Lucas espera la opinión de sus difuntos. Suponemos que se manifestarán en sueños y le hablarán en Sanghana, porque nadie le enseñó portugués. Tampoco sabe leer, ni escribir, ni cuantos años tiene. Intuyo que le parece algo accesorio; de sus cinco hijos pequeños, solo Anezia va a la escuela, gracias al programa para COV´S (crianças orfãos e vulneraveis, niños huérfanos y vulnerables), de la Fundação Encontro, Tampoco recuerda cuando, ni en qué condiciones nació el niño. La madre, en su delirio, prendió fuego a todos los papeles de la casa.
Lucas no es consciente de cuánto le desborda el panorama. La falta de un horario fijo como vigilante en Bananalandia, la mayor plantación de plátanos de la zona, le impide estar al tanto de los niños, que no van a la escuela porque no les da la gana. “Con la madre aquí, es otra cosa”, añade resignado a que la suerte de sus hijos se limite a crecer pisando esa tierra roja. Descalzos y sin un solo juguete.
En Mozambique no celebran el Día del Padre y se ahorran el regalo que, tantos hijos no podrían comprar.
Sol Alonso, 19 de marzo. Casa do Gaiato. Massaca. Maputo. Mozambique.
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