La risa más odiada de Hollywood
Sacha Baron Cohen cree que la industria del cine no tiene sentido del humor. Pero al guionista y actor le da igual ganarse enemigos, sabe que no puede hacer reír a todos
Sacha Baron Cohen ha secuestrado a Pamela Anderson o le ha tirado las supuestas cenizas del dictador norcoreano Kim Jong-il a Ryan Seacrest, uno de los presentadores más populares de la televisión estadounidense. En la alfombra roja, aprovecha cualquier oportunidad para posar en calzoncillos. Su humor llega donde nadie se atreve, incluso haciéndose pasar por negro durante la última entrega de los Oscar en una ceremonia donde la diversidad racial escocía por su ausencia. El actor y humorista británico de 44 años y ascendencia judía sabe echar sal sobre cualquier herida. Lo hace con todas de las personalidades que ha creado en su carrera, el gañán de Borat, el mandatario con aire de Gadafi de El dictador, el fashionista de Brüno o el gangsta incapaz de ver que no es negro de Ali G.
Pero una de las pocas veces que se presenta como él mismo, como el chaval que aprendió a reír con Peter Sellers y La vida de Brian, el graduado de Cambridge casado con la también actriz Isla Fisher, con quien tiene tres hijos; el comediante, actor y guionista se queja muy en serio. “Si quieres arriesgarte, el lugar es la televisión. Hollywood ha perdido el sentido del humor”, afirma tajante. “Los estudios son cada vez más reacios a la hora de apostar por algo. Están en manos de las grandes corporaciones y su única meta es tener beneficios. Pero no puedes hacer humor para el común denominador, para que no te malinterpreten, para evitar la polémica”, agrega.
La sobriedad de sus declaraciones viene acompañada de la elegancia de un traje de chaqueta con chaleco (aunque no corbata) que le da mayor seriedad. El vestuario es pose, las palabras, certeras. Duda que Borat (2007), el mayor éxito de su carrera —le valió su única candidatura al Oscar como mejor guion y el Globo de Oro como mejor actor—, fuera posible en el cine de hoy. Especialmente tras el batacazo en la taquilla estadounidense de su última parodia, Agente contrainteligente (estrenada ayer en España), y los comentarios sesudos que ha provocado, como que se le ha pasado el arroz entre una generación de espectadores cada vez más jóvenes o que su humor ha dejado de morder.

Como diría el guionista William Goldman, en Hollywood nadie sabe nada, porque no hace ni un mes al mismo humorista que ahora critican dejaba a los miembros de la Academia estupefactos apareciendo por sorpresa en el escenario del teatro Dolby como Ali G. En una ceremonia como los Oscar donde todo está calculado al segundo, y donde se le había pedido específicamente que compareciera como Sacha Baron Cohen, el cómico desoyó las órdenes e hizo lo que siempre hace. Lo que quiere. “Nunca entendí porqué la Academia me pidió que me presentara así, a no ser porque soy miembro de esta”, se ríe ahora de la invitación. No espera que le vuelvan a llamar, aunque dice que nadie le echó la bronca. “Quizá a mi representante”, se encoge de hombros.
Se nota que pasa de todos y sigue en plena forma incluso cuando habla en serio. Agente contrainteligente será un desastre en la taquilla estadounidense pero quien quiera ver a Donald Trump infectado de sida, esa es su película. “Es un tipejo gruñón y bocazas”, describe al aspirante republicano a la presidencia estadounidense. Es consciente de que ese tipo de comentarios, con o sin humor, son los que le ganan enemigos. También recuerda que su primera actuación, a los 7 años, no hizo reír a nadie excepto a él y a su hermano. Buena muestra de que el tamaño de su audiencia nunca le detuvo.
Tampoco le frenó el hecho de verse rechazado no una ni dos, sino tres veces del grupo de teatro Footlights, la única razón por la que estudió en Cambridge queriendo seguir los pasos de sus adorados Monty Python, humoristas que le enseñaron lo que era hacer reír a alguien de manera convulsiva, “con todo el cuerpo, sin que puedas evitarlo”. Sacha Baron Cohen sabe que le odian, a él y a cualquiera de sus encarnaciones. Le importa el resultado, “porque una película son tres años de mi vida y muchos chistes que ni tan siquiera acaban en la pantalla”. Aunque en realidad no le preocupa tanto: “Hago películas para mí, para mis amigos y para mis fans”, sentencia. Y él sabe que no es posible hacer reír a todo el mundo. “Pero nadie está obligado a ver lo que hago”, concluye.
Si en público siempre busca la notoriedad, pocos son tan privados con su vida personal como él. Cualquier pregunta sobre su mujer, a quien conoció en una fiesta en Sídney ya hace 13 años y con la que comparte cartel en Agente contrainteligente, la evade con un broma. Mucho más en serio habla de su compromiso social con los refugiados sirios, a los que el pasado 28 de diciembre donó cerca de medio millón de euros destinados para la vacunación infantil en el norte del país. “Normalmente no hablo de estas cosas pero en esta ocasión es algo que tengo que hacer como padre —explica—. Lo triste es que ya lo dije con El dictador (2012), cuando alabé el maravilloso partido de tenis entre el presidente [sirio Bachar el] Assad y Naciones Unidas pasándose la pelota sin hacer nada. Nadie me tomó en serio. Sé que no tiene nada de gracia pero es donde estamos”.
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