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MIRADOR
Columna
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Realismo

Solo el arte sobrevive al tiempo y lo hace convirtiéndose en espejo de la vida

Julio Llamazares

Nunca me gustó demasiado el realismo en la literatura y en el arte, ni siquiera en la realidad, que ya es contradicción. Entre la imaginación y la realidad prefiero la primera, pese a que reconozca que lo real es el primer estadio de la memoria, que es la fuente de la imaginación. Lo dijo el escritor portugués Lobo Antunes: “La imaginación no es más que la memoria fermentada”.

Hay, no obstante, un realismo, que de tan real me parece ilusorio, que sí me interesa mucho, y es ese que define a un tipo de arte, pintura fundamentalmente, que se caracteriza por su radicalidad, esto es, por hacer de la raíz (que de ahí viene radical) su esencia y su intención a un tiempo. El artista parte de la realidad para regresar a ella, pero haciendo un camino de ida y vuelta. En el de ida la realidad se deshace y en el de vuelta recobra su naturaleza.

Ese camino de ida y vuelta es el que recorren con cada una de sus creaciones los pintores y escultores del llamado realismo madrileño (Antonio López García, Amalia Avia, María Moreno, Francisco y Julio López Hernández, Esperanza Parada e Isabel Quintanilla), cuya obra se expone en Madrid estos días en medio del entusiasmo de un público que ve cómo el realismo se vuelve más irreal a medida que transcurre el tiempo. Porque es éste, más que las naturalezas muertas, los vasos y los lavabos de época, los rincones domésticos y urbanos (esas casitas bajas con patio humilde de las antiguas colonias del extrarradio madrileño en las que continúan viviendo varios de los artistas del grupo) o las grandes perspectivas panorámicas de una ciudad que es postal e invención a la vez, el verdadero tema de una pintura aparentemente ensimismada en la contemplación de lo familiar y doméstico y ajena a la vida que discurre fuera. Que no haya apenas presencia humana en esas pinturas y que la poca que aparece en ellas tenga que ver con lo más cercano (familiares y amigos de los pintores, incluso éstos posando unos para los otros) no quiere decir que el hombre no les interese; al revés, es el destinatario final de esas pinturas y esculturas a las que el tiempo va volviendo más y más ensimismadas, en el sentido de puras y duraderas. Porque al final es verdad lo que dijo el clásico latino: ars longa, vita breve, esto es, sólo el arte sobrevive al tiempo, y lo hace convirtiéndose en espejo de la vida: ese bodegón de frutas, ese lavabo doméstico, ese jardín invernal, esa perspectiva urbana que es más real que la que dibuja porque en ella la emoción se quedó prendida para siempre.

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