La hija del coronel
Charlotte Rampling, una de las miradas más enigmáticas del cine, opta a un Oscar por ‘45 años’ y se desmarca de las críticas por la ausencia de negros entre los nominados
Cada uno tiene su recorrido por la vida de celuloide de Charlotte Rampling (1946), una de las miradas más enigmáticas y a la vez más arrebatadoras que ha dado el cine. Son 50 años de profesión y un centenar de filmes hasta llegar ahora a su nominación para el Oscar a la mejor actriz por 45 años, de Andrew Haich, y la polémica que ha provocado su posición en el conflicto por la ausencia de negros entre los nominados a los premios (“boicotear los Oscar es racismo contra los blancos”, ha dicho), lo que ha llevado a señalar sus posturas conservadoras, aunque ella manifieste sentir “afinidad con la izquierda”.
Habrá quien la recuerde sobre todo por sus trabajos con grandes directores como Sidney Lumet (El veredicto, 1982, junto a Paul Newman), Woody Allen (Stardust Memories, 1980) o Lars Von Trier (Melancholia, 2011). O por sus papeles más arriesgados: Ellen, la profesora que practica turismo sexual en Vers le Sud, de Laurent Cantet (2005) o Margaret Jones, la mujer de diplomático que, sublimando los intereses de una Jane Goodall, se hace amante de un chimpancé en Max, mon amour, de Nagisa Oshima (1986) —inenarrable la escena en la que el marido los pilla en la cama—.
Sin olvidar todo eso, la Rampling, esa mujer a lo que no sabrías si besar o silbarle la marcha del coronel Bogey, o las dos cosas a la vez, es inolvidable especialmente en tres películas. La primera, Zardoz (1974), de John Borman, un raro filme de culto de ciencia-ficción en el que la actriz interpretaba a la salvaje exterminadora Consuella, cabalgando con el pecho desnudo (lo que era cosa de verse en aquellos años) y pareja de un Sean Connery con coleta y con un imposible atuendo tipo bañador de Borat avant la lettre. La segunda película es Un taxi malva (1977), una historia preciosa de amistad y almas solitarias refugiadas en la campiña irlandesa y en la que aparecían Philip Noiret, Peter Ustinov y Fred Astaire.
Y sobre todo, la tercera, claro, El portero de noche (1974), morbosa historia sadomasoquista entre una víctima de los campos nazis, Lucía (la Rampling) y su antiguo torturador, el SS Max (Dirk Bogarde), que en su momento me pareció, lo que hay que ver, una bonita historia de amor. En esa película la actriz aparecía en flash back completamente desnuda mientras Max la filmaba y luego le disparaba con su Luger –jugando a no darle- entre lo que parecían las ruinas de un crematorio; vamos puro amor adolescente. Eran escenas muy arriesgadas para una actriz entonces (desnudo frontal) y Charlotte Rampling mostraba ese desapego, casi abandono, de su cuerpo y su imagen que siempre ha reivindicado para el oficio y que es una de las razones seguramente de su magnetismo en pantalla junto con su planta de chica bien, casi aristocrática, haciendo cosas raritas.
La actriz ha vivido atormentada por el suicidio de su hermana mayor con quien mantenía un relación muy estrecha
De El portero de noche, de Liliana Cavani, hay muchas imágenes que nunca olvidaremos, como la escena en que canta a lo Marlene Dietrich ante los SS y envuelta en un humo sospechosísimo "Wenn ich mir was wünschen durfte" con la gorra de la calavera y los tirantes sobre, de nuevo, el pecho desnudo (una gran reivindicación de la chica plana). Pero, por encima de todo, hay una que sintetiza la personalidad actoral de la Rampling. Hacia el final cuando Max y Lucía están encerrados en el piso de éste acorralados por los viejos camaradas nazis del primero y se mueren de hambre, ella, encadenada, retrocede a un estado casi animal y acaba rivalizando con el gato de la casa. La imagen de la Rampling felina maullando y bufando, con esos ojos que según la luz oscilan del gris al verde, lamiendo los restos de un pote de mermelada es de las más perturbadoras de su carrera (y, ay, nuestras vidas). No era la primera vez que la actriz interpretaba a una víctima de los campos nazis. Lo hizo antes (1969) en La caída de los dioses, de Visconti, donde Bogarde ya la denominó “La Mirada”.
Tessa Charlotte Rampling, a la que llamaban familiarmente Charley, es hija de un “impenetrable e incuestionable”, según la actriz, coronel de la Artillería Real del ejército británico (que ya es ascendente y que explica mucho de la compostura y maneras de Charlotte), Godfrey Lionel Rampling, quien además era atleta olímpico: participó en los Juegos de 1932 y 1936 y ganó una medalla de oro en atletismo (relevos 400 metros) en estos últimos, que recibió de manos del mismísimo Hitler. El padre de Godfrey, también militar había muerto en Basora en la Gran Guerra. Y su hermano, el tío de Charlotte, cayó abatido en la II Guerra Mundial a los mandos de un Lancaster. La madre de la actriz, Isabel Ann Gurteen, pertenecía a una familia acomodada y era una mujer romántica (“mariposa de día y princesa de noche”, la define su hija) que se enamoró del que sería su marido a los 12 años. Ambos, padre y madre, murieron a avanzada edad, él ya centenario y tras confesarle que, vaya, también le hubiera gustado ser actor.
En cambio, la única hermana de Charlotte, Sarah, dos años mayor que ella, y de personalidad delicada y compleja, falleció joven, en Buenos Aires, el 14 de febrero de 1967, tras haber dado a luz prematuramente a un bebé. Vivía en Argentina, donde se había casado con un rico ganadero una semana después de conocerlo, boda de la que la familia de ella se enteró por los periódicos. Charlotte no supo sino mucho después, por boca de su padre, que Sarah en realidad se había suicidado (a la madre nunca se lo dijeron). Ese hecho la ha atormentado toda su vida hasta que, ya una mujer madura, ha podido hacer las paces con el pasado.
Si en toda vida hay una clave, un secreto, el suicidio de Sarah es el de Charlotte Rampling. Lo narra de manera muy bella, con un lirismo estremecedor (”ma soeur est mort dans la violence. Je vois ma famille sombrer dans le mutisme. J’ai pris la fuite et je suis devenue une étrangèe parmi des inconnus”) en ese librito autobiográfico que es Qui Je suis (Grasset, 2015), ilustrado con maravillosas fotos de su álbum personal. Sarah y ella eran uña y carne. Juntas se escaparon una vez a Picadilly para hacer una prueba como coristas. Pero el padre las pilló. ¡Qué habrá pensado luego el hombre al ver El portero de noche, o sus desnudos para Helmunt Newton y Play Boy! En cambio le habrá encantado que le concedieran (francesa de adopción) la Légion d’Honneur. Charlotte, pese a ser la menor, actuaba como la guardiana de su compleja hermana. Entre ellas hablaban en francés, su “idioma secreto”, y organizaban “conciertos” en los que se desarrolló la temprana vocación actoral de Charlotte.
Modelo y actriz desde muy joven, dotada siempre de una belleza etérea, misteriosa, de una sensualidad inasible y excitante, Charlotte Rampling ha tenido una vida sentimental compleja. Se ha hablado de que su primer matrimonio (1972-1976) con Bryan Southcombe, tuvo formato de trío (con el modelo Randall Laurence), aunque ella asegura que simplemente compartían los tres piso. En 1978 se casó buscando oxígeno, y perdonen la broma, con Jean Michel Jarre, hasta que este le fue infiel y se divorciaron en 1997. Apuntemos que Jarre es cabeza de cartel en el próximo Sónar, lo que dice mucho de las capacidades del festival por escarbar en estratos arqueológicos. La siguiente pareja de Rampling fue Jean Noël Tassez, fallecido en 2015.
La ahora viuda pendiente de un Oscar es una mujer mayor muy diferente de aquella joven inquietante de nuestra juventud. Pero si uno se asoma a sus ojos encontrará que sigue danzando en ellos una salvaje sonrisa, preludio de un maullido de advertencia o, nunca se sabe, Dios a veces existe, de un ronroneo.
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