Perdidos en el valle de Bekaa
Taanayel, un pueblo cercano a la frontera siria, es otro infierno para los refugiados. Allí malviven decenas de familias con niños de labrar la tierra y recoger basura
Taanayel es un pequeño pueblo en Líbano del valle de Bekaa a no muchos kilómetros de la frontera con Siria. Aquí se han instalado decenas de familias de refugiados (de los cientos de miles asentados en la zona este de Líbano). Junto a un camino en construcción se encuentran las tiendas de campaña hacinadas. Hace frío. Se ve miseria.
Nos encontramos con Abu Talal, el shawish del campamento. Este término hace referencia a la persona a cargo de ciertas responsabilidades dentro, desde la recolección de la cosecha hasta la gestión de los problemas internos. Nos sentamos en unas pequeñas sillas de plástico frente a su tienda. A sus espaldas, un montón de bolsas de arpillera llenas de astillas de madera apiladas unas sobre otras. La familia está preparando el invierno.
Han pasado dos años y medio desde que llegaron al Líbano, pero nunca se han llegado a acostumbrar al frío. Podrían cubrir las tiendas con lonas, pero aun así no impedirían que entrara. Podrían poner varias capas, pero no eliminarían la humedad que penetra desde por la mañana hasta la noche.
Abu Talal se cubre con un largo abrigo de cuero que le pesa sobre los hombros. Va dando sorbos al café mientras responde a nuestras preguntas, las del equipo de Acción contra el Hambre que acabamos de llegar de supervisar la distribución de agua y asegurar que la eliminación de aguas grises se esté llevando a cabo correctamente.
Los hombres nos hablan de la dureza de sus trabajos y muestran sus manos, llenas de heridas
"No hay dinero ni comida, esta es nuestra vida aquí"
Advertidos de la presencia del equipo de cooperantes, van llegando poco a poco los vecinos. Un bebé en brazos nos observa sonriente con cara despreocupada a pesar de todo lo que sucede a su alrededor. Los hombres nos hablan de la dureza de sus labores y muestran sus manos, llenas de heridas y marcas por labrar la tierra, manos que no han parado de trabajar desde que salieron de Siria. Hoy, estas se estrechan unas contra otras, acarician la cabeza de un niño que pasa, se apoderan de una taza de café o un cigarrillo y van dejando atrás, poco a poco, el duro trabajo.
En Taanayel, como en la cercana ciudad de Zahle, no es fácil encontrar empleo para un refugiado sirio. Los hombres se calientan las manos en los bolsillos o cerca de un fuego que produce humo negro y tóxico a causa del plástico.
El combustible proviene de un vertedero cercano y sustituye a la madera para aquellos que no tienen los medios para conseguirla. Abu Talal habla de la ayuda humanitaria, que se ha seguido reduciendo. De repente, decenas de voces se suman a la conversación: "No hemos recibido nada desde 2014", "No hay dinero, no hay comida, así es nuestra vida aquí", "Tengo niños pequeños, si trabajo les puedo dar de comer, si no tengo que ir al vertedero”. Y mientras continúa la lluvia de quejas, las demás cabezas asienten…
En medio del bullicio surge un grupo de chavales. En silencio, con las caras sucias y las ropas rotas —en algunos casos—, están escuchando a sus padres cómo describen una situación que ellos conocen también muy bien. En sus manos, guardan el botín de la mañana: un tesoro de plástico y metal, fruto de largas horas rebuscando entre los residuos.
"Aquí todo el mundo tiene que trabajar, no se puede salir de otra manera", dice Abu Talal, mientras que el más joven, que ya lleva muchos meses fuera de la escuela, rebusca entre las basuras. A las cinco de la mañana, los niños, el menor de los cuales de apenas 3 años, van al vertedero cercano y recuperan todo de lo que se pueda obtener un beneficio económico. Se hace tan pronto para evitar que las autoridades locales les descubran y les priven de los ingresos que recaudarían con lo encontrado.
Kilos de chatarra por un poco de comida
De repente, los niños desaparecen tan rápido como llegaron y crean un gran revuelo en el campamento. Abu Talal cuenta que todas las mañanas llega un hombre en una camioneta para comprarles chatarra de plástico. Por curiosidad, nos asomamos a la carretera pensando en encontrar a dos o tres de los niños. Muy lejos de la realidad: casi todos los del campamento rodean el vehículo. Se ponen en línea, con sus bolsos en la mano, y el hombre pasa de uno a otro eligiendo los materiales que más le interesan y apenas les paga unos centavos por el fruto de su esfuerzo.
Al fijarse uno bien en esos niños, adivina que los más pequeños no han llegado a conocer Siria. Otros apenas pueden recordar el miedo, la guerra y las razones por las que están luchando por su supervivencia. Se nos plantean muchas cuestiones… Estas son las lecciones que los menores sirios están aprendiendo en ciertas áreas de Bekaa: ¿Cómo podemos sobrevivir?, ¿Cómo podemos ganar algo de dinero para comer hoy?
Ellos son las víctimas directas de un conflicto cada día más complejo y para el que ningún actor encuentra solución. En un momento en el que sólo se habla de terrorismo, de ataques aéreos y de migrantes a las puertas de Europa sería bueno recordar que más de cuatro millones de niños, mujeres y hombres se fueron de su país huyendo de la guerra y que están viviendo una dramática situación a unos pocos miles de kilómetros de Europa.
Florian Seriex es responsable de comunicación para la crisis siria de Acción contra el Hambre.
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