Tres formas de enfrentarse al frío con dignidad
Una terna masculina, curtida en ventiscas históricas en todos los sentidos, nos cuenta qué hay que hacer para sobrevivir con grandeza al tiempo gélido
Tres hombres, tres historias relacionadas con el frío. Hemos recurrido a tipos acostumbrados a las temperaturas bajo cero para que nos cuenten cómo sobreviven ellos cuando sales a la calle y a los pocos segundos te conviertes en un muñeco de nieve. 1. Napoleón ‘frozen’Por Jacinto Antón, Premio Nacional de Periodismo Cultural 2009
Lo pasaron de pena los franceses en Rusia y los pocos que regresaron el 14 de diciembre de 1812 (el día que el último soldado de la Grande Armée abandonó Rusia) lo hicieron tiritando y con lo puesto, que era poco e improvisado. Napoleón, en el cénit de su poder, había acometido la invasión el 24 de junio de 1812 con 400.000 hombres, 250.000 caballos, 9.300 carretas y muchas ganas de marcha. Menos de uno de cada 20 soldados regresó a casa, y a los que volvieron nunca se les pasó el frío.
Tras las batallas de Smolensk y Borodino, el emperador entró en septiembre en Moscú, pero el zar Alejandro se negó a firmar la paz, haciendo tiempo y mirando al cielo. “Mi campaña, mandada por el General Invierno, está a punto de empezar”, dijo, acuñando esa expresión y como si contara en sus filas con la chica de Frozen. El frío cogió a las tropas napoleónicas desprevenidas, oh là là, quel froid! “El tiempo era tan inclemente que hasta los cuervos se congelaban”, escribió en sus memorias el capitán Coignet. En realidad, no es que fuera un invierno, el de 1812, particularmente desapacible –para ser Rusia–, pero los franceses estaban equipados para el verano.
Incluso los caballos portaban herraduras estivales, que no tienen agarre en el hielo –no es broma– y los soldados, cascos metálicos de coracero en lugar de pasamontañas. En su retirada, la Grande Armée dejó un rastro macabro de cadáveres helados y húsares on ice que se siguen encontrando hoy en día: en Vilna (capital de Lituania) apareció en 2011 una fosa común con miles de esqueletos. A Napoleón le fue bien poder echarle la culpa al General Invierno porque la verdad es que todo fue una gran pifia. Y Hitler no tomó nota.
2. Con barba y con orejas Por Carlos Franganillo. Corresponsal de TVE en Washington D. C.
Poco después de saber que sería corresponsal en Rusia, mi buena amiga Ju, curtida en expediciones polares, hizo algo que le agradecería muchas veces durante los inviernos siguientes. En una tienda de ropa de montaña, muy cerca de la sede de TVE, escogió para mí el kit básico con el que sobrevivir al frío moscovita: la ropa interior térmica –desde las muñecas hasta los tobillos– me acompañó en las manifestaciones de la oposición a Putin en 2011 y 2012, a 20 grados bajo cero, y durante los disturbios en Kiev, algunos helados inviernos después.
Durante mis años en la región fui perfeccionando el vestuario. Hasta entonces apenas había usado gorros o capuchas, pero entendí que era lo más recomendable si quería conservar el calor corporal (y las orejas). Fue en esa época cuando me dejé barba: descubrí que, con ella, los músculos de mi cara se agarrotaban mucho menos cuando tenía que hablar ante la cámara al borde de la congelación. El doble calcetín fue un fiel compañero en esos años, y también las manoplas, infinitamente mejores que los guantes. Ahora vivo en Washington y los inviernos son menos duros, pero cuando el termómetro cae por debajo de los 5 bajo cero me enfundo en un abrigo con capucha peluda y doy rienda suelta a la nostalgia.
3. Exhibicionismo glacialPor Simón Elías, alpinista y escritor
Desde que era pequeño, una de las cosas que más me gustan es desnudarme en la montaña. Lo he hecho en la Patagonia, en el Himalaya y en Alaska. Puede parecer un contrasentido, pero la desnudez es una forma de abrigo: Oscar Wilde decía que hay que darle a un hombre una máscara para conocerlo de verdad, y yo creo que quitarse la ropa también es una forma de llegar a esa verdad.
Otra cosa es que no todos lo entiendan igual. Un día, un compañero guía en Chamonix (zona a los pies del Mont Blanc) contaba que había conducido a un grupo de montañeras noruegas a un glaciar, y que una vez allí, se desnudaron para tomar el sol. Él estaba sorprendido, pero a mí me parece totalmente lógico. Un hombre desnudo es un hombre valiente. Para mí, es algo así como un juego de vida, un rito adolescente y bastante pueril que, pese a todo, lo mantengo.
Desnudarme por sistema en montañas significativas es una licencia personal; nada hay más poético que estar en la cima del mundo y enseñarle el culo a ese mismo mundo. También es un gesto de rebeldía: hoy el alpinismo se ha prostituido a base de dinero y goretex, pero hubo un tiempo en que escalar montañas era sólo una cuestión de estilo. Por eso, mi hermano y yo hemos hecho más de una expedición tocados con una impecable pajarita de seda. Los terrenos más inhóspitos son los que exigen el heroísmo de la elegancia. Y el desnudo es su forma más elevada.
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