El Chapo, la reina y el actor
Habrá a quien le haga gracia que dos celebridades humillen al Gobierno mexicano, pero hay que recordar a los dos periodistas muertos por informar de tan siniestro personaje
Esta es una vieja historia. Tan contada por el cine, la literatura, el corrido o el bolero que hay que ser un maestro de la narrativa para ponerla en pie y que no degenere en culebrón. Se podría pensar, por aquello de que la protagonizan un hombre malo y una tía buena, que un director de acción sabría cómo manejarla, pero el hecho de que en la trama irrumpa de pronto un actor de relumbrón fascinado por el lado entrañable del asesino le concede a este drama un toque de farsa que cuadra más con una película de los Coen, siendo ellos maestros en retratar la ciega tontuna de quien se cree muy listo. Esta es una historia vieja, la de una mujer jaquetona que se rinde ante el turbio encanto de un malvado, que ella imagina, porque ha visto muchas películas de pornoviolencia, como una suerte de justiciero del pueblo. La bella dama, Kate del Castillo, conocida como la Reina del Sur, olvida que su amante bandido no ha llegado a las más altas cimas de la mierda por robar al rico para entregárselo al pobre, al contrario el éxito de su ídolo se escribe sobre la sangre de los inocentes, que son los que le han alzado en el ránking de fortunas de Forbes.
Esta es la historia requetesabida, incomprensible para mí, de la mujer esplendorosa que de pronto pierde el culo por un tipo detestable, es en la turbiedad misma donde encuentra el foco de su excitación y le escribe mensajes clandestinos en los que le confiesa que la vida es otra desde que se siente bajo su manto protector. Su hombre es el individuo que para zafarse de las balas del ejército tomó como escudo el cuerpo de una pobre muchacha; el hombre al que ella tiene por valiente es el que manda por sistema a sus subordinados a que pierdan la vida para preservar la suya.
Ella es la chica fascinada por el asesino, la que se pone al servicio de su vanidad y va llamando a las puertas de agentes y actores de Hollywood para que produzcan una película que inmortalice su figura. Al fin da con el actor adecuado para esta empresa, Sean Penn, notable intérprete abonado a casi todas las causas, sin distinguir en ocasiones entre las justas y las obviamente sórdidas como esta. Y ya tenemos al trío de esta tragicomedia: la reina, el actor reconvertido a biógrafo de un capo y el mismo capo, al que hay que añadirle una hache para convertirlo en Chapo. El actor metido a periodista narrará el viaje fascinante que ha de llevarle hasta al mítico Guzmán, burlando por la sierra los controles del ejército gracias a la protección provista por el malhechor, que espera impaciente el encuentro con tan célebres interlocutores. Hay nervios en el camino, pero también emoción y desafío, porque sortear al ejército mexicano para llegar hasta su delincuente más buscado es excitante. El reportaje tratará, en definitiva, de encontrar el lado humano del ogro, algo que Penn y nosotros y El Chapo y la reina hemos visto en muchas películas; el reto consistirá en retratarlo como un individuo que mata y trafica, que se caracteriza por una absoluta determinación en no dejar de ampliar su fortuna a costa de la vida de pobres desgraciados, pero que tiene, como cualquiera, un corazón que late. El Chapo fue pobre cuando era niño y, ay, eso sin duda justifica cuatro décadas de fría brutalidad.
Esta es una historia que ocurrió en otoño. Ahora, El Chapo está detenido, aunque es posible que el Gobierno mexicano tiemble ante la perspectiva de una nueva fuga; la Reina del Sur ha enmudecido tras ver que los mensajitos encriptados de amor que se intercambiaba con el narco ya son patrimonio de la humanidad. También se ha publicado la crónica del actor, en la que este cuenta, sobre todo, lo que él sintió en tan envidiable travesura, y donde se hace eco de la desconocida ternura de un ser temible que en la intimidad ama a sus hijos. Habrá a quien le haga gracia que dos celebridades hayan humillado al Gobierno mexicano, por aquello de que siempre es bonito darle al poder en los morros, pero igual le verán menos chiste al asunto si recuerdan a todos aquellos periodistas que perdieron la vida tratando de informar de tan siniestro personaje. El cronista de The New Yorker, Patrick Radden Keefe, cuenta esta misma semana cómo el Chapo Guzman le propuso, también a él, un encuentro; lo que demuestra que el tipo andaba loco buscando un narrador para sus hazañas. Keefe, tras barajar la posibilidad, le dio calabazas, por miedo a las autoridades, confiesa, y por miedo al personaje. Le decía la experiencia que la única manera de salir con vida de una aventura de este calibre era someterse al relato del asesino. Y ya se sabe, un buen periodista sólo pone en riesgo su vida si se trata de contar la verdad. Es un inconveniente que tiene este oficio.
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