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Tribuna
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Viajes a Cuba

Quienes llegan hoy a la isla no buscan una utopía sino un negocio, pero queda mucho por hacer

Rafael Rojas

Las estadísticas más confiables hablan de un crecimiento de la pobreza, la desigualdad y la emigración joven más acelerado que el del mercado, las inversiones, los créditos y la productividad interna. Retratan un país económicamente estancado y políticamente inerte, gobernado por un partido comunista único y un puñado de líderes octogenarios. Pero aún así, la vida diplomática en La Habana es cada vez más intensa y su impacto se percibe más allá del circuito consular, en la pequeña zona gentrificada de la ciudad, en paladares, galerías, clubes de salsa y mansiones de la nueva élite.

En los últimos años han viajado a Cuba más estadistas y políticos del capitalismo global que en toda la historia de ese comunismo caribeño: Hollande, Kerry, el papa Francisco, líderes europeos, senadores, representantes y gobernadores de Estados Unidos. En los sesenta viajaban ideólogos de la descolonización y la Nueva Izquierda, Sartre y Wright Mills. En los setenta, jerarcas del socialismo real: Brezhnev, Ceausescu, Honecker. En los ochenta hubo un brevísimo lapso reformista y Felipe González y Mijaíl Gorbachov pasaron por allí. En los noventa llegó el turno del altermundismo, de los Chomskys y los Galeanos, los Saramagos y los Chávez.

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Hasta hace poco, la diplomacia cubana se dedicaba a construir alternativas globales. Fuera armando guerrillas en América Latina o en África, solidarizándose con los nacionalismos del Tercer Mundo, pactando con los soviéticos o alentando el neopopulismo, Fidel Castro hizo de Cuba un lugar de peregrinación de todos los radicalismos: montoneros y comunistas, teólogos de la liberación e islamistas, guevaristas y allendistas, separatistas vascos y panteras negras, neozapatistas y globalifóbicos. Sólo quedaron fuera los trotskistas y los anarquistas.

Lo que significaba Cuba para esos viajeros podía ser tan distinto como un socialismo libertario y un totalitarismo estalinista, pero la seducción partía de una sociedad no capitalista y no democrática, aunque situada en el corazón de Occidente. Hasta la “batalla de ideas” (1998-2006), cuando en los obsesivos desfiles se distinguían hijos del ayatolá Jomeini y banderas de las FARC, Cuba fue santuario de una izquierda extremista que, sin embargo, ya veía la isla como símbolo o aliado geopolítico y no como modelo a seguir.

Hoy es otra cosa. Los que viajan, políticos o empresarios, galeristas o productores, estrellas o turistas, buscan más un mercado que una utopía. Quienes venden la isla, desde el poder, han aprendido a ofrecer al viajero lo que éste busca: una anomalía amigable, un lugar intenso y superficial, adelantado en su atraso, sin Internet, ni derechos políticos, pero con reggaetón y lindas playas. El cubano de a pie recibe al viajero con una mezcla de orgullo y melancolía, admira a Obama y desconfía de Raúl, sabe que no vive bien, pero no tiene cómo mejorar.

Esa Cuba expuesta al contacto con el viajero es, en todo caso, una minoría o una burbuja de la capital y otros polos turísticos. La mayor parte de la población vive en moneda no convertible, con salarios miserables, a expensas de subsidios que no llenan la canasta de consumo. Si la economía no se abre al crédito y la inversión, incluyendo fuentes del capital cubanoamericano, y a la pequeña y mediana empresa, la disparidad social crecerá. Para que eso suceda el régimen político debe flexibilizarse, algo que aterra a la élite del poder.

La Cuba diplomática es muy distinta a la mayoría ciudadana, pero, también, a la Cuba oficial de Granma, la Mesa Redonda y el PCC, donde pareciera que el muro de Berlín no ha caído y Chávez no ha muerto. Lo único en común es que esos tres países depositan sus esperanzas en el exterior. La nueva clase espera por el capital foráneo, los ciudadanos por las remesas o la lotería de las visas y el oficialismo por el “fin del bloqueo y la ley asesina”. No es extraño que la mayor expectativa de unos y otros sea un viaje de Barack Obama.

Si es verdad, como anunciaba hace días el New York Times, que Obama visitará Cuba en marzo, durante su gira por Colombia y Argentina, donde, por cierto, respaldará a Gobiernos que La Habana considera “neoliberales”, no está de más recordar que el presidente llegará días antes del VII Congreso del Partido Comunista, donde deberá prepararse la sucesión de poderes de 2018. Sería muy extraño que Obama no acompañe su visita con un llamado a la reforma política y a la extensión de libertades públicas en la isla. Más extraño sería que los gobernantes cubanos le hagan caso.

Rafael Rojas es historiador.

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