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Tribuna
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Referéndum y ciudadanía

Ceder a la exigencia de Podemos de celebrar un referéndum sobre la independencia en Cataluña sería un error catastrófico para el Estado

Juan Claudio de Ramón

La posibilidad de celebrar un referéndum de independencia en Cataluña (y en todas las naciones que vayan surgiendo por el Estado) vuelve a suscitarse, ahora que Podemos lo exige como condición para asistir a un hipotético gobierno del PSOE. Personalmente creo que ceder a esta exigencia sería un error catastrófico para el Estado. Bastaría quizá con insistir en las buenas razones que daban en estas páginas Pau Marí-Klose e Ignacio Molina (El referéndum no es la solución). Ahí se decía: ni es claro que ese famoso 80% de los catalanes anhele el referendo, ni este permitiría elucidar los deseos de la sociedad catalana (más bien nos informaría del estado de ánimo de una franja en el centro del espectro identitario), ni la votación, que ahondaría en la fractura social, es garantía de zanjar el problema, dado que el nacionalismo no aceptaría aquietarse en caso de perder la apuesta.

En esa ocasión, los autores preferían dejar de lado la fundamentación del derecho de autodeterminación y centrarse en explicar la inutilidad de la herramienta aplicada a nuestro caso. Pero dado que los demandantes del referéndum hacen de su defensa una cuestión de principios democráticos quizá merezca la pena explorar el conflicto de valores subyacente entre quienes nos oponemos al “derecho de decidir” y los que hacen de él su bandera.

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Cuando Ada Colau o Pablo Iglesias insisten en el referéndum como un requerimiento democrático elemental demuestran tener una concepción pobre de la democracia, que queda contraída al acto de votar. Una definición que creo más completa es esta: la democracia es la extensión universal de la ciudadanía. Se aprecia que ambas concepciones pueden entrar en conflicto, porque a través de una votación también se puede desposeer a alguien de sus derechos ciudadanos. No hace falta traer fantasmas del terrible siglo XX. Sólo hace unos días que Eslovenia decidió en referéndum prohibir el matrimonio homosexual. Estoy seguro de que muchos soberanistas sienten malestar cuando se percibe que una votación soberana puede servir también para privar a otros de derechos. Y eso es exactamente lo que pensamos muchos que pasaría si se permite un referéndum en Cataluña, y luego otro en País Vasco, y otro en Navarra, y otro en Galicia, y así sin fin. Con independencia del resultado, se nos excluye al resto de opinar en una cuestión que podría tener como resultado nuestra pérdida de derechos políticos en esas comunidades, donde, sencillamente, se estaría decidiendo si los demás españoles pasamos a ser extranjeros. Si todos los que tienen algún motivo para sentirse diferentes pudieran votar para salirse y fundar su propio Estado, el principio de una ciudadanía compartida y multicultural, que es el único interesante y fecundo, quedaría hecho añicos.

Ante esta objeción los abogados del derecho a decidir pueden alegar que la votación diferenciada está justificada por el hecho de que ciertos territorios de nuestro Estado son naciones y cada nación tiene derecho a la autodeterminación. Tienen derecho a pensar así, pero entonces nosotros también tenemos todo el derecho del mundo a desenmascararlos como nacionalistas corrientes y molientes. Ernest Gellner resumió bien el programa de todo nacionalista: que las fronteras del estado coincidan con las de la nación. La ciudadanía resultante de esos nuevos estados ya no estaría basada en la capacidad de compartir ciertos valores cívicos, sino en la agrupación en función de algunos rasgos étnicos, en concreto, de la lengua. Sí, la lengua es un elemento étnico. Y en España lo único que nos induce a pensar que hay varias naciones distintas es la existencia de varias lenguas con arraigo (la lengua es el único marcador diacrítico, en terminología de Gellner, a nuestra disposición). De modo que Iglesias y Colau pueden creerse modernos, pero en realidad lo único que hacen es apoyarse en una vieja página de perdurable influencia, escrita por el filósofo alemán Fichte en 1808 en sus Discursos a la nación alemana: que cada lengua específica tenga su nación específica. Y atrapada en esa página de 1808 la izquierda soberanista quiere gobernar la España de 2015.

Si en el lugar de la lengua pusiéramos otro marcador, el retroceso sería aún más evidente. ¿Se autodeterminan los ricos en virtud de su renta? ¿Los hombres en virtud de su género? ¿Los blancos en función de su color de piel? ¿Los católicos alegando su credo? No. ¿Qué razón hay, entonces, para que algunos se autodeterminen en razón de su lengua o cultura? Salvo que estas éstas estén siendo atacadas, cosa que no sucede en España, sólo se me ocurre alguien que querría partir la comunidad de ciudadanos por estos motivos: un nacionalista.

Cuando Colau o Iglesias insisten en el referéndum como un requerimiento democrático elemental demuestran tener una concepción pobre de la democracia

Llegamos al meollo del asunto. A quienes nos enfrenta el derecho a decidir no nos separa la creencia democrática sino una concepción distinta de la ciudadanía, que es también un distinto entendimiento de cuál es, en España, el cuerpo ciudadano –el demos– que comparte derechos y obligaciones. Esto es así seguramente porque cada uno ha recibido una socialización distinta. Por ejemplo, yo fui educado en la creencia de que había una comunidad política soberana llamada España formada de ciudadanos libres e iguales, y en paz con su diversidad cultural y lingüística. Hubiera tenido dificultades para creerlo durante el franquismo, pero no a partir de 1978. Vascos, gallegos y catalanes son conciudadanos. Y bajo esta idea de España como una única ciudadanía, compatible con una visión federal del Estado, Ada Colau podría mañana ser alcaldesa de Madrid si quisiera presentarse. Y desde luego puede votar en cualquier asunto que nos afecte a todos los españoles. La izquierda soberanista de Podemos y el nacionalismo catalán, vasco y gallego en general, en cambio, no creen que exista esa comunidad política llamada España, sino una serie de “pueblos” emparentados, yuxtapuestos a lo largo del Estado, cada uno soberano y definidor de un demos distinto cuyo rasgo específico sería la lengua. Entre nosotros no somos conciudadanos, sino parientes de pueblos cercanos. (Tampoco es que hayan inventado la pólvora: algo parecido sostenía la derecha tradicional católica a lo largo de todo el siglo XIX).

En definitiva, unos pensamos en una única ciudadanía multicultural. Y otros piensan en términos de muchas culturas con derecho a fundar su propio espacio ciudadano. Si los segundos se imponen, España como espacio de convivencia compartida dejará de existir. Para los que no se han enterado: Los que defendemos la unidad de España no estamos defendiendo un trozo del mapa, sino un cuerpo ciudadano multicultural y no divisible por razones étnicas. No solo nos parece esto lo progresista, sino que defender que la comunidad de ciudadanos, y la trama de solidaridad que los imbrica, pueda deshacerse por pujos identitarios (cuando ninguna identidad es atacada) nos parece profundamente antiprogresista. Y nos podemos ver a nosotros mismos como demócratas plenos porque no discriminamos: todos somos ciudadanos. Esa era la idea de 1978.

Ahora bien, empieza a ser patente que es la otra idea (diversas culturas con derecho a tener su Estado) la que comienza a infiltrarse en el electorado urbano de izquierdas. Ni una sola pancarta en las acampadas del 15-M pedía un referéndum de independencia, ni en Madrid ni en Barcelona. Pero en política como en economía la machacona oferta acaba encontrando su propia demanda. Me resulta un misterio por qué a tantos votantes de Podemos les resulta indiferente que su cúpula quiera deshacer la ciudadanía común, convertir a España en Yugoslavia y abocarla, a medio plazo, a un humillante proceso de descomposición étnica que no ayudará a la implantación de ninguna agenda social avanzada. Pero si fuera el PSOE, empezaría a recuperar apoyos explicando no sólo las nefastas consecuencias del discurso territorial de Podemos, sino también su presupuesto implícito: que lo españoles ya no somos conciudadanos.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es ensayista

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