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Tribuna
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Juegos primarios en EE UU

Los mecanismos institucionales norteamericanos dan lugar a veces a ciertas sorpresas

Josep M. Colomer

 Se supone que las primarias en EE UU son un mecanismo para simplificar la oferta política a dos candidatos, de los que saldrá un solo ganador. Las primarias son una alternativa a la formación de un solo ganador por mayoría en el Parlamento, generalmente resultado de una coalición multipartidista, como es habitual en casi todos los países de Europa, en donde el lío para reducir la oferta a un solo ganador viene tras las elecciones, mientras que en EE UU empieza más de un año antes de la fecha electoral.

En comparación, el mecanismo de las primarias tiene varios inconvenientes ya que puede fallar en dos objetivos básicos: la coordinación y la convergencia.

La coordinación implica que los múltiples precandidatos de primarias deben quedar en uno por partido, dos en total. Solo en una elección entre dos candidatos la regla de la mayoría relativa o pluralidad garantiza que el ganador recibirá apoyo mayoritario. De hecho, la variedad política e ideológica de los precandidatos americanos se parece a la de los sistemas multipartidistas europeos: desde socialdemócratas hasta liberales en el Partido Demócrata y desde conservadores hasta populistas en el Republicano. La cuestión es si, al final, solo competirán dos.

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En el primer debate republicano, en septiembre, el populista Donald Trump, que se había identificado como demócrata en el pasado, no se comprometió a abstenerse de presentarse como tercer candidato si no gana la primaria republicana. El gesto pareció una amenaza para atraer más votantes en las primarias por miedo a que el campo republicano se rompa si él no gana. Pero fue muy mal recibido y unas semanas después Trump convocó una teatral rueda de prensa para firmar un compromiso de lealtad al Partido Republicano. Resulta intrigante que nadie haya pedido todavía al socialdemócrata Bernie Sanders, que fue alcalde por un Partido Progresista contra rivales demócratas y se presentó y se mantuvo como independiente en la Cámara de Representantes durante 15 años, que también se comprometa a no convertirse en un tercer candidato si no gana la primaria demócrata.

De hecho, suele haber terceros candidatos en casi todas las presidenciales. En consecuencia, más de un tercio de los presidentes han ganado con un apoyo minoritario en votos populares. Los terceros candidatos también han malogrado muchas elecciones en las que no ganaron, pero favorecieron al que habría sido perdedor ente los otros dos. Entre los casos más destacados: el demócrata sudista John C. Breckinridge que favoreció la victoria del republicano Abraham Lincoln en 1860, el progresista Theodore Roosevelt que favoreció al demócrata Woodrow Wilson en 1912, el demócrata sudista George Wallace que favoreció al republicano Richard Nixon en 1968, el independiente Ross Perot que favoreció al demócrata Bill Clinton en 1992 y 1996, y el verde Ralph Nader que favoreció al republicano George W. Bush en 2000. Algo así puede volver a ocurrir en cualquier momento.

El otro objetivo, la convergencia, significa que si la coordinación consigue seleccionar solo dos candidatos, la mejor estrategia es aproximarse a la preferencia del votante medio, que suele ser moderado. Sin embargo, en diversas ocasiones, unas primarias muy divididas han producido candidatos extremos que han sufrido enormes derrotas en la elección presidencial. Entre los casos memorables está el del republicano Barry Goldwater, que perdió ante Lyndon Johnson en 1964, y el demócrata George McGovern, que perdió ante Richard Nixon en 1972, los dos por porcentajes casi iguales de votos populares: 38 a 61.

El inconveniente de las primarias es que pueden fallar en dos objetivos básicos: coordinación y convergencia

Algo así podría ocurrir esta vez si los dos candidatos fueran, digamos, Donald Trump contra Hillary Clinton, o Bernie Sanders contra… quién sabe ¿quizá Jeb Bush, si llegara a sobrevivir?

Pero aun si hay coordinación y convergencia, el modelo de competencia por el votante medio predice un empate. De hecho, ha habido numerosos ganadores presidenciales con menos de medio punto de ventaja sobre el segundo. Entre ellos, Kennedy contra Nixon en 1960, y George W. Bush contra Al Gore en 2000. En esos casos, el desempate puede depender del recuento de votos en algún lugar, como Chicago o Miami en los casos mencionados.

Esta elección presidencial será interesante porque el resultado siempre puede comportar sorpresas, ya sea por fallos en la coordinación, falta de convergencia o desempates a medida. Pero las sorpresas ocurren porque los mecanismos institucionales que se usan —las primarias y la regla de la mayoría relativa— son altamente imperfectos, por no decir más.

Josep M. Colomer es Profesor de Economía Política en la Universidad de Georgetown.

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